«Los católicos saben ahora que se puede
recibir el bautismo del Espíritu
Santo sin la imposición de las manos por parte de los obispos ni de los
sacerdotes, porque pueden ir directamente a Jesús [como los protestantes].
He descubierto con gran sorpresa por mi parte que los católicos se alegran
de no depender ya en todo de los sacerdotes»(1)
La Congregación para la Doctrina de la Fe
promulgó una Instrucción relativa a las plegarias para obtener la curación de
parte de Dios (v. L'Osservatore Romano, 24 de noviembre del 2000). Además de
ratificar la autoridad del obispo diocesano, la Instrucción exige que. Al
efectuar tales “plegarias”, «no se llegue, sobre todo por parte de quienes
las dirigen, a formas semejantes al histerismo, a la artificiosidad, a la
teatralidad o al sensacionalismo» (art.5 §3).
La Instrucción se refiere claramente al movimiento carismático, cuyas formas
de fanatismo y de sensacionalismo son las únicas que parecen temer las
autoridades romanas. De ahí que la prensa haya visto en el documente una
legitimación del «auge súbito del carismatismo, tanto más cuanto que, al ser
un fenómeno que comprende a cristianos de todas las confesiones, coincide con
el camino de reunificación de las iglesias, al cual se han adherido, desde el
Concilio Vaticano II en adelante, todos los Papas, especialmente el actual»
(Libero, 6 de Enero del 2001).
Si es así, hay que decir una vez más que el ecumenismo es la palanca de la
“autodemolición” de la Iglesia. En efecto, en el movimiento carismático
(llamado también movimiento pentecostista o “renovación del Espíritu”)
hay algo mucho más grave que las manifestaciones de fanatismo y de
sensacionalismo. Por eso nos ha parecido bien brindar una reducción y traducción
nuestras de algunos artículos aparecidos en Sous la Bannière, nn. 89-90, de
mayo-junio y julio-agosto del 2000, animados por la esperanza de redespertar algún
sentido de la responsabilidad en los Pastores y, en cualquier caso, por la de
poner en guardia a algunas ovejas del pobre rebaño de Cristo, indefenso y engañado.
Lo preternatural diabólico
Parece necesario y urgente de todo punto tratar nuevamente de la renovación
carismática, porque se dice que en ella suceden “cosas extrañas”, lo cual
nada tiene de sorprendente, toda vez que dicha “renovación” se injerta en
una corriente oculta que nos lleva en línea recta a lo preternatural diabólico.
El pentecostismo carismático parte de un fenómeno al que, según parece, se
quiere hacer pasar por obra del Espíritu Santo, mientras que es obra de Satanás,
travestido de ángel de luz: dicho fenómeno consiste en una iluminación iniciática,
cuyo punto de llegada estriba en una forma de unión con el demonio.
La iluminación iniciática
La iluminación iniciática constituye el umbral de todo lo que se erige en
sede de influjos diabólicos: sociedades secretas, congregaciones iniciáticas,
etc. En el movimiento carismático, la iluminación iniciática “precipita”
al alma en 8un universo que no es ya, pese a las apariencias, el de la fe católica,
sino otro universo: el universo del “otro”, del enemigo de Dios y de las
almas. Para llegar a la iluminación iniciática se requiere una elección, una
decisión. En el movimiento carismático, dicha elección consiste en la de
recibir el famoso “bautismo del Espíritu”. Nótese que la iluminación
iniciática no es algo que se aprende, sino una “impresión” que se recibe y
que no se puede explicar. René Guénon, gran especialista en el arte
luciferino, expresa así la esencia de la iluminación iniciática: «No se
aprende nada misterioso, sino que se experimenta» (Aperçus sur l'initiation).
La iluminación iniciática exige un iniciado
Para experimentar ese “algo misterioso” se necesita a alguien que haya
recibido ya la iluminación iniciática. En el libro Les authentiques fils de la
lumière (Los auténticos hijos de la luz), ed. de la Colombe, 1961), el
autor, un masón anónimo, escribe al hablar de su iniciación en el grado de
“Rosa-Cruz”: «El Venerable es un canal del influjo espiritual, que es el
agente» (p. 87). Un “canal”: el “Venerable”, es decir, el soporte de un
poder que no entiende y que al mismo tiempo debe transmitir. Este es el papel
del iniciador.
Ahora bien, es evidente que en el movimiento carismático nada, absolutamente
nada, puede verificarse sin un miembro “iniciador”, que haya recibido ya el
“bautismo del Espíritu” (o sea, la “iniciación carismática”) y que,
por lo mismo, se haya vuelto capaz de transmitir el “influjo espiritual”
productor de la impresión iniciática. Esto constituye un elemento capital en
el movimiento carismático, elemento que también permite distinguir el
sacramento de la confirmación conferido en el seno de la Iglesia católica del
susodicho “sacramento carismático”.
Sólo el obispo obra en el sacramento de la confirmación (o un sacerdote
delegado por él), y no puede transmitir su poder a sus sacerdotes y aún menos
a los laicos. En el movimiento carismático, en cambio, el iniciado transmite
con la iniciación su propio poder de “iniciar”. Además -¡cosa extraña!-,
un cardenal puede recibir la iniciación carismática de manos de un niño
dotado de “poderes espirituales” de que carece el príncipe de la Iglesia;
basta con que este niño haya recibido el “sacramento” iniciático del
“bautismo del Espíritu”. Lo cual, habida cuenta de la naturaleza jerárquica
de la Iglesia, ¡es sencillamente aberrante!
De ahí que los grupos carismáticos puedan multiplicarse hasta el infinito:
basta con que tengan un “iniciado”, sea cura, religioso o laico, hombre o
mujer, viejo, adulto o niño; eso no importa.
La iluminación iniciática exige un rito
Otro punto capital es el de la necesidad de un rito para realizar la
iluminación iniciática. Este “rito” sirve para comunicar la corriente de
“satánica”, para injertar a las almas en aquel que se hace llamar el
“Gran Espíritu”.
