La Iglesia y el
Liberalismo
Revista "ROMA", Nº 63-64
Frutos del buen gobierno Dado que estos preceptos protegen a la república, se quita toda causa o ansia de levantamientos; y estarán bien defendidos el honor y la seguridad de los soberanos y la paz y el bienestar de la sociedad. También la dignidad de los ciudadanos estará garantizada en la mejor forma; pues, aun obedeciendo, podrán conservar aquel decoro que es propio de la grandeza del hombre, por cuanto entienden que según el criterio de Dios no hay siervo libre sino que uno es el Señor de todos, el cual es rico para todos los que le invocan (18) y que ellos están sujetos y obedecen a los príncipes sólo porque en cierto modo representan la imagen de Dios, a quien servir es reinar. Doctrina que la Iglesia -aun bajo los Emperadores Romanos- siempre enseñó y practicó En todos los tiempos ha trabajado la Iglesia a fin de que esta concepción cristiana no sólo impregnara las mentes sino que se manifestara también en la vida pública y las costumbres de los pueblos. Mientras que los emperadores paganos tuvieron en sus manos el timón para gobernar el Imperio, los cuales no podían, debido a la supersticiosa religión en que vivían, elevarse hasta aquella forma de la autoridad que hemos bosquejado, procuró la Iglesia infiltrarla en las mentes de los pueblos, los que, junto con aceptar los principios cristianos, debían tratar de ajustar su vida a los mismos. y así los pastores de las almas, renovando los ejemplos del apóstol San Pablo, acostumbraron con sumo cuidado y diligencia mandar a los pueblos que estuviesen sujetos y obedeciesen a los príncipes y potestades 19 , asimismo que orasen a Dios por todos los hombres, pero especialmente por los reyes y por todos aquellos que están en el poder, porque esto es acepto ante nuestro Salvador Dios (20) . Los primeros cristianos nos dejaron de todo ello brillantísimos ejemplos, pues siendo atormentados en forma injustísima y cruelísima por los emperadores paganos, jamás llegaron a negarles la obediencia y sumisión, hasta el extremo que parecía haberse entablado una lucha entre la crueldad de aquellos y la sumisión de éstos.
Tanta modestia y tan firme voluntad de obedecer eran tan bien
conocidas
que la calumnia y la malicia de sus enemigos eran incapaces de oscurecerlas.
Por lo cual los que ante los emperadores defendían públicamente la causa
del nombre cristiano, con este argumento principalmente los convencían de
que era inicuo castigar a los cristianos por A la verdad, otra cosa era cuando los edictos imperiales, de mancomún con las amenazas de los pretores, los constreñían a abjurar de la fe cristiana o abandonar otro cualquiera de sus deberes; entonces no vacilaron en desobedecer a los hombres para obedecer y agradar a Dios. Sin embargo, a pesar de la crueldad de los tiempos y circunstancias, no hubo quien tratase de promover sediciones ni de menoscabar la majestad del príncipe, ni jamás pretendían otra cosa que confesarse cristianos, serlo realmente y conservar incólume su fe: tan distante de oponer en ninguna ocasión resistencia, que se encaminaban contentos y gozosos, como nunca, al cruento potro, donde la grandeza de su alma vencía la magnitud de los tormentos. Por esta razón se llegó a estimarse en aquel tiempo el denuedo de los cristianos alistados en la milicia, porque era cualidad sobresaliente del soldado cristiano, hermanar con el valor a toda prueba, el perfecto conocimiento de la disciplina militar y mantener, unida con su valentía, la inalterable fidelidad al emperador; sólo cuando se exigía de ellos algo que no fuese honesto, como la violación de los mandatos divinos, o que volviesen el acero contra indefensos y pacíficos discípulos de Cristo; sólo entonces rehusaban la obediencia al príncipe, y aun así, preferían abandonar las armas y dejarse matar por la Religión antes que destronar la autoridad pública con motines y sediciones. Después cuando los Estados pasaron