CARTA PASTORAL SOBRE LA MISA*
(cont)
de S. E. R. Mons. Antonio de Castro Mayer,
Obispo de Campos
Desmitización No es preciso, amados hijos, larga argumentación para mostrar como la tendencia a despojar a la Santa Misa de todo cuanto despierta el pensamiento de lo jerárquico, sagrado y misterioso, sirve al movimiento de desmitización última herejía que tiene el sabor ya no sólo de protestantismo, sino de progresismo, versión comunista de la doctrina católica, y que pretende desacralizar la Religión volviéndola cosa profana, vulgar, sin nada que pueda despertar en el hombre la idea de un Señor y Legislador supremo a quien se debe entera obediencia, sujeción y ser vicio que estableció una jerarquía para el gobierno espiritual de los hombres. Participación de los fieles Firmemente establecida la función del Sacerdote en el Sacrificio del Altar, podemos sin recelo tratar de la participación de los fieles en el mismo. De hecho, sin incidir en los errores enunciados, debéis amados hijos, considerar elemento esencial de vuestra vida, participar activamente en el Santo Sacrificio de la Misa. Siendo éste el acto central del culto divino y siendo nosotros, como siervos dedicados al servicio del Dios Altísimo, no queda duda de que la Misa debe ocupar el centro de toda nuestra existencia. No queráis, por tanto, amados hijos, equipararos a los Sa cerdotes que en la Iglesia os son superiores y como tales se aproximan al Altar "inferiores a Cristo y superiores al pueblo" dice San Roberto Belarmino (Apud Enc. "Mediator Dei", A. A. S., vol. 39, p. 553). En las palabras de Inocencio III tenemos la norma de la participación activa de los fieles en el Sacrificio del Altar: lo que realizan en particular los Sacerdotes debe hacerlo universalmente el pueblo "in voto". En el acto mismo sacrificial, esto es en la consagración, la participación del pueblo fiel no puede ir más allá del voto, o sea de aprobación interna, de unión de sus sentimientos a los del Sacerdote que celebra y a los del propio Cristo que es inmolado sobre el Altar. Además en toda la Misa, el elemento esencial de la participación del fiel, consiste en unir sus propios sentimientos de adoración, acción de gracias, expiación e impetración, a los de Jesús al morir por nosotros, y que deben animar al Sacerdote que ofrece el Sacrificio. Esta unión del culto interno, que se exterioriza en actos externos, es lo que hace provechosa la participación del fiel en la Misa. Similar es la participación del fiel en el Santo Sacrificio de la Eucaristía; al seguir los gestos y repetir las palabras que se dicen en el Altar, es considerado por Pío XII "rito vano y formalismo sin sentido" (Enc. "Mediator Dei", A. A. S., vol. 39, pág. 531). Como se ve la piedad eucarística del fiel depende de la recta comprensión de este punto. No es extraño que Pío XII le de suma importancia. Subraya especialmente que aún en su expresión ex terna, como exige la naturaleza visible de la Iglesia, el culto es sobre todo interno o, en otras palabras, su elemento principal es lo interno. Más lo externo debe simultáneamente manifestar y excitar los sentimientos internos del alma. Debe proceder del amor de Dios y debe contribuir a aumentar la unión con Dios. Ya en el Antiguo Testamento, Dios rechaza los sacrificios meramente externos y no apenas aquellos en que las víctimas por manchadas eran indignas del altar del Señor (Mal. 1) y también aquellos en que se inmolaban animales puros como dice Isaías (1.11). En el Nuevo Testamento de modo general reprueba el Maestro a aquellos que honraban al Señor con los labios, manteniendo su corazón alejado (Marc. 7.6). Comentando las palabras del Señor, dice Pío XII "El Divino Maestro juzga que son indignos del templo sagrado, y deben ser expulsados los que presumen dar honra a Dios solamente con palabras afectadas y actitudes teatrales, persuadiéndose que pueden proveer a su eterna salvación sin arran car de sus espíritus, por la raíz, sus vicios inveterados". (Enc. "Mediator Dei", A. A. S, vol. 39, pág. 531). El peligro del liturgismo Completemos estas advertencias enumerando las aberraciones que un falso liturgismo esparció entre los fieles. Y como consecuencia