COMPLOT CONTRA LA IGLESIA

Maurice Pinay

Cuarta Parte
LA QUINTA COLUMNA JUDÍA EN EL CLERO

Capítulo Vigésimoprimero

EL CONCILIO DE MEAUX LUCHA CONTRA LOS JUDÍOS PÚBLICOS Y SECRETOS

   Ante el mortal peligro que amenazaba a la Iglesia en el nuevo Imperio Romano de Occidente, se reunieron varios arzobispos y obispos en Lyon el año de 829. En dicha reunión, según relata el historiador israelita Graetz, se trató de "...abatir a los judíos y turbar su apacible existencia. Ellos (los obispos) también discutieron cómo el Emperador podría ser influenciado mejor, para que adoptara sus resoluciones. Se acordó en la reunión que se entregara una carta al Emperador manifestándole la impiedad y el peligro que significaba favorecer a los judíos, y especificaba los privilegios que debían serles retirados (829). La carta del Sínodo, tal como la conservamos ahora, está firmada por tres obispos y se titula: `En relación con las supersticiones de los judíos´. Agobardo escribió el prefacio, en el que explica su posición en la lucha. En ella, después de acusar a los judíos, culpa a los amigos de éstos de ser los responsables de todo el mal. Los judíos, decía, se han tornado osados debido al apoyo de los influyentes, que han dado por hecho que los judíos no son tan malos después de todo, porque son muy queridos del Emperador".

   Y comenta a continuación: "Desde el punto de vista de la fe y de las leyes canónicas, el argumento de Agobardo y los otros obispos era irrefutable, y el emperador Luis el Piadoso, presionado por esta lógica, hubiera tenido que extirpar a los judíos desde sus raíces. Pero afortunadamente, él no se dio por enterado. Esto pudo haber ocurrido, o porque conocía el carácter de Agobardo o porque la carta conteniendo las acusaciones contra los judíos nunca le llegó. El temor de Agobardo de que la carta hubiera sido interceptada por los amigos de los judíos en la corte, debió estar bien fundado" (184).

   Es muy posible que el robo de esa carta por los israelitas haya sido decisivo en esa lucha. Es sistema de los hebreos impedir que lleguen a las más altas autoridades religiosas o civiles las acusaciones que contra ellos se lanzan, por lo que cuando alguien trata de acusar a un clérigo que está traicionando a la Iglesia y favoreciendo los triunfos masónicos o comunistas, o a algún gobernante que está traicionando a un régimen anticomunista en análoga forma, es muy conveniente que se lance la acusación ante la autoridad capaz de poner remedio a tales traiciones, no sólo por un conducto, sino por dos o tres distintos, sin que los unos sepan que se utilizaron los otros; así, si en el camino la infiltración criptojudía intercepta una acusación o paraliza sus efectos, ésta llegará a su destino de todas maneras por los otros conductos que se emplearon.

   Entre los hechos más destacados en ese proceso de judaización del Sacro Imperio Romano Germánico, destaca por su importancia la aparatosa conversión al judaísmo de los obispos cristianos filosemitas de mayor confianza en la corte del Emperador y uno de sus principales consejeros: el obispo Bodo. De este prelado dice el historiador judío Graetz:

   "El emperador lo había favorecido, y con el fin de tenerlo constantemente cerca de él, lo convirtió en su director espiritual" (185).

   La lucha era más terrible, pues entre los consejeros íntimos del Emperador que auspiciaban su absurda política filosemita, había obispos de la Santa Iglesia. También en nuestros días, como entonces, los hay que favorecen los intereses de los judíos enemigos del cristianismo.

   Pero el caso de Bodo, fue más grave. Muchos clérigos en esa época estaban sirviendo a los intereses de la Sinagoga de Satanás, aunque en apariencia se mantenían ortodoxos, con lo que indudablemente causaban más perjuicio. En consecuencia, debieron de sentirse muy poderosos para darse el lujo de quemar a uno de sus hombres más influyentes, al director espiritual del Emperador, que públicamente hizo alarde de renegar del cristianismo y convertirse al judaísmo, aduciendo la razón de que éste poseía la religión verdadera.

   Sobre el efecto que este golpe devastador causó en el pueblo cristiano, Graetz dice que:

   "La conversión (al judaísmo) del obispo Bodo, que hasta ese momento había ocupado muy elevada posición, causó gran sensación en su tiempo. Las crónicas hablan de este acontecimiento como lo hubieran hecho si se tratara de un fenómeno extraordinario. El suceso, indudablemente, fue acompañado de circunstancias peculiares, y fue un fuerte golpe a los piadosos cristianos" (186).

