JUAN PABLO II AUTOPROCLAMADO*
Comentario de la Carta
Apostólica "Rosarium Virginis Mariae"
Abbé Georges de Nantes
Juan Pablo II señaló el vigésimocuarto aniversario de su subida al soberano pontificado el miércoles pasado, 16 de octubre de 2002, por una Carta apostólica sobre el Rosario, dirigida a los obispos, sacerdotes y fieles: Rosarium Virginis Mariae. «Al Papa le gusta el Rosario», afirma a Yves Pitette, corresponsal de La Croix en Roma, donde está a la escucha permanente de todo lo que dice y hace el Papa. Para darnos una prueba de su amor por el Rosario, el Papa debe con todo remontarse a los primeros días de su reinado: «Hace veinticuatro años, el 29 de octubre de 1978, dos semanas después de la elección a la Sede de Pedro, como abriendo mi alma, me expresé así: “El Rosario es mi oración predilecta. ¡Plegaria maravillosa! Maravillosa en su sencillez y en su profundidad”.» Después, parece que ya no haya hablado. En todo caso, considera hoy «la urgencia de afrontar una cierta crisis de esta oración que, en el actual contexto histórico y teológico, corre el riesgo de ser infravalorada injustamente y, por tanto, poco propuesta a las nuevas generaciones». ¡Vaya puntería! ¿Quién tiene la culpa, si el Papa la recomendó tan poco desde hace veinticuatro años? Por ello, después de haber puesto «mi primer año de pontificado en el ritmo cotidiano del Rosario» escribe, llegado «al inicio de mi vigésimo quinto año de servicio como Sucesor de Pedro, quiero hacer lo mismo». Porque, después de haber sido «una oración apreciada por numerosos santos y fomentada por el Magisterio», el Rosario de la Virgen María «sigue siendo también en este tercer Milenio apenas iniciado, una oración de un gran significado, destinada a producir frutos de santidad». ¿Cómo es eso? «Mediante el Rosario, el creyente obtiene abundantes gracias, como recibiéndolas de las mismas manos de la Madre del Redentor.» ¡Cuán revelador es este «como» de una denegación obstinada de la Mediación universal de Nuestra Señora! ¿Por qué «también en este tercer milenio apenas iniciado»? Se esperaría más bien: sobre todo, en la noche que se va haciendo espesa. El Papa revela aquí que persiste en su utopía milenarista, a pesar de todos los crueles mentises de la actualidad diaria. Una segunda razón contribuye a volver a poner en valor el Rosario a los ojos del Papa: «La urgencia de implorar de Dios el don de la paz. El Rosario ha sido propuesto muchas veces por mis Predecesores y por mí mismo [y por la Virgen en Persona, en Fátima, en seis ocasiones… ¿el Papa no lo sabe?] como oración por la paz. Al inicio de un milenio que se ha abierto con las horrorosas escenas del atentado del 11 de septiembre de 2001 y que ve cada día en muchas partes del mundo nuevos episodios de sangre y violencia, promover el Rosario significa sumirse en la contemplación del misterio de Aquél que es nuestra paz, el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad (Ef. 2, 14). No se puede, pues, recitar el Rosario sin sentirse implicados en un compromiso concreto de servir a la paz, con una particular atención a la tierra de Jesús, aún ahora tan atormentada y tan querida por el corazón cristiano. «Otro ámbito crucial de nuestro tiempo, que requiere una urgente atención y oración, es el de la familia, célula de la sociedad, amenazada cada vez más por fuerzas disgregadoras, tanto de índole ideológica como práctica, que hacen temer por el futuro de esta fundamental e irrenunciable institución y, con ella, por el destino de toda la sociedad. En el marco de una pastoral familiar más amplia, fomentar el Rosario en las familias cristianas es una ayuda eficaz para contrastar los efectos desoladores de esta crisis actual.» (n° 6). Pero el Papa desea destacar que esta «directiva
pastoral» es de su sola iniciativa. ¡No vaya a creerse, sobre
todo, en una voluntad de obedecer a las solicitudes reiteradas de Nuestra Señora
de Fátima, de recitar el tercio todos los días, aunque haya descendido del
Cielo para eso! «Son conocidas las distintas circunstancias en las que la
Madre de Cristo, entre el siglo XIX y XX —escribe el Papa—, ha
hecho de algún modo notar su presencia y su voz para exhortar al Pueblo de