del hecho nos urgió la necesidad de dedicarnos por es fuerzo propio, auxiliados por la gracia, accesis y oraciones particulares a asimilar, por la práctica de las virtudes, los ejemplos y la vida de nuestro Divino Maestro. "Efectivamente algunos reprueban totalmente las Misas privadas sin asistencia del pueblo como no conformes a la costumbre primitiva y no falta quien pretenda que los Sacerdotes no puedan ofrecer la Víctima, al mismo tiempo en varios altares, porque así disocian la comunidad y ponen en peligro su unidad; como tampoco faltan quienes llegan al extremo de decir que es necesaria la confirmación y ratificación del pueblo para que el Sacrificio pueda tener fuerza y eficacia" (Enc. "Mediator Dei", A. A. S., vol. 39, pág. 556). Recordemos, a esta altura, que el Concilio Vaticano II al ex tender determinación a los casos de concelebración no obligó, excepto el Viernes Santo, a concelebrar a los sacerdotes que quisiesen celebrar. Más reafirmó el derecho del sacerdote de celebrar privadamente a la misma hora y en la misma Iglesia (Const. Sacro santum Concilium, nº 57). La Comunión y nuestra santificación Con la preparación ascética, en el combate a los vicios, a las malas inclinaciones, y la práctica de la virtud, aproximémonos a la Mesa del Señor, la Santísima Eucaristía, Hostia del Sacrificio del Altar y hecha para alimento de nuestras almas. Es que en la Comunión está la participación más íntima y más útil en el Santo Sacrificio de la Misa. Aunque la Comunión en la Misa sea indispensable sólo para el Sacerdote, recomiéndase vivamente que los fieles comulguen no sólo espiritualmente sino también sacra mentalmente, siempre que asistan al Santo Sacrificio. Si se habitúan a comulgar con tal frecuencia y con las disposiciones necesarias, es cierto que en breve se santificarán. Si eso no consiguen es porque no han dado toda la atención a las disposiciones necesarias para bien comulgar. Disposición para comulgar La primera de ellas es el estado de gracia, estado obtenido no sólo por un acto de contricción perfecta sino también a través del tribunal de la Penitencia, de la absolución sacramental, como ordena el Concilio de Trento (Sess. XIII, can. 11). Si se trata de Comunión frecuente, pide San Pío X (Sagrada Congregación del Concilio, 20 diciembre 1905) además del estado de gracia, una voluntad seria de progresar en la vida espiritual, sirviéndose mismo del Pan eucarístico como antídoto de las faltas cotidianas. No siempre pensamos en esta segunda condición. Sin embargo, en ella está el secreto de nuestra santificación, pues quien desea realmente progresar en su vida espiritual comienza reconociendo su flaqueza y evitando las ocasiones de pecado. Además no se concibe una verdadera contrición de los pecados en quien no evita las ocasiones de los mismos. No puede haber desapego del pecado en quien no se desapega de las ocasiones de recaída. En segunda instancia combate seriamente sus inclinaciones pecaminosas, su orgullo, su sensualidad, su amor propio, etc. La Santísima Eucaristía y la caridad cristiana Y muy particularmente cultiva la caridad porque la Santísima Eucaristía es el Sacramento del amor, de la unión sobrenatural que vincula a todos los fieles en un solo cuerpo; como los granos de trigo se unen para formar un solo pan, la Santísima Eucaristía une a todos los fieles en un solo Cuerpo Místico de Cristo (cf. 1 Coro 10-17). Cultivar la caridad no quiere decir tolerar todos los defectos, todos los vicios del prójimo. Muy al contrario, la caridad supone energía y bondad bien dosificadas para conseguir la verdadera enmienda del prójimo. Resaltemos aquí, amados hijos, para vuestra edificación espiritual, que es muy común entre muchos católicos un error craso en la práctica de una pseudocaridad. Son de hecho, tales católicos, de una intolerancia total o casi total cuando está en juego su propia persona. No saben perdonar, como manda el gran precepto del Divino Maestro, las ofensas personales; aquellas que tenemos que resolver a conciencia antes de aproximarnos al altar, según lo manda el Salvador (Mat. 5, 24) y sin embargo son de una benignidad igual, sin límites, cuando el ofendido es Nuestro