Oigamos ahora al anónimo autor masónico citado más arriba: «Pero, para
conservar su eficacia, los ritos deben observarse escrupulosamente» (op. cit.,
p. 87). Y René Guénon dice (Aperçus... cit.) que, con objeto de que el rito
pueda comunicar el influjo “espiritual”, es necesario que un ejercicio «o
de silencio, o de recitación, o de movimiento [piénsese en la imposición de
las manos en el bautismo carismático] suscite vibraciones rítmicas» (y aquí
se desvela el carácter encantatorio del rito); dichas vibraciones les permiten,
a los que se entregan al rito iniciático, «percibir directamente -nos dice Guénon-
los estados superiores de su ser» (se trata, que quede bien claro, de estados
ligados, en realidad, al influjo preternatural diabólico). De tal modo, el rito
encantatorio «sirve para provocar artificialmente una especie de ‘éxtasis’»,
esto es: “hace salir” al iniciado de su universo para introducirlo en otro,
dominado por el espíritu infernal.
Guénon habla aquí de la gran iniciación masónica que exige, por ser tal, “éxtasis”
repetidos; pero hay que reconocer que el movimiento carismático es la
historia de un influjo “espiritual” (ajeno a la fe católica) transmitido
por un “iniciado” mediante un rito que sirve de vehículo: el “bautismo
del Espíritu” con imposición de las manos; ¡rito que los católicos fueron
a buscar entre los pentecostistas protestantes!; el movimiento carismático no
es nada, nada en absoluto, sin tal rito, es decir, sin la transmisión de un
influjo “espiritual” destinado a producir una impresión o iluminación
iniciática. El padre Philibert de Saint Didier, capuchino y maestro en teología,
subraya justamente que este rito «se requiere para todo nuevo recluta»
(Plaidoyer pour le Pentecotisme de M. l'abbé Laurentin).
La iluminación iniciática goza de una eficacia automática
La particular eficacia de la iluminación iniciática es muy importante,
porque constituye el signo seguro de la toma de contacto con el influjo
preternatural. René Guénon se muestra tajante al respecto: el rito iniciático
es «siempre eficaz cuando se cumple según las reglas; poco importa que su
efecto sea inmediato o más lento». La eficacia automática es un elemento
importante de las “místicas” diabólicas: la seguridad absoluta de
obtener el efecto buscado constituye un elemento precioso en la seducción del
falso ángel de luz.
Ahora bien, la eficacia automática, índice revelador de la transmisión del
influjo preternatural, es una nota esencial del movimiento carismático, así
como de todo movimiento iniciático. Escuchemos al anónimo autor del citado Les
authentiques fils de la lumière, quien nos habla de su iniciación masónica:
«... sentí al punto una impresión ardiente, como un relámpago... ‘algo’
subía desde lo más profundo de mi ser. Descubría un mundo nuevo, donde, de
improviso, el tiempo natural se había cambiado en tiempo sacro. Sensación que
no puede analizarse, pero tampoco borrarse. Así, cuánta alegría experimenté
al participar, esta vez en varios ágapes en que el pan y el vino creaban un
lazo místico entre los comensales del banquete sagrado» (pp. 98-99).
Así, pues:
-
-impresión imborrable;
-
-descubrimiento de un mundo nuevo, es decir, emergencia de un espíritu nuevo
que lo ve todo de una manera absolutamente distinta;
-
-creación de un lazo “místico” con los demás participantes porque el
iniciado, en virtud de su iniciación, se halla incorporado a una especie de
“cuerpo místico”.
Pasemos ahora de la iniciación masónica a la carismática.
Para darse cuenta de hasta qué punto la eficacia constituye una característica
esencial del movimiento carismático, basta considerar los efectos producidos
por el rito del “bautismo del Espíritu” mediante la imposición de las
manos.
Cuando refieren tales efectos, los Ranaghan, que figuraron entre los primeros
“pentecostistas católicos” y asimismo entre los primeros en escribir sobre
el movimiento carismático (v. Le retour [sic] de l’Esprit, ed. du Cerf,
Paris), no se cansan de hablar de ellos. He aquí cómo se expresa uno de los
dos: «Con este bautismo fue como si me hubieran sumergido en un gran océano,
solo que el agua era Dios, era el Espíritu Santo» (p 24). Sigue la ilustración
de los efectos experimentados por el grupo de “fundadores” del
“pentecostismo católico”: «Cuando estas personas de Pittsburg [profesores
universitarios de los Estados Unidos, en Pensylvania] describen su experiencia
del ‘bautismo en el Espíritu Santo’, hablan de una nueva conciencia del
amor de Dios, cual se ofrece particularmente a través de Cristo resucitado
[sic]. Jesús se les torna familiar de un modo nuevo, y ellos se encontraban a
sus anchas cuando se le acercaban como a Señor y hermano, tanta era la
conciencia de su familiaridad con El. Sus plegarias se trocaron espontáneamente
en alabanzas a Dios, y el deseo de orar creció en su interior. De repente, la
Biblia presentó para ellos un atractivo nuevo. Habían estudiado la Escritura
hacía ya tiempo, pero comenzaron a leer el Viejo Testamento y el Nuevo por pura
alegría y a alegrarse de las maravillas obradas por el Padre en la historia de
la salvación. Se hallaban en paz de un modo sorprendente. Serios problemas de
personalidad, tensiones entre particulares, laborales o relativas a los
estudios, se resolvieron fácilmente en el ámbito del amor a Cristo. Una fe
nueva los llenaba. [...] Junto con esta maravillosa transformación interior,
recibieron varios dones del Espíritu Santo, o incluso todos. Se trata de los
carismas que abundaban sobremanera en la Iglesia primitiva [pero de un origen
diametralmente opuesto, como veremos]. [...] Recibieron otro don que parece muy
extraño. Aunque San Pablo nos recuerda que no constituye, sin duda, el más importante
de los dones del Espíritu Santo, con todo y eso, es el que más llama la atención
cuando se trata del movimiento pentecostista: es el “don de lenguas” [o
glosolalia]. Se le puede definir como una alabanza a Dios en un lenguaje nuevo,
un lenguaje que no lo entiende quien lo profiere, aunque lo hable.[...] Por lo
común, esta plegaria no es inteligible, pero, con todo, tiene un estilo, un
vocabulario, una serie de inflexiones que denotan un verdadero lenguaje humano.