Dios a recurrir a esta forma de oración contemplativa.» Por eso el Papa
no habla de ellas. En Lourdes, viniendo ella misma a la tierra a decir: «“Yo soy la Inmaculada Concepción”, se diría que Nuestra Señora vino a confirmar la palabra de nuestro Santo Padre», decía Bernardita. Con todo, Juan Pablo II no hace la menor alusión a la Inmaculada Concepción, ni a Pío IX que la definió en 1854. En Fátima, en 1917, Nuestra Señora dijo el 13 de mayo: «Recitad el rosario todos los días con el fin de obtener la paz para el mundo y el final de la guerra». Repite el 13 de junio, el 13 de julio, el 19 de agosto, el 13 de octubre: «Quiero que recitéis el rosario todos los días»; y el 13 de septiembre: «Seguid recitando el rosario para obtener el final de la guerra.» Una nota explica por qué Juan Pablo II no se basa en la autoridad de la Madre de Dios: «las revelaciones privadas no son de la misma naturaleza que la revelación pública, normativa para toda la Iglesia». Las únicas referencias de Juan Pablo II son pues León XIII, el «Papa del Rosario» el «beato Juan XXIII», y «sobre todo» Pablo VI» y… uno mismo, «de acuerdo con las consideraciones hechas en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, en la que, después de la experiencia jubilar, he invitado al Pueblo de Dios a caminar desde Cristo, he sentido la necesidad de desarrollar una reflexión sobre el Rosario, en cierto modo como coronación mariana de dicha Carta apostólica, para exhortar a la contemplación del rostro de Cristo en compañía y a ejemplo de su Santísima Madre.» Se trata, en efecto, para obtener la paz, de «desarrollar una reflexión sobre el Rosario». ¿Es decir que la paz depende del Corazón Inmaculado de María? No, ya que «El Rosario no es la oración que se cree», según el título de La Croix que expresa muy exactamente el pensamiento contenido en la Carta apostólica. El Rosario no es lo que sor Lucía cree, en su Carmelo, ni lo que Francisco y Jacinta creían. Se trata pues de «desarrollar una reflexión sobre el Rosario» en la escuela de León XIII, de Pablo VI, y del concilio Vaticano II. [«Se puede decir que el Rosario es, en cierto modo, un comentario-oración sobre el capítulo final de la Constitución Lumen gentium», ¡lo que es realmente invertir los papeles!] y, sobre todo, de Juan Pablo II, «resaltando el carácter cristológico del Rosario», —entiéndase: sobre el mariológico. Resumidamente: «Juan Pablo II quiere cambiar la imagen envejecida de este oración», subtitula La Croix. No podría expresarse mejor. Yves Pitette advierte en efecto con satisfacción que «la Carta apostólica no olvida nada de las objeciones, de los riesgos de “práctica árida y aburrida”, de un “método basado en la repetición” ni incluso del peligro de percepción del tercio “como un amuleto o un objeto mágico, haciendo una idea radical sobre su sentido y sobre su función”.» ¿El remedio? Helo aquí: «Recitar el Rosario, en efecto, es en realidad contemplar con María el rostro de Cristo». Por sí sola, esta absurda afirmación revela toda la intención de Juan Pablo II, que es desviarnos de María, para «centrarnos de vuelta» sobre Cristo: no rogar a María, sino rogar con María. Es la clave de este increíble documento, impreso de una verdadera detestación de la Santísima Virgen: «Una cosa está clara: si la repetición del Ave Maria se dirige directamente a María, el acto de amor, con Ella y por Ella, se dirige a Jesús.» (n° 26) «Para dar mayor realce a esta invitación, con ocasión del próximo ciento veinte aniversario de la mencionada Encíclica de León XIII, deseo que a lo largo del año se proponga y valore de manera particular esta oración en las diversas comunidades cristianas. Proclamo, por tanto, el año que va de este octubre a octubre de 2003 Año del Rosario.» Juan Pablo II espera frutos «para la contemplación personal, la formación del Pueblo de Dios y la nueva evangelización». ¿Y la salvación de las almas? ¿Por qué de octubre a octubre? La respuesta parecería obvia: porque el mes de octubre es el mes del Rosario. ¡Nada de eso!