a manos de príncipes cristianos, la Iglesia puso más empeño en declarar y enseñar cuanto tiene de divino la autoridad de los primeros gobernantes: de donde forzosamente había de resultar que los pueblos se acostumbrasen a ver en ellos cierta majestad divina, que les llenaría de mayor respeto y amor hacia sus personas. Por lo mismo sabiamente dispuso que los reyes se consagrasen con las ceremonias solemnes como estaba mandado por el mismo Dios en el Antiguo Testamento. Más adelante, cuando la sociedad civil surgida de entre las ruinas del Imperio revivió en brazos de la esperanza cristiana, y una vez constituido el sacro imperio, los Romanos Pontífices consagraron la potestad civil con singular esplendor, por cuyo medio la autoridad adquirió una máxima nobleza, y no hay duda que esto habría sido grandemente provechoso, tanto a la sociedad civil como a la religiosa, si los príncipes y los pueblos hubiesen sabido apreciar lo que tanto apreciaba, la Iglesia y las cosas se desarrollaban en forma pacífica y bastante prospera mientras entre ambos poderes reinaba una amistosa concordia. Cuando los pueblos pecaban originando tumultos al punto acudía la Iglesia, restauradora de la tranquilidad, llamando a todos al cumplimiento del deber y refrenando .las más vehementes pasiones en parte por la suavidad y en parte mediante su autoridad. Del mismo modo, cuando se excedían en las medidas de gobierno, entonces ella misma acudía a los príncipes tanto para recordarles los derechos de los pueblos, sus necesidades y legítimas aspiraciones como para persuadirlos a emplear la equidad, la clemencia y la benignidad. Por esta razón se logró varias veces impedir las sediciones y los peligros de una guerra civil. En los tiempos modernos. Perniciosos frutos de sus doctrinas Por el contrario, las doctrinas inventadas por los modernos acerca de la autoridad civil, han acarreado ya grandes males y es de temer que andando el tiempo nos arrastrarán a mayores males. Pues, no querer atribuir el derecho de mandar a Dios como a su autor no es sino desear ver destruido el más bello esplendor de la autoridad política y enervado su vigor. Respecto a lo que dicen que la autoridad civil dependa de la voluntad del pueblo, se comete primero un error de principio, y en segundo lugar la erigen sobre un fundamento demasiado frágil e inconsistente. Porque estas doctrinas como otros tantos acicates estimulan las pasiones populares, que engreídas se insolentan precipitándose para gran daño del Estado por la fácil pendiente a los ciegos movimientos y abiertas sediciones. En efecto, la llamada Reforma cuyos favorecedores y jefes mediante nuevas doctrinas atacaron a fondo la autoridad religiosa y civil, fue lograda principalmente en Alemania por revueltas repentinas y rebeliones sumamente audaces; y con tanta furia y muertes se cebó la guerra intestina que casi ningún lugar parecía quedar libre de hordas y masacres. El "derecho nuevo" De aquella herejía nació en el siglo pasado la mal llamada filosofía, el llamado derecho nuevo, la soberanía popular y esa licencia que no conoce freno y que es lo único que muchísimos entienden por la libertad. De allí se llegó a las últimas plagas, a saber, el comunismo, el socialismo y el nihilismo, horribles monstruos de la sociedad humana y casi su muerte. Y, sin embargo, demasiados hombres se empeñan en propagar la fuerza de tantos males y so capa de ayudar a las masas han causado ya no pequeños incendios de miserias. Lo que aquí sólo de paso recordamos no son sucesos ni desconocidos ni muy lejanos. C) Necesidad de la Doctrina católica Y esto es tanto más grave, cuanto que los reyes, en medio de tantos peligros, carecen de remedios eficaces para restablecer la disciplina pública y pacificar los ánimos: se arman con la autoridad de las leyes y piensan reprimir a los revoltosos con la severidad de las penas. Esto está muy bien; pero seriamente ha de tomarse en cuenta que ninguna