Considerado el menos importante de los dones, es a menudo el primero en ser
recibido, pero no siempre. Constituye para muchos un umbral a través del cual
se entra en el reino de los dones y de los frutos del Espíritu Santo» (pp.
25-27).
Estos efectos producidos por el “sacramento” del Crisma han seguido manifestándose
al ritmo de las sucesivas iniciaciones, muchas veces de manera clamorosa. He aquí
un testimonio:
«Estaba de pie ante el altar, y un momento después me hallaba derribado por
tierra, llorando y sumido en un rapto que quizás no vuelva a experimentar jamás.
Después de algún tiempo (no sé cuánto), volví a encontrarme en pie, y bajé
con la conciencia de que el Espíritu de Dios había obrado en mí [..].
Reflexioné y comprendí que debía volver a la capilla para rezar. Tenia miedo
de entrar, pero lo hice. Me encontré tumbado de espaldas, con los brazos en
cruz. Rogaba, pero con una sensación extrañísima: no pensaba en las palabras
antes de pronunciarlas; al escuchar lo que decía lo oía por vez primera. Era
como si oyese hablar a otra persona. Entretanto, alguien había entrado en la
capilla, pero casi no me di cuenta. Al cabo de un rato, me senté y vi que era
una amiga mía. Me sentí tan feliz al verla rezar, que no pude contenerme; la
miré y le dije: ‘Le deseo bien’; ella me respondió: ‘Yo también’, y
me preguntó si podía leerme algo. Abrió la Biblia y comenzó a leer. No sé cómo
fue, pero, tras las primeras palabras, sentí la cercanía de Cristo aún más
intensamente que antes. Al ir a hablar con los que habían entrado me di cuenta
de que emitía sólo sonidos ininteligibles, como un mudo que intentara
expresarse» (pp. 34-35).
Y he aquí otro testimonio, con “olor a azufre” y un pasaje típico que
pondremos de relieve más adelante: «Aquella noche, nueve de nosotros nos
reunimos con el profesor Duquesne para rezar y le pedimos nos impusiera las
manos y rogara para que recibiéramos el bautismo en el Espíritu. Comenzó
ordenando a Satán, en nombre de Jesús, que saliera de nosotros [Nótese aquí
una inversión propiamente diabólica]; que hiciera cesar las tentaciones, las
dudas y los obstáculos que suscitaba en nosotros; que nos dejara en libertad de
responder plenamente a Dios [¿?] Luego nos impuso las manos y rogó para que
nos llenásemos del Espíritu Santo [...]. Cuando se llegó a mí, no me
esperaba realmente ninguna manifestación exterior [...] Se paró un momento
frente a mí y, en nombre de Cristo, expulsó a Satanás [¿?]. Apenas había
terminado de hablar, tuve conciencia de que un demonio [¿?] me dejaba. Sentí
que temblaba y reconocí clara y distintamente un olor a azufre quemado. [...]
Después, me impusieron las manos y aunque no recibí el don de lenguas aquella
primera noche, comenzaron a suceder tantas cosas que estuve cierto de la fuerza
del Espíritu Santo [¿?] Me sentí de improviso atraído con fuerza hacia la
Biblia. La Escritura me parecía transparente; la plegaria, una auténtica alegría.
Era tan fuerte el sentimiento de la presencia y del amor de Dios, que me
acuerdo de haber permanecido sentado en la capilla durante media hora, riendo de
alegría mientras pensaba en el amor de Dios» (pp. 62,63).
Prestemos atención a este pasaje: “Se paró un momento frente a mi y, en
nombre de Cristo, expulsó a Satanás. Apenas había terminado de hablar, tuve
conciencia de que un demonio me dejaba, etc.”. Citemos a modo de parangón
algunas líneas de un texto del Padre Catry: un religioso ha expulsado con agua
bendita al demonio de un energúmeno mientras éste practicaba la escritura
automática:
«El poseso: -¿Qué ha pasado?
El religioso: -Señor N.: estaba usted escribiendo y yo le he rociado con agua
bendita. El poseso: -¿De veras?... Había en mi una fuerza que pugnaba por
escribir, pero otra fuerza me lo impedía desde fuera. He luchado y perdido.
El religioso: -¡Ha sido vencido por el poder de Dios en el agua bendita! ¿Nunca
antes había experimentado nada semejante?
El poseso: -No; o mejor dicho, sí, pero en sentido contrario. Fue el día de la
iniciación. La fuerza que resistía estaba dentro de mi, y yo la expulsé.
El religioso: -Era el Espíritu Santo de su bautismo. Expulsó a Nuestro Señor
Jesucristo para dar cabida al demonio».
Recordemos estas palabras del endemoniado: “Fue el día de la iniciación”.
El paralelismo entre ambos textos muestra la inversión diabólica [Dios es
expulsado por Satanás, y Satanás por Dios] y que el olor a azufre advertido
por la víctima ¡venía en realidad del prof. Duquesne, quien desempeñaba su
papel de iniciador carismático!