… Juan Pablo II ni siquiera nombra la fiesta de Nuestra Señora del Rosario, del 7 de octubre, sino solamente el aniversario de su elección (16 de octubre de 1978), así como el «recordando con gozo también otro aniversario: los 40 años del comienzo del Concilio Ecuménico Vaticano II (11 de octubre de 1962), el “gran don de gracia” dispensada por el espíritu de Dios a la Iglesia de nuestro tiempo». En Fátima, Nuestra Señora anunció, el 13 de julio de 1917, que para impedir la guerra, el hambre y las persecuciones contra la Iglesia y el Papa, Ella vendría a pedir la consagración de Rusia a su Corazón Inmaculado y la Comunión reparadora de los primeros sábados. Después, el 13 de octubre, se nombró: «Soy Nuestra Señora del Rosario». Y se mostró a los tres videntes «junto al sol», con san José y el Niño Jesús. Tuvo palabra. El 10 de diciembre de 1925, apareció a Lucía, en su celda de Pontevedra, en compañía del Niño Jesús, y le dijo: «A todos los que, durante cinco meses, el primer sábado, se confesaren, recibieren la santa Comunión, recitaren un tercio, y me hicieren compañía durante quince minutos meditando sobre los quince misterios del Rosario, en espíritu de reparación, yo les prometo asistirlos a la hora de la muerte con todas las gracias necesarias para el salvación de su alma.» Juan Pablo II no hace caso de esto, o más bien aumenta las apuestas. Escribe: «Con toda su obra y, en particular, a través de los «Quince Sábados», Bartolomé Longo desarrolló el meollo cristológico y contemplativo del Rosario, que ha contado con un particular aliento y apoyo en León XIII, el “Papa del Rosario”.» ¡Nuestra Señora de Fátima excluida! Hace más. No se contenta con «quince misterios»: «De los muchos misterios de la vida de Cristo, el Rosario, tal como se ha consolidado en la práctica más común corroborada por la autoridad eclesial [y por la Virgen en Persona], sólo considera algunos. Dicha selección proviene del contexto original de esta oración, que se organizó teniendo en cuenta el número 150, que es el mismo de los Salmos.» «Para resaltar el carácter cristológico del Rosario, considero oportuna una incorporación que, si bien se deja a la libre consideración de los individuos y de la comunidad, les permita contemplar también los misterios de la vida pública de Cristo desde el Bautismo a la Pasión. En efecto, en estos misterios contemplamos aspectos importantes de la persona de Cristo como revelador definitivo de Dios. Él es quien, declarado Hijo predilecto del Padre en el Bautismo en el Jordán, anuncia la llegada del Reino, dando testimonio de él con sus obras y proclamando sus exigencias. Durante la vida pública es cuando el misterio de Cristo se manifiesta de manera especial como misterio de luz: «Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo» (Jn 9, 5). Después de los misterios gozosos, he aquí pues cinco «misterios luminosos», consagrados a la vida pública de Cristo:
¿Por qué esta adición? No solamente para «convertirnos» de un culto «exagerado» a la Virgen a un culto «iluminado» a Cristo, iluminado a la luz de los «misterios luminosos»… sino también «para que pueda decirse que el Rosario es más plenamente ‘compendio del Evangelio’.» En realidad, ya es, en su «contexto original», un compendio no solamente del Evangelio, sino de toda la Biblia. Como lo explicó el Padre de Nantes en su comentario exegético y místico de los Salmos, el Rosario, con sus 150 Avemarías, es «el salterio del pobre». En cuanto al bautismo de Cristo en Jordán, no es más que la figura de su Pasión y su muerte. Por eso, al omitirlo, el Rosario no hace más que imitar a San a Juan… ¡que tampoco lo incluye en su Evangelio! ¡Por otra parte, San Juan omite también la Transfiguración, así como a la institución de la Eucaristía! No es el lugar de explicar por qué, sino solamente de observar que «el contexto original» del Rosario imita bastante bien la trama del cuarto Evangelio… De hecho, lo importante en el pensamiento de Juan Pablo II es el segundo «misterio luminoso» de Cristo: «su autorrevelación en las bodas de Cana». En Persona y Acto, Karol Wojtyla ya colocaba que la autodeterminación, o libertad en el acto, «revela la estructura de autoposesión y autodeterminación como esencial a la persona» (éd. Le Centurion, p. 128 ; cf. CRC no 195, diciembre 1983, editorial). Aquí, la palabra autorrevelación significa que Cristo revela allí Él mismo su gloria, por su milagro, como dice San Juan: «Manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él.» (Jn 2, 11) Mientras que en el bautismo del Jordán, como en la Transfiguración, es la voz del Padre que revela: «Éste es mi querido Hijo, en quien tengo puesta toda mi complacencia. Escuchadle a Él.» En Caná es una «autorrevelación», según Juan Pablo II. Hoy en día, sería necesario más bien traducir por «autoproclamación». ¿Por qué le da tanta importancia? Porque se trata, para Juan Pablo II, de «profundizar en la implicación antropológica» y no solamente «cristológica» del Rosario. Más precisamente: «Quien contempla a Cristo recorriendo las etapas de su vida —escribe —, descubre también en Él la verdad sobre el hombre. Ésta es la gran afirmación del Concilio Vaticano II, que tantas veces he hecho objeto de mi magisterio.» Se lee en una nota la inevitable referencia a Gaudium et spes, capítulo 22, de donde el papa cita una frase: «En realidad, el misterio del hombre sólo se enciende realmente en el misterio del Verbo encarnado.» Luego conecta: «Contemplando su nacimiento [el hombre] aprende el carácter sagrado de la vida, mirando la casa de Nazaret se percata de la verdad originaria de la familia según el designio de Dios.» Y de hecho, éste fue el estribillo de Juan Pablo II desde el principio de su pontificado; por ejemplo a la vuelta de un desplazamiento en Turín en 1980, se apresuraba a comunicar urbi et orbi, en el Regina Caeli del 20 de abril: «el fruto de esta peregrinación pascual y esta visita»: «Es una nueva experiencia de la fe en Cristo que vuelve a dar constantemente al hombre la alegría de ser hombre. Sí, Cristo da al hombre esta alegría. Y ése es el mayor don. Es el fundamento de todo lo que los hombres desean y pueden realizar a través de cualquiera de sus programas o ideologías.» Hoy, veinte años después, Juan Pablo II persiste y firma: «Se puede decir que cada misterio del Rosario, bien meditado, ilumina el misterio del hombre.» Henos aquí retornados del Cielo… ¡a la tierra! «El primer ciclo, el de los “misterios gozosos”, se caracteriza efectivamente por el gozo que produce el acontecimiento de la encarnación.» La alegría del hombre de ser hombre. «Esto es evidente desde la anunciación, cuando el saludo de Gabriel a la Virgen de Nazaret se une a la invitación a la alegría mesiánica: “Alégrate, María”. A este anuncio apunta toda la historia de la salvación, es más, en cierto modo, la historia misma del mundo.» Es la historia de la humanidad toda entera que constituye una “historia santa”, y no solamente la historia del pueblo judío. «En efecto, si el designio del Padre es de recapitular en Cristo todas las cosas (cf. Ef 1, 10), el don divino con el que el Padre se acerca a María para hacerla Madre de su Hijo alcanza a todo el universo. A su vez, toda la humanidad está como implicada en el fiat con el que Ella responde prontamente a la voluntad de Dios.» (n° 20) Por último, es toda la humanidad que está «llena de gracias». De golpe, el Visitación no es más un «misterio», es una «escena», que baña en la alegría, así como «la escena de Belén»: «El regocijo se percibe en la escena del encuentro con Isabel, dónde la voz misma de María y la presencia de Cristo en su seno hacen “saltar de alegría” a Juan (cf. Lc 1, 44). Repleta de gozo es la escena de Belén, donde el nacimiento del divino Niño, el Salvador del mundo, es cantado por los ángeles y anunciado a los pastores como “una gran alegría” (Lc 2, 10).» (n° 20) La alegría, para el Niño divino, el Salvador del mundo, de ser hombre. Incluso los misterios gloriosos, en vez de hacernos gustar las cosas de Arriba, nos traen de vuelta abajo: «¿Cómo se podría, en fin, contemplar la gloria de Cristo resucitado y a María coronada como Reina, sin sentir el deseo de hacer este mundo más hermoso, más justo, más cercano al proyecto de Dios? En definitiva, mientras nos hace contemplar a Cristo, el Rosario nos hace también constructores de la paz en el mundo.» (n° 40) ¡Es precisamente lo que Dios no quiere! «En cuanto a la gracia de la paz —escribía sor Lucía el 12 de junio de 1967— cuando todo parezca perdido, entonces se verá el milagro. Antes, se lo atribuiría a la intervención de los hombres. Tal es mi confianza pero esta confianza exige oración y