Señor en su doctrina o en su moral. Tienen todos los odios, todos los resentimientos, todas las aversiones contra los responsables de ultrajes que hieran su amor propio, su dignidad personal, y conviven en la más franca amistad con los apóstatas, los que abandonan total mente los votos de su bautismo, con los herejes, los ateos; todos, en fin, que no reconociendo la verdadera Iglesia de Cristo, no prestan debida honra a la palabra de Dios. Si semejante amistad buscase seriamente la conversión de los que se hallan en ca mino de condenación eterna, o fuese ordenada por la necesaria convivencia, todavía podría justificarse, siempre que se conservase en los límites indicados para tales fines. Por desgracia, amados hijos, no es eso lo que se da, sino que lleva esa amistad por motívos de orden natural y en lo que menos se piensa es el bien del alma, la conversión de extraviados, de los enemigos de Dios. La caridad y el orden querido por Dios Si en un examen de conciencia sincero, nos perturbamos porque a pesar de nuestras comuniones no progresamos en la santidad de nuestra vida, fijémonos en el capítulo de nuestros amores y nuestros odios y veamos si amamos seria y ardientemente el orden querido por Dios, los principios establecidos por la ley divina natural y positiva, y si consecuentemente odiamos profundamente el desorden implantado en la sociedad por los enemigos de Dios, por las sectas que clara o veladamente, en el mismo seno de la Iglesia, organizan la destrucción de la obra que Dios instauró en el mundo y Jesucristo vino a restaurar; y si procedemos de acuerdo con esos amores y esos odios. Es bien posible que en semejante examen de conciencia descubramos la causa de la inutilidad de nuestras Misas y comuniones o sea del hecho de no avanzar un paso, a pesar de ellas. La Misa, amados hijos, es fuente de toda santidad. Pero pide (precisa) para efectivizar en el alma la santidad que de Ella dimana, una adhesión firme, serena y pro funda a los amores y los odios de Nuestro Señor Jesucristo. No precisamos decir, amados hijos, que en ese odio y aversión profunda contra el mal no existe ni puede existir el menor deseo de condenación eterna de quien quiera que sea. Nuestro odio debe ser como el del Divino Maestro que castigaba siempre con el deseo ardiente de salvación eterna, aún de los enemigos de su Santo Nombre. Acción de gracias Además de la preparación, la acción de gracias después de la Comunión es medio eficacísimo para hacer más fructuosa y más intensa la unión con el Divino Salvador que acaba de tomar posesión del alma que lo recibió. De hecho, nada produce mejor en el alma los frutos de la Sagrada Comunión que un suave coloquio del hombre con su Redentor; en el cual la creatura se deshace en loores y agradecimientos a Dios cuya misericordia lo hace descender hasta su siervo, indigno pecador. ¿Cómo dejarían de ser útiles al alma, los sentimientos de humildad que nacen naturalmente de la consideración de la bondad divina y las propias ingratitudes? ¿ Cómo dejarán de afirmarse los buenos propósitos en ese coloquio íntimo, cuando el alma está con su Divino presente como alimento de su fortaleza? Por eso los libros de piedad se esfuerzan por auxiliar a los fieles en la acción de gracias después de la Comunión. y es Pío XII quien alaba "aquellos que, recibido el alimento eucarístico se quedan aún después de despedida la Asamblea de los fieles, en íntima familiaridad con el Divino Redentor no sólo para entretenerse suavemente con El, sino también para agradecer y alabar y especialmente pedir ayuda para alejar de sí todo lo que pueda disminuir la eficacia del Sacramento y para hacer de su parte todo lo que pueda favorecer la acción tan presente de Jesús". (Enc. "Mediator Dei", A. A. S., vol. 39, págs. 567-568). Recomendamos pues insistentemente a nuestros carísimos Sacerdotes que no permitan que sus auxiliares despidan a los fieles inmediatamente
después del Santo Sacrificio especialmente en las Misas vespertinas. Deben
dejar, a los que comulgan, permanecer tranquilos en el templo en su coloquio de
acción de gracias al Señor, presente en sus corazones.
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