Todos los promotores del movimiento carismático sedicentemente católico
alardean, con complacencia, de los efectos del “bautismo del Espíritu”,
como el abate Caffarel en ¿Se debe hablar de un pentecostismo católico?; Un
incremento de vida divina y el descubrimiento del Huésped interior; una
plegaria viva y jubilosa; el amor a la Sagrada Escritura; el apego a la Iglesia;
el impulso misionero; una experiencia de liberación (en el plano físico,
moral, psicológico), y, por último, los carismas: profecía, discernimiento de
espíritus, poder de curar, hablar en lenguas, don de interpretar... En pocas
palabras: ¡todo lo que se precisa para renovar la faz de la tierra! Y
precisamente porque provoca estos efectos maravillosos de ardor religioso, la
renovación carismática presenta un atractivo fuera de lo común, toda vez que
la atracción de lo extraordinario es la más fuerte de todas. En efecto, ¿qué
sacerdote, qué católico militante, no desea que su apostolado sea eficaz? ¿qué
discípulo de Cristo no desea ardor al rogar, al leer la Sagrada Escritura, al
practicar la caridad? ¿qué cristiano de a pie no desea “sentir” el amor de
Dios, su inefable presencia, su acción benéfica? ¿Qué católico no se cansa
de vivir en la “desnudez” de la fe, en la “negrura” de la esperanza
(sperare contra spem), en un mundo cada vez más desierto, en el cual los
miedos, los compromisos, las traiciones asfixian cada vez más a la Verdad,
natural o sobrenatural, y donde la caridad es muchas veces nada más que
filantropía sin fuego divino y, por ende, sin llama?
Así, pues, hay que considerar ante todo que la eficacia automática del
pentecostismo, de todo movimiento carismático, constituye el signo manifiesto
de un influjo extremadamente poderoso capaz de transformar a un ser humano en el
plano físico, psíquico, moral, religioso, sin que éste haga el menor
esfuerzo, salvo el de dejarse imponer las manos y escuchar la fórmula
requerida. «El rito siempre es eficaz», nos dice Guénon.
La cuestión capital: ¿de qué naturaleza es ese influjo iniciático?
Llegados a este punto, se plantea el interrogante más importante: ¿cual es
la verdadera naturaleza de este influjo iniciático?
Dejemos hablar otra vez al masón anónimo de Los auténticos hijos de la luz,
quien cita un texto que considera en extremo esclarecedor:
«Hay algunos que pueden, en determinados momentos, separarse de sí propios,
descender bajo el umbral, cada vez más abajo, a las oscuras profundidades de la
fuerza que sostiene su cuerpo, donde esta fuerza pierde su nombre y su
individualidad. En dicho punto, se tiene la sensación de que esta fuerza se
dilata, comprende al yo y al no-yo, invade la naturaleza toda, materializa el
tiempo, transporta miríadas de seres como si estuvieran ebrios o alucinados,
presentándose bajo mil formas: fuerza irresistible, salvaje, inagotable, que no
descansa, carente de límites, abrasada por una insuficiencia y una privación
eternas» (p. 88).
Es un lenguaje que termina por coincidir con el propio de los escritores eclesiásticos
cuando hablan del demonio. La fuerza salvaje, que no descansa, abrasada por
una insuficiencia y una privación eternas, la fuerza capaz de transportar miríadas
de seres como si estuvieran ebrios o alucinados, es el Espíritu de Lucifer,
marcado por una incandescencia que ilumina y “quena”, y que puede
transformar en un instante a un ser humano para hacer de él una víctima
segura.
Ahora bien, basta leer los testimonios de las víctimas de la renovación carismática
para comprender que el “Espíritu” que presta su fuerza preternatural al
influjo iniciático produce efectos absolutamente extraordinarios por su número,
género, rapidez, intensidad.
El actor masónico llega hasta a hablar de una “presencia invisible” en el
momento de la iluminación iniciática: «Es uno de los misterios de la iniciación:
el ambiente (...) y quizás una presencia invisible causan una emoción inefable»
(p. 99). En efecto, la “presencia” de Satanás es la que explica la
subitaneidad y la intensidad de la emoción experimentada, y la que hace de la
iluminación iniciática una experiencia mística diabólica. No se trata de
“autosugestión”: la eficacia prodigiosa de la iniciación está ahí para
demostrarlo; se trata de la verdadera recepción de una influencia externa: aquí
radica la gravedad de la iniciación.
Escuchemos ahora al Padre Catry, en el artículo ya citado: «¿Cuál es la
naturaleza del ‘influjo espiritual’, tan indispensable para el iniciado como
la electricidad para el motor? René Guénon habla de un ‘elemento no
humano’, ‘de orden trascendente’, ‘sobrenatural’, que pone en
comunicación con los ‘estados superiores del ser’. Este no puede ser el
verdadero sobrenatural, el sobrenatural divino: Dios da testimonio de Sí
propio, no del ‘gran todo’. ¿Será un influjo de orden preternatural, diabólico?
Es posible. Tanto más cuanto que Guénon asimila los ángeles a los ‘estados
superiores del ser’... Pero, dado que el demonio sobresale en el arte de
disfrazarse de ángel de luz, importa distinguir los influjos. ¿Qué ángeles
intervienen en la iniciación? Los buenos concurren sólo a preparar la
iluminación de la fe y observan siempre la mayor discreción. Pero los ángeles
malos pueden alimentar cualquier ilusión y hacerla seductora, acompañándola
hasta con prodigios en los que se entregan a su acción».
Es de bulto que la iluminación iniciática no puede tener un origen divino en
el movimiento carismático, porque su fuente no es la de la fe católica. El
Padre Eugenio de Villembanne escribe al respecto: «El pentecostismo sedicente
‘católico’, que se ramifica en ‘renovación carismática’ y ‘renovación
del Espíritu’ y que intenta, a posteriori, dotarse de una justificación
doctrinal, empezó por rechazar a la Iglesia Católica jerárquica, por
rebelarse contra ella u olvidarla voluntariamente; los fundadores de este
pentecostismo ‘católico’ y los padres de las distintas ‘renovaciones’
le volvieron la espalda a su obispo para ir a pedir a unos pentecostistas
protestantes la iniciación doctrinal y el ‘bautismo del Espíritu’, o efusión
del Espíritu Santo mediante la imposición de las manos. Violaron, además, el
canon 1399, nº 5...» (Illuminisme “67”: Reflexions et conclusions, p. 1;
traducción nuestra). En efecto, todo comenzó con la participación en
asambleas de pentecostistas protestantes y con la recepción del “bautismo del
Espíritu” por obra de los sobredichos pentecostistas.