penitencia. Sobre todo la penitencia que nos impulsa a abandonar nuestra vida de pecado, es la que se comprende menos y es la más necesaria para obtener la gracia. Dios quiera hacer comprender esto a las almas.» ¿Pero cómo podría, si el Papa pone un obstáculo? En otra carta del mismo mes de junio de 1967, sor Lucía escribe: «No podemos tomar descansos, en tanto no consigamos arrancar esta gracia [de la paz] del Corazón de Dios por la mediación del Corazón Inmaculado de María.» ¡SATANÁS, EL LADRÓN DE LA INMACULADA! Juan Pablo II entra pues en competencia con la Madre de Dios. De Ella, lo sabemos, depende la paz del mundo, mediante la comunión reparadora de los primeros sábados y la consagración de Rusia: «Si este acto por el cual se nos concederá la paz, no se produce —avisa sor Lucía desde 1940—, la guerra cesará sólo cuando la sangre derramada por los mártires sea suficiente para apaciguar a la divina justicia.» Nadie puede negar que desde 1940 la guerra no cesó. Ahora bien, Juan Pablo II se substituye a la Virgen negándose a consagrar Rusia a su Corazón Inmaculado, y predicando el desarme: «Comprometámonos solemnemente, aquí y ahora» —lanzaba en Hiroshima el 25 de febrero de 1981— a nunca más permitir (y menos buscar) que la guerra sea un medio de solucionar los conflictos. Prometamos a nuestros hermanos en humanidad trabajar sin cansarnos en el desarme y en la condena de todas las armas atómicas. Sustituyamos la dominación y el odio por la confianza mutua y la solidaridad.» En 1940, sor Lucía escribía al obispo de Leiria. «¡Ah! ¡si el mundo supiera el momento de gracia que le es concedido e hiciera penitencia!» En vano se busca esta llamada a la penitencia en la Carta apostólica de Juan Pablo II. Por una buena razón: la «penitencia» que pide la Santísima Virgen es la abjuración de la «autoproclamación» que Wojtyla impone a la Iglesia desde hace veinticinco años, y que la Virgen del Rosario aplasta hoy bajo la señal de «Caná». En efecto, en las bodas de Cana la Madre de Jesús habla como Dios Padre: «Haced todo lo que Él os diga». Es también lo que dice la voz del Padre que rasga la nube en el Bautismo del Jordán o sobre la montaña de la Transfiguración: «Éste es mi querido Hijo en quien tengo puesta toda mi complacencia. ¡Escuchadle a Él!» La Virgen dicho a los criados, de la misma manera, con autoridad soberana: «¡Haced todo lo que Él os diga» sabiendo que «Éste es su querido Hijo» que no le negará nada porque tiene todo su favor. Por Sí mismo, en su… «autonomía», a María que le decía: «No tienen más vino», Jesús comenzó por responder que la «Hora» de su revelación —de mostrar su gloria— «aún no había venido». Pero sobre la palabra de su Madre a los criados: «Haced todo lo que Él os diga», consiente en anticiparla. ¡Es pues todo lo contrario de una «autorrevelación»! Es ella la que manda a este Hijo que es uno con Ella, como es uno con su Padre. Y es Ella la que nos manda nosotros, como el Padre en el día del Bautismo o la Transfiguración. «Haced todo lo que Él os diga» Pasa pues primera, y Jesús la obedece, y sólo por su intervención obedecemos a Jesús… Ella es Reina… y es por eso que es la Criatura más odiada por las potencias infernales y también la más amada por el Corazón de Dios. Jesús está donde está María. Y allí donde está María, allí está la Iglesia. Ella es la Madre del género humano redimido. En el Corazón Inmaculado de María está nuestro refugio. Desde que Ella dijo a Lucía: «Mi Corazón Inmaculado será tu refugio», tenemos en efecto «un poderosísimo consuelo, los que consideramos nuestro refugio y ponemos la mira en alcanzar los bienes que nos propone la esperanza» (Hb 6, 19), como un náufrago toma una pértiga que se le tiende: «La cual sirve a nuestra alma como de una áncora segura y firme, y penetra el velo adentro: Donde entró Jesús por nosotros, nuestro precursor, pontífice por toda la eternidad según el orden de Melquisedec.» Fuera de allí no hay salvación. Es ella quien nos lleva, a nosotros sus hijos, a la fuente de la gracia y de la gloria en el seno del Padre en la única Sabiduría filial y el Amor espiritual, es decir… ¡al Cielo, meta de todos nuestros trabajos! |
* The Catholic Counter-Reformation in the 21st century - October 2002