No puede ser que a Dios le escapen las circunstancias de la historia. Si
todos los cabellos de nuestras cabezas están contados; ¿Cuánto más no serán
conocidas las vicisitudes de la Santa Iglesia a lo largo de los siglos?.
La Santa Iglesia no es sólo una Institución de la tierra, lo es
principalmente del Cielo en donde se halla su Cabeza Real y Soberana, sus
Santos, sus Mártires, su Reina Inmaculada.
Nada sucede a la Santa Iglesia que Nuestro Señor no lo sepa desde toda
la eternidad. Y sin que Él haya previsto los medios sobrenaturales y las
eventualidades de las causas naturales para que todo sea en provecho de sus
elegidos. Así entonces Nuestro Señor ha dispuesto sin duda
con su Sabiduría y ha encerrado en el Evangelio que es la Ley Suprema, y en las
las leyes santas de la Tradición eclesiástica los elementos de juicio y de
discernimiento, para distinguir a lo largo de los siglos lo bueno de lo malo, lo
verdadero de lo falso y lo seguro de lo peligroso.
Terminada la revelación y cerrada con la muerte del último de los Apóstoles,
San Juan, la Iglesia no tiene más elementos de juicio que lo revelado, lo
trasmitido invariablemente por la Sagrada Tradición y lo definido y legislado
desde siempre y en el mismo sentido por su autoridad suprema.
No apareciéndose Dios Nuestro Señor para decirnos qué pensar y qué
hacer en cada momento crucial bástanos el
Evangelio, la doctrina, los dogmas, el uso constante de la Sagrada Liturgia y
las Sagradas leyes de la Iglesia para contestar acertada y seguramente a cada
dilema de la historia. No es preciso inventar nada, todo está allí.
A quien sepa observar le es claro que la Iglesia vive una situación única
en su género, ajena y opuesta a su naturaleza y gravísima en sus efectos desde
Vaticano II. Hay un abismo sobrenatural o, mejor, preternatural y diabólico
entre la Iglesia de su S.S. Pío XII y la de sus sucesores. Ni la misma
doctrina, ni la misma claridad, ni la misma entereza para enseñarla, ni la
misma Misa, ni los mismos Sacramentos, ni la misma liturgia.
Si todos los elementos son dispares la suma no puede dar el mismo
resultado que antes de Vaticano II. Cambiadas las causas se modifican los
efectos. Las causas sobrenaturales no pueden cambiarse porque no somos nosotros
los autores sino Dios. Si los hombres modifican la Materia de un sacramento, o
su Forma, o la intención querida por Jesucristo ya no estaremos delante de un
sacramento sino delante de un acto inválido e inútil para salvarse, al menos
de suyo.
Si los Cardenales Ottaviani y Bacci al presentar a Paulo VI aquel examen
crítico de la misa nueva dijeron “se aleja de manera impresionante de la
teología católica de la Misa” ¿Qué
podrá pensarse de esa misa?
La misa nueva no es santa ni lo será nunca. Está herida en su misma
sustancia y por eso ni es santa ni puede santificar. No hay ni habrá jamás,
santos de la misa nueva.
Todas esas reformas, ajenas a lo católico necesitaban la bendición de
los Santos, que vivos jamás la hubieran dado o la bendición de “santos”
que jamás lo hubieran sido.
Esto es el soborno de los santos que da nombre a este artículo.
Se trataba de conseguir que todas esas reformas malas parecieran buenas para que
fueran vistas sin temor por el pueblo cristiano y ¿Qué mejor que los santos lo
dijeran?
Eso explica el número fastuoso de canonizaciones nunca visto, la
canonización de santos como mártires que no lo fueron, así por ejemplo Edith
Stein quien no murió por ser cristiana (esencial para ser mártir) sinó por su
origen judío; Escrivá de Balaguer de poca virtud y menos pobreza; Juan XXIII
amigo de las reformas, del ecumenismo y de los liberales en
manos de quienes quedó la Iglesia. Esto explica la beatificación de
buenos con malos, por ejemplo S.S. Pío IX con Juan XXIII, juntos en la misma
beatificación absolutamente opuestos en la doctrina, el Papa del Syllabus y el
inventor de Vaticano II, del antisyllabus al decir del Cardenal Ratzinger. Así
los malos parecen confiables y los buenos de acuerdo con ellos.
Los mismos Santos verdaderos y ya canonizados fueron desvestidos de sus
ornamentos sagrados tradicionales, en sus mismas tumbas, para vestirlos con
ornamentos modernos y apropiados para ser vistos así por los fieles y que al
contemplarlos, ignorantes de la tradición católica, los vieran vestidos
muertos como los sacerdotes modernistas. (Por ejemplo San Josafat Obispo Mártir,
en su tumba, 1er. Altar del crucero derecho de la Basílica de San Pedro).
La intención es clara : los santos deben bendecir lo que maldecirían
vivos como si un soborno póstumo los hubiera obligado a consentir el mal.
¿Atrevimiento inaudito? Por
cierto.
¿Osadía Sacrílega? Lo es.
¿Fruto de un árbol corrupto? Sin
duda.
Estos frutos, estas conductas y estos argumentos forzados no son católicos
ni lo serán nunca. Esos mismos Santos juzgarán un día, desde la diestra de
Dios a aquellos hombres inicuos que han reducido a tal estado lamentable a la
Iglesia. Que esos mismos Santos intercedan siempre por las almas buenas alcanzándoles
la salvación. |