También aquí nos encontramos otra vez con René Guénon, con la necesidad
-dice- de «vincularse a una organización ritual, porque nada puede comenzar y
progresar sin iniciación». Leyendo en el libro de los Ranaghan (Le Retour de
l'Esprit) la narración del origen del pentecostismo católico, se reconocen
todos los elementos de la iniciación indicados por Guénon: en el seno de la
organización protestante hallamos al iniciado o a los iniciados mediante los
cuales se transmite “el influjo espiritual” según un rito bien preciso: la
plegaria al “Espíritu” acompañada de la imposición de las manos; y este
rito demuestra su eficacia por los efectos que se siguen de él. Veámoslo.
El 18 de enero de 1967, «día de la octava de la Epifanía, consagrada por la
liturgia católica a la celebración del bautismo de Jesús mediante el Espíritu
Santo en el Jordán, ... ellos [los fundadores del pentecostismo] se encontraban
en casa de miss Florence Dodge, una presbiteriana que había organizado el grupo
de oración un tiempo antes. El grupo se reunía en su casa con regularidad y
ella dirigía habitualmente estas reuniones» (p. 22). Después, los tres
profesores de Pittsburg y la mujer de uno de ellos asistieron a una primera
reunión carismática: «Nos dejó la impresión duradera, dice uno de ellos, de
que allí obraba el Espíritu [¿?]» (p. 23)
Dos de los de los profesores asisten a la siguiente reunión: «terminó -dice
el mismo testigo- cuando Pat y yo pedimos que se rogase con nosotros a fin de
recibir el bautismo del Espíritu.
Ellos se dividieron en varios grupos, porque rogaban por varias personas. Sólo
me pidieron que hiciera un acto de fe para que el poder del Espíritu obrara en
mi. Muy pronto recé en lenguas» (p. 23). «La semana siguiente -agregan los
Ranaghan-, Ralph [uno de los dos iniciados] impuso las manos a los otros dos
[compañeros] y también ellos recibieron el bautismo del Espíritu» (p. 24).
El proceso está en marcha: el iniciado se vuelve iniciador a su vez y así
transmite el “influjo espiritual”. Todo el denominado pentecostismo ‘católico’
se halla en germen en estos textos del libro de los Ranaghan. Prosiguiendo su
lectura, vemos cómo la “corriente” pasa de uno de los promotores a los recién
llegados: «Una pareja de novios... había oído hablar del “bautismo del Espíritu
Santo” y deseaba recibirlo. Se acercaron por eso a Ralph Keifer [uno de los
fundadores del pentecostismo “católico”] y le pidieron que rogara con ellos
para que el Espíritu Santo se hiciera plenamente activo en su vida... fueron
profundamente tocados por el Espíritu de Cristo. El Espíritu se manifestó
muy pronto con el don de lenguas en las cuales aquel joven y aquella muchacha
loaron a Dios» (p. 29). Y no acaba todo ahí: «Pero ellos sabían que, al
mismo tiempo, una de las jóvenes [miembro del grupo pentecostista] ...había
sido atraída a la capilla y que allí había sentido la presencia casi tangible
del Espíritu de Cristo. Salió temblando de la capilla y apremió a los otros
para que regresaran a ella. Los miembros del grupo, solos o en parejas, se
trasladaron allí y, mientras estaban todos unidos en oración, el Espíritu
Santo se derramó sobre ellos» (pp. 29-30). ¡Salta a la vista que esta especie
de “Espíritu” sopla mucho y “pneumatiza” a todo el que se entrega su
acción desbordante de favores carismáticos! En pocas palabras: la corriente
carismática pasó del protestantismo herético e iniciático a los susodichos
católicos, provocando “efectos maravillosos” de ardor religioso que no
pueden explicarse por el recurso a una causa sobrenatural, porque el Señor no
puede en manera alguna entrar en una experiencia hecha por católicos
desobedientes a la Iglesia, en un ambiente herético y con una iniciación, un
rito, abiertamente acatólico.
La renovación carismática no se funda ni en la doctrina católica, ni en la
espiritualidad católica, ni en la liturgia católica. Tiene la exterioridad de
la fe, pero, en realidad, constituye su negación. La “fe” carismática
está hecha de intuición, de sentimiento, de experiencia interior; es una
“fe” inmanente y subjetiva. No se trata ya de “saber” para creer, sino
de “sentir” para creer. El alma toma el camino de la sensibilidad, y es ahí
donde el demonio está en acecho.
Piénsese en la novela modernista de Fogazzaro Il Santo (publicada hacia el
1904): «Recoger nuestras almas en Dios, silenciosamente, cada uno por su
cuenta, hasta sentir dentro de nosotros la presencia misma de Dios... Queremos
sentirnos unidos... debemos sentir a Dios presente en nosotros, pero cada uno de
nosotros debe sentirlo presente también en los otros; ¡y yo lo siento tan
vivamente en vosotros!... Todos nosotros que sentimos que Cristo prepara... una
inmensa transformación por medio de profetas y de santos». La “fe” carismática
es tal a base de experiencia sensible [v. San Pío X, Enc. Pascendi contra el
modernismo]. El cardenal Suenens se expresa de esta suerte sobre la esperanza
“teologal”: «La esperanza teologal se hace experimental» (Une nouvelle
Pentecôte). A lo que el padre Philibert de Saint Didier (ya citado) se apresura
a responder: «Es una afirmación curiosa. El objeto de una esperanza declarada
‘teologal’ es Dios que promete. ¡pero no se experimenta a Dios! Se cree en
El. Cuanto al motivo de dicha esperanza ‘teologal’, estriba (por lo mismo
que antes, por su teologalidad) nada más que en la fidelidad por naturaleza de
Dios que promete. Y tampoco ésta se experimenta» (Interrogation sur le
Pentecotisme?).