pena futura hace en los ánimos tanta fuerza que ella sola podrá conservar el orden de las repúblicas. Pues, el miedo como luminosamente enseña Santo Tomás es un fundamento muy débil porque los que por el temor se someten, cuando ven la ocasión de escapar impunes, se levantan contra príncipes y soberanos, con tanto mayor ardor cuanta haya sido la sujeción impuesta por el miedo, fuera de que el miedo exagerado arrastra a muchos a la desesperación, y la desesperación se lanza impávida a las más atroces resoluciones (24). Cuán cierto sea esto, lo hemos visto suficientemente por experiencia; de modo que es necesario emplear motivos más elevados y eficaces para la obediencia y hemos de establecer en forma absoluta que no puede haber fructuosa severidad en las leyes mientras los hombres no sean impulsados por el deber y movidos por el saludable temor a Dios. Esto puede lograrlo en intensidad máxima la Religión que por fuerza propia ejerce su influjo en las almas y doblega las mismas voluntades de los hombres para que se adhieran a sus gobernantes no sólo por obediencia, sino también por benevolencia y amor que son en toda sociedad humana la mejor garantía de bienestar. Los Romanos Pontífices y las falsas doctrinas Por tanto es menester confesar que los Romanos Pontífices han rendido un egregio servicio a la sociedad al procurar siempre quebrantar los espíritus ensoberbecidos e inquietos de los Novadores y muy a menudo advirtieron cuán peligrosos eran aun para la sociedad civil. Es digna de mención una afirmación de Clemente VII al dirigirse a Fernando, rey de Bohemia y Hungría: Este asunto de fe entraña también tu dignidad y utilidad, lo mismo que de los demás soberanos, pues no es posible atacar a aquélla sin grave detrimento de vuestros intereses, según se ha experimentado recientemente en estas comarcas. Por el mismo estilo brilla la providencia y firmeza de Nuestros predecesores, en especial de Clemente XII, Benedicto XIV y León XII, quienes, como cundiese extra-ordinariamente la peste de las malas doctrinas y se acrecentase la audacia de las sectas, tuvieron que hacer uso de su autoridad para cortarles el paso e interceptar su entrada. Nos mismo hemos denunciado muchas veces los peligros que Nos amenazan, y hemos indicado cuál es el mejor modo para conjurarlos; hemos ofrecido el apoyo de la Religión a los príncipes y otros gobernantes y exhortamos a los pueblos a que aprovechen en toda su extensión, la abundancia de los bienes supremos que la Iglesia ofrenda. Los príncipes entiendan que lo que ahora estamos haciendo es volver a ofrecerles ese mismo apoyo, más sólido que otro alguno; al paso que los exhortamos con la mayor vehemencia en el Señor a que amparen la Religión y, según lo reclama el mismo interés de la república, permitan gozar a la Iglesia de aquella libertad de que, sin injusticia y perdición de todos, ella no puede ser despojada. En manera alguna puede la Iglesia ser sospechosa a los príncipes ni odiosa a los pueblos. A los soberanos, por cierto, los exhorta para que ejerzan la justicia y no se aparten en lo más mínimo de sus deberes, mas al mismo tiempo por muchos conceptos robustece y fomenta su autoridad. Reconoce y proclama que todo lo que pertenece al orden civil cae bajo la jurisdicción, la soberanía de ellos; en aquellos asuntos cuya jurisdicción, por diversas causas, pertenecen a la potestad civil, y eclesiástica, desea que exista la concordia entre ambas con lo cual se evitan contiendas, que serían funestas para ambas.
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(18) Rom. 10, 12. (volver)
(19) 19 Tito 3, 1. (volver)
(20) I Timot. 2, 1-3.. (volver)
(21) Atenágora8, Legatio pro Chri8tianiB (Migne PG. 6, col. 891-B) . (volver)
(22) Tertuliano, Apologét. n. ~6 (Migne PL. 1, col. 523-A) . (volver)
(23) Tertuliano, Apologét. nr. 37 (Migne UL, 1, col. 526-A). (volver)
(24) Santo Tomás de Aquino, De regimene Princip. lib. I, cap. 10.. (volver)