   Por nuestra parte carecemos de datos suficiente para poder saber si se trató de un obispo criptojudío que realizó su teatral conversión con fines de propaganda, pretendiendo asestar un golpe que acabara de sembrar la desmoralización entre los cristianos y acelerara los intentos de judaización del imperio, o si se trató realmente de un obispo que fue encauzado por la tan peligrosa pendiente del filosemitismo hasta desembocar en la apostasía y conversión al judaísmo. Cualquiera que haya sido la verdad, es innegable que en las difíciles circunstancias por que atravesaba la Santa Iglesia en el Sacro Imperio Romano Germánico, el incidente debió haber sido en extremo perjudicial para la Cristiandad. Si Carlomagno hubiera resucitado, habría podido ver el resultado desastroso de desatar a la bestia encadenada por las leyes canónicas, inspirado en la conmiseración hacia los judíos oprimidos y en el deseo de utilizar sus valiosos servicios comerciales para el reino, y se habría percatado de haber sido víctima de los hábiles engaños de quienes han demostrado ser los timadores más hábiles del mundo. Es, pues, urgente que todos los dirigentes religiosos y políticos de la humanidad obtengan de esta dolorosa tragedia las múltiples enseñanzas que ella nos aporta, ya que si a uno de los más grandes genios políticos –como fue Carlomagno- pudieron engañarlo los hebreos con su hábil diplomacia, nada extraño es que los judíos hayan podido –a través de la historia y lo sigan logrando en nuestros tiempos- engañar y sorprender la buena fe de muchos Papas, reyes y dirigentes políticos y religiosos de la humanidad, con sus tácticas tradicionales de explotar la compasión humana, el deseo de todo hombre virtuoso de proteger a los oprimidos o de defender el postulado sublime de la igualdad de los pueblos y de las razas. Solamente el conocimiento pleno de la maldad judaica y de sus tradicionales tácticas de engaño, mantendrá a los buenos en alerta contra las fábulas judaicas, contra las que con toda sabiduría nos previno San Pablo; solamente así se podrá impedir que los buenos sigan cayendo presos en las redes de los maestros de la mentira y de la simulación.

   Ante tan catastrófica situación, el incansable y valiente San Agobardo tomó parte en una conspiración en contra de emperatriz Judith y ayudó a los hijos del primer matrimonio del emperador Luis en la lucha para destronar al funesto Emperador. Agobardo fue destituido de su puesto y el imperio se sumió en una serie de guerras civiles, con alternativas de triunfo de una y otra parte. Sin embargo, la muerte de Luis constituyó un golpe decisivo contra el judaísmo, aunque el heroico arzobispo se haya ido también a la tumba, sin saborear la victoria y el fruto de su lucha.

   La nueva política iniciada por Luis, malamente llamado el Piadoso, consistente en poner a los judíos bajo la protección de la Corona, tuvo consecuencias desastrosas para la humanidad, ya que en los siglos venideros fue imitada por muchos reyes cristianos, que permitieron al enemigo recibir protección en medio de sus más monstruosas conspiraciones, con la consideración de que los hebreos son muy útiles como cobradores de impuestos, de que ellos contribuyen con sus préstamos a nivelar los presupuestos en los tiempos difíciles, de que son un factor decisivo en el progreso del comercio y de que eficazmente ayudan a sostener el erario con sus propios impuestos, que pagan puntualmente. Es verdad que conspiran, que propagan herejías y sediciones, pero la monarquía medieval se sentía lo suficientemente poderosa para poder dominar fácilmente esos desórdenes; y en realidad, tanto la monarquía como la aristocracia medievales eran tan fuertes que por mucho tiempo pudieron lograrlo. Sin embargo, llegó un momento en que los descendientes de esos reyes y aristócratas optimistas tuvieron que llorar amargamente los errores cometidos por sus antepasados, errores que toda la humanidad está sufriendo todavía.

   Muerto Luis, el imperio quedó disgregado, dividido entre sus cuatro hijos. Como era de esperarse, la preponderancia judía sólo subsistió en los dominios de Carlos el Calvo, hijo de Judith, quien heredó de ésta su simpatía por los judíos, aunque sin llegar a tantos extremos. Sin embargo, algunos hebreos seguían teniendo influencia en la corte, entre ellos Sedecías, médico del rey, y sobre todo un favorito, por cuyos servicios políticos le decía el monarca "mi fiel Judá". Es curioso lo que el israelita Graetz relata sobre lo que sucedía en el sur de Europa en esos años:

   "El sur de Europa, perturbado por la anarquía y gobernado por un clero fanático, no ofrecía un campo adecuado para el desarrollo del judaísmo" (187).