Nos queda ahora por tratar un último punto: ¿Dónde desemboca la iluminación
iniciática?
La desembocadura de la iluminación iniciática
Henos aquí ante almas “iniciadas”, es decir, entenebrecidas, incapaces
de efectuar el discernimiento necesario para volver a encontrar el verdadero
camino de la fe católica. Estas almas deseosas de recibir el “bautismo del
Espíritu” no se han dado cuenta de que le abren los brazos al demonio en el
seno de la experiencia carismática, tanto mas cuanto que éste pone el mayor
cuidado en esconder sus cuernos y sus garras, y se viste de luz para seducir a
sus víctimas.
Bossuet nos previno: «Veo en la Iglesia dos tipos de persecuciones: la primera,
en el origen y bajo el imperio romano, preponderantemente violenta; la segunda,
al fin de los tiempos, la cual será el reino de la seducción». Al comprobar
el poder de seducción de la renovación carismática, ¡no puede uno dejar de
creerse de alguna manera en este último reino! Con la seducción es con la que
el “príncipe de este mundo” quiere enredar a las almas que aún distinguen
el bien del mal.
La impresión recibida durante la iluminación iniciática es una impresión
luminosa, eufórica, exaltante. Así se exalta ni más ni menos un carismático
anónimo: «Alegría y luz, despertar cristiano [cf. el “despertar” masónico]
, renovación de vida y de voluntad, explosión de alegría interior, dulce y
duradera, iluminación divina del último grado de la vida mística: todas estas
cosas se conceden con la fuerza del Espíritu Santo a los principiantes...».
Los favores carismáticos abundan y sobreabundan en el umbral del camino iniciático,
lo que le permite al pentecostismo- renovación “crecer como los hongos”
para el mayor daño de las almas incautas. El nuevo afiliado se calma en virtud
de la seducción diabólica; una tranquilidad perfecta se adueña de él, por lo
que ya no puede descubrir el disfraz del falso ángel de luz. Puesto que el mal
incluido en la iluminación iniciática no es manifiesto, las almas no se hacen
siquiera la pregunta de si está bien o mal, y caen presas en la red infernal
sin saberlo. Para librarlas de su ceguera sería menester obrar el
discernimiento de espíritus, lo único que permite desvelar una inspiración
diabólica allí donde se cree ver una inspiración divina. Lo que pone en
peligro al falso místico es precisamente el hecho de que le inspira el
Tentador, el cual impulsa con tiento a las almas a donde jamas habrían querido
ir si se les hubiera revelado antes el auténtico desemboque.
Las cosas se presentan en el movimiento carismático como si el demonio
quisiera, de algún modo, “democratizar” una forma simplificada de iniciación
para coger en sus redes al mayor número posible de almas, ígnaras como están
de sus astucias más sutiles. De hecho, ¿cuál es el resultado de la maniobra
carismática de Satanás? El “Espíritu” al que se adora no es ya
objetivamente el Espíritu Santo de la fe católica: es el “gran espíritu”
salido del infierno, y los “dones carismáticos” concedidos por él son la
manifestación de su presencia y de su acción. Si el demonio da con tanta
largueza es porque así usurpa el lugar del Señor y recibe una adoración que sólo
a El se debe. Dios, en efecto, no se puede dejar confiscar por una caricatura
simiesca del sacramento de la confirmación, totalmente ajena a la fe católica.
La doctrina católica da el remedio contra la seducción diabólica
Dios, en verdad, es dueño de sus dones y puede dar los que quiera, a quien
quiera y cuando quiera; pero el católico no debe “tentar” al Señor (Mt 4,
7), a diferencia de lo que el pentecostalismo- renovación le invita a hacer. En
efecto, si hay una petición a la cual el demonio responde con toda seguridad es
la del “bautismo del Espíritu” con todo su diluvio de carismas: el “espíritu”
implorado se apresura a llegar, ¡pero no es el que se esperaba!
Por eso San Vicente Ferrer, como Santo Tomás y San Juan de la Cruz, pone muy en
guardia a las almas contra la «sugestión e ilusión del demonio, que engaña
al hombre en sus relaciones con Dios y en todo lo que a Dios se refiere» (La
Vida espiritual), y da el remedio contra las tentaciones espirituales suscitadas
por el diablo: «Los que quieran vivir en la voluntad de Dios no deben desear
obtener [...] sentimientos sobrenaturales superiores al estado ordinario de
quienes tienen un temor y un amor de Dios muy sinceros. Tal deseo, en efecto, sólo
puede venir de un fondo de orgullo y de presunción, de una vana curiosidad
respecto a Dios y de una fe demasiado frágil. La gracia de Dios abandona al
hombre presa de este deseo y lo deja a la merced de sus propias ilusiones y de
las tentaciones del diablo que lo seduce con visiones y revelaciones engañosas»
(ivi). Y también: «Huid de la compañía y la familiaridad de quienes siembran
y difunden estas tentaciones y de quienes las defienden y alaban. No escuchéis
sus relatos ni sus explicaciones. No busquéis ver lo que hacen porque el
demonio no dejaría de haceros ver en sus palabras y obras signos de perfección
a los cuales podríais prestar fe y así caer y perderos con ellos» (ivi).
De aquí la necesidad de abstenerse no sólo de participar en las ceremonias
carismáticas para recibir en ellas una influencia real, sino también de
asistir a ellas en calidad de simples espectadores. Agreguemos asimismo las
palabras de San Ignacio, experto en el discernimiento de espíritus: «Es propio
del ángel malo, transfigurado en ángel de luz, comenzar con los sentimientos
del alma devota y terminar con los propios».
Desde el momento en que el alma cruza el umbral del universo carismático
(universo oculto), puede pasar de todo. Se empieza con dones inefables:
entusiasmo y ardor ferviente, liberación de los complejos, de los vicios, don
de profecía, de curación, de glosolalia (o xenoglosia: hablar una lengua
extranjera desconocida), etc...; se sigue con una evolución paralela a la de la
droga (puesto que la “efusión del Espíritu” en el seno del movimiento
carismático es una auténtica droga espiritual: comporta una degradación
progresiva del alma, un anonadamiento cada vez mayor de la vida de la fe), y se
termina con juergas sensibles y sensuales, y a veces en la locura. Y dado que
vivimos en una época en que no se conoce ya al demonio (la demonología ya no
es una ciencia religiosa oficial, ya no se la enseña en los seminarios), una época
en que no se habla de él, en que se ríe sólo con pensar en é1 o mencionarlo,
una época en que hay pocos sacerdotes o religiosos competentes en este campo,
en que se toma la conciencia de una cierta posesión interior por una enfermedad
que atañe a la psiquiatría, bien se echa de ver cuánto habrán de sufrir las
almas que, “ígnaras” o “imprudentes” (como dice San Juan de la Cruz),
se hayan dejado atrapar en las fantasías carismáticas del pentecostismo-
renovación, «esta nueva forma de brujería que apela al Espíritu Santo»
(Padre Calmel, o. p.).
Imposible no acordarse de estas palabras del Evangelio: «Muchos me dirán en
aquel día: ¡Señor, Señor!, ¿no profetizamos en tu nombre, y en nombre tuyo
arrojamos los demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Yo entonces les
diré: Nunca os conocí; apartaos de mí, obradores de iniquidad» (Mt 7,
22-23).
Pentecostismo y modernismo
Añadamos, para completar, que el pentecostismo o renovación carismática,
si bien constituye el fruto de todos los “iluminismos” del “Paráclito”
que han marcado la historia de la Iglesia desde el gnosticismo, es también el
fruto de las filosofías que han preparado, sostenido, provocado “teologías”
esotéricas. Todo lo que rechaza la objetividad de la razón filosófica o científica
así como de la fe católica, en provecho exclusivo de la intuición del corazón,
de la experiencia íntima y personal, ha preparado, de lejos o de cerca a la
“religión” carismática. Por esta vía, y sobre todo gracias al modernismo,
se ha podido hacer del “hombre moderno” un hombre que siente su filosofía,
su religión, como provenientes del corazón, de su religión personal. La
renovación carismática es subjetivismo gnóstico por naturaleza: se trata de
hacer en sí la “experiencia de lo divino” o, traducido al lenguaje carismático,
la experiencia viva del “Espíritu Santo”.
Pentecostismo y ecumenismo
Se comprende fácilmente que la renovación carismática sea un instrumento
privilegiado en el plan ecuménico de la Contra- Iglesia, que deba servir de común
denominador para la unificación de las religiones.
Así lo escribe el Padre Eugenio de Villeurbanne ya citado: «Esta pretensión
se patentiza a todo lo largo del libro del modernista cardenal Suenens Une
nouvelle Pentecôte... el autor quiere que el Espíritu Santo sea ‘agente de
comunión’ ... nótese también su comparación errada y falsa de la Iglesia
con la Trinidad, ‘unidad plural’, para persuadirnos de que la Iglesia (el
autor nunca dice la Iglesia Católica, porque para él la Iglesia es lo que los
protestantes llaman ‘la gran Iglesia’ o federación de iglesias) debe
componerse de varios elementos distintos (mejor dicho: heterogéneos). Pero, por
desgracia para el cardenal, la Santísima Trinidad no es una ‘unidad
plural’, porque lo que constituye fundamentalmente su unidad está total,
igual e idénticamente en cada una de las tres Personas; y dado que la esencia
divina, una y única, no está dividida, ¿cómo podrá ser “plural”? Las
Personas divinas no multiplican la unidad divina. Por ello, si la Iglesia debe
ser una imagen de la Trinidad, lo será sólo cuando todas sus partes tengan la
misma sustancia y naturaleza, lo que no sucede ni sucederá jamás con
“iglesias” que no posean la misma fe ni el mismo ‘depositum fidei’ o
Credo. Es certísimo que a los carismas se les quiere hacer desempeñar el papel
de denominador común, a costa de una blasfemia sacrílega: poner al Espíritu
en contradicción consigo mismo, haciendo que llene de carismas y de una
supuesta efusión a los que niegan los dogmas que El ha revelado junto con el
Padre y el Hijo».
De este modo, la renovación carismática, al funcionar de denominador común
para la unificación de las “religiones”, ¡nos encamina hacia la Iglesia
universal, o sea, hacia el cuerpo místico de Satanás! Los enemigos de la Santa
Iglesia no se equivocan sobre este punto: «Estos esfuerzos hacia el
ecumenismo cristiano significan para nosotros nada más que unos pasos en el
camino de un ecumenismo que querríamos total» (F . .. Ryandey, citado por P.
Virion en Mystère d'iniquité, p. 132).
La “Iglesia del amor” o el hombre en lugar de Dios
En el libro de Huysmans titulado Là bas (“Allá”), figura un pasaje
particularmente importante, el cual evoca a la iglesia carismática de Juan
(contrapuesta a la iglesia jerárquica de Pedro), que florecerá con la venida
del Paráclito y que se denomina la “iglesia del amor” (en sintonía con la
“civilización del amor” de Pablo VI), la “iglesia de la reconciliación”,
la “iglesia ecuménica” o “universal” (en virtud de su carismatismo): «Es
un axioma teológico que el espíritu de Pedro vive en sus sucesores. Vivirá en
ellos, más o menos celado, hasta la expansión auspiciada del Espíritu Santo.
Entonces Juan, tenido de retén -dice el Evangelio- comenzará su ministerio de
amor y vivirá en el alma de los nuevos Papas». Este texto muestra claramente
el lazo esotérico que media entre la “expansión del Espíritu Santo” (por
conducto de la “renovación carismática”) y el “ministerio de amor” de
Juan. El autor esotérico Salémi anunciaba en 1960: «El nuevo evangelio de
Juan pronto se predicará en toda la tierra» (Le message de l'Apocalypse, p.
293).
Estamos en los tiempos de este “nuevo evangelio”: «Se invoca al apóstol
San Juan -escribe Pierre Virion-, discípulo del amor, contra la autoridad de
Pedro. Es la vieja teoría de los Rosa- Cruz, que profetiza la iglesia esotérica
[iniciática] de Juan, superior a la iglesia exotérica [no iniciática] de
Pedro, y cuyos tiempos apocalípticos parecen llegados hoy. La Iglesia romana
debe cederle el puesto, debe desaparecer tal como es: ‘El ciclo de Juan... se
ha abierto’» (Mystère d'iniquité, p. 146).
Se plantea entonces la pregunta: ¿qué diablos es esta “iglesia de Juan”,
la iglesia de la tercera hora, la iglesia de la hora del Espíritu Santo? La
iglesia de Juan no es ya Dios en el primer puesto, sino el hombre; no la
trascendencia divina, sino la inmanencia; no la fe, sino el gusto sensible, lo
prodigioso, los carismas (democráticamente asegurados a todos gracias al
“bautismo del Espíritu”); no el dogma, sino la “revelación interior”,
el subjetivismo, el profetismo, el iluminismo; no el sacramento instituido por
Cristo, sino otra especie de “sacramento” injertado en una corriente oculta
(tal es el “bautismo del Espíritu: una parodia de sacramento al haber en él
efusión de “gracia diabólica” por conducto de un rito herético); no la
eucaristía- sacrificio (de aquí el encarnizamiento contra el rito llamado de
San Pío V), sino la eucaristía- fiesta; no el sacerdocio ministerial, sino el
carácter sacerdotal de todo fiel (1); no la iglesia jerárquica y carismática
al mismo tiempo, sino una iglesia meramente carismática; no el Papa, sino un sínodo
paralizador; no los obispos, sino una colegialidad sofocante; no los párrocos,
sino las asambleas presbiterales; no la jerarquía oficial, sino comisiones,
comités, etc., etc., constitutivos de un gobierno paralelo; no la Iglesia Católica
Romana, sino una iglesia universal que asfixia todos los cultos tributados a
cualquier divinidad. En conclusión: la que René Guénon llamaría una
“iglesia integral”. Y esta “iglesia integral”, cuyo cometido se cifra en
destruir por asfixia a la iglesia jerárquica tradicional, que es la iglesia
de Pedro, debe ser el fruto de la venida del Espíritu (los Ranaghan decían:
del “retorno” del Espíritu), ¡porque es el “Pentecostés” de este
“Espíritu" el que permitirá a Juan ejercer su “ministerio de amor”!
Comprendemos ahora por qué en nuestros días se nos habla tanto de amor: «Se
engañará al pueblo en nombre del amor, de un amor que no es la caridad
teologal, pero cuyo nombre usurpa. Así, nunca habíamos leído tanto en las
publicaciones masónicas la frase: ‘Amaos los unos a los otros’. Pero se la
emplea siempre, en nombre de Cristo, contra su Iglesia» (Mystère d'iniquité,
cit., p. 146).
¿Qué hacer?
¿Qué hacer frente a la ceguera causada por la invasión carismática,
caricatura diabólica del sacramento de la confirmación, pero llamada
“bautismo” con razón porque marca el paso del mundo católico al oculto?
San Juan de la Cruz dice: «[Una vez cegada el alma] podrase engañar en la
cuantidad o cualidad, pensando que lo que es poco es mucho, y lo que es mucho
poco; y acerca de la cualidad teniendo lo que tiene en su imaginación por tal o
tal cosa, y no será sino tal o tal, poniendo, como dice Isaías, las tinieblas
por luz y la luz por tinieblas, y lo amargo por dulce y lo dulce por amargo (5,
20)» (Subida del Monte Carmelo, L. 3, cap. 8).
Es necesario hoy más que nunca insistir en lo que constituye la verdadera vida
de fe. Sigamos escuchando a San Juan de la Cruz: «(...) y así, yendo el alma
vestida de fe, no ve ni atina el demonio a empecerla, porque con la fe va muy
amparada -más que con todas las demás virtudes- contra el demonio, que es el
más fuerte y astuto enemigo.
Que por eso san Pedro no halló otro mayor amparo que ella para librarse dél
cuando dijo: Cui resistite fortes in fide (I Petr 5, 9). Y para conseguir la
gracia y unión del amado, no puede el alma haber mejor túnica y camisa
interior, para fundamento y principio de las demás vestiduras de virtudes, que
esta blancura de fe, porque sin ella, como dice el Apóstol, imposible es
agradar a Dios (Hebr 11, 6), y con ella es imposible también dejarle de
agradar, pues El mismo dice por el profeta Oseas: Desponsabo te mihi in fide (Os
2, 20), que es como decir: Si te quieres, alma, unir y desposar conmigo, has de
venir interiormente vestida de fe» (Noche pasiva del espíritu, cap. 21).
Recurramos a la santísima Virgen para que aplaste la cabeza de aquel que se
hace pasar por el Espíritu Santo y quiere hacerse adorar en su lugar. Recitemos
por eso el Santo Rosario con todo el ardor de nuestra fe, enemiga de la
“sensibilidad carismática”.
El lanzazo
El pentecostismo- renovación es, en la evolución de la iglesia
“conciliar”, como el lanzazo al corazón de Cristo, golpe no sentido por
quien lo recibió porque ya estaba muerto. Se diría que revive místicamente en
la iglesia “conciliar”, que no advierte el lanzazo inferido a su corazón
por la renovación carismática; la falta de reacción al respecto de las
autoridades parece la insensibilidad de un muerto en las tinieblas sepulcrales.
Pero el sepulcro esta contiguo a la resurrección, y si nos sintiéramos
tentados de preguntar al Señor lo que Isaías (21, 11) preguntaba al centinela:
«¿A qué hora estamos de la noche?», la respuesta del Místico Custodio sería:
«Se acerca la mañana».
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