   La preponderancia del judaísmo en Francia seguía en cualquier forma constituyendo un peligro tan serio para la Cristiandad que Amolón, nuevo Arzobispo de Lyon, tomó en sus manos la defensa de la Iglesia y del pueblo, continuando la lucha iniciada por su maestro y predecesor Agobardo. Amolón contó para tal objeto con el apoyo de la mayoría del episcopado, incluyendo hasta el del rebelde Hinkmar, Obispo de Reims, que había logrado captarse la confianza plena del rey Carlos, contrapesando en parte la mala influencia de los favoritos hebreos.

   El Arzobispo Amolón fue sin duda en esos días el instrumento de la Divina Providencia para defender a la Santa Iglesia y a Francia contra la acción destructora de los judíos. Además de luchar encarnizadamente contra ellos en la acción, lo hizo con la pluma, escribiendo su famoso tratado contra los judíos, en el que desenmascaraba públicamente la actividad perversa que éstos desarrollaban en contra de la Cristiandad y exhortaba a clérigos y seglares a emprender la pelea contra estos enemigos capitales (188).

   Los obispos franceses encabezados por Amolón emprendieron importante lucha contra los hebreos en el santo Concilio que se reunió en el año 845 en Meaux, cerca de París. Dicho Sínodo aprobó una lista de medidas antijudías que fueron sugeridas al rey para que las hiciera ejecutar; entre ellas figuraban los cánones vigentes desde los tiempos de Constantino, las leyes de Teodosio II –prohibiendo a los judíos desempeñar puestos públicos y honores-, y el edicto del rey merovingio Childeberto que prohibía a los judíos desempañar puestos de jueces, de arrendadores de impuestos y ordenándoles respetar al clero.

   El problema de los cristianos criptojudíos –descendientes de los falsos conversos- que cada vez era más grande en Francia, ocupó, como es natural, la atención especial del santo Concilio. Se incluyeron en la lista antes mencionada, varias de las leyes canónicas aprobadas en sínodos de otros países, así como los cánones antijudíos de los Concilios Toledanos en contra de los bautizados que en secreto seguían siendo judíos, y los cánones que ordenaban recogerles sus hijos para educarlos entre los cristianos (189), medidas que como ya hemos visto, tenían por objeto impedir que el criptojudaísmo se perpetuara ocultamente de generación en generación.

   Como se ve, este santo concilio de la Iglesia, intentando oponer a los grandes males grandes remedios, trataba de libertar a Francia de las garras judaicas, iniciando una guerra sin cuartel por igual en contra del judaísmo público y del judaísmo clandestino.

   Desgraciadamente, Carlos el Calvo, sin duda influenciado todavía por la educación materna, en cuanto se dio cuenta de los acuerdos del Sínodo, lejos de acatar lo aprobado en él lo mandó disolver por la fuerza, pese a que había tomado parte en dicho concilio su consejero y amigo el Obispo Hinkmar, lo que demuestra que a la sazón los hebreos seguían teniendo influencia decisiva en la corte de Francia.

   Sin embargo, el Arzobispo Amolón no se amedrentó ante la brutalidad del rey y volvió a la carga, enviando al clero una Carta Pastoral que, según comentario de Graetz, estaba "llena de virulencia y de calumnias contra la raza judía" y que además:

   "...la carta virulenta de Amolón tuvo tan escasos resultados como la de Agobardo y el decreto del Concilio de Meaux. Pero gradualmente el veneno se esparció del clero al pueblo y a los príncipes" (190).

   El historiador israelita Josef Kastein, refiriéndose a este último hecho, afirma que la Iglesia:

   "Utilizando el grito de combate de que la religión cristiana estaba amenazada, (la Iglesia) utilizó la más peligrosa de las armas: las masas ignorantes de la nación. En mentes susceptibles de ser influenciadas por cualquier cosa y por cada cosa, ella constantemente les daba el mismo argumento, que tarde o temprano tenían que captar. El resultado fue que las masas, de ser meras vecinas,, se convirtieron en enemigos de los judíos. Y por este medio la Iglesia se aseguró las gran ventaja de lograr que el deseado cambio de actitud del populacho se llevara a cabo, independientemente de las condiciones políticas que prevalecieron en un momento dado"(191).

   Kastein, al igual que Graetz y los principales historiadores hebreos, consideran que la Santa Iglesia fue la verdadera madre del antisemitismo medieval, en lo que indudablemente tienen razón, ya que entienden por antisemita todo movimiento tendiente a defender a la Cristiandad del imperialismo judaico y de su actividad revolucionaria. Por otra parte, es muy comprensible que frente a gobiernos más o menos filosemitas y a un judaísmo tan influyente como el de la Francia de esos tiempos, la manera más eficaz de salvar a la Cristiandad de la dominación judaica, fuera la de hacer labor de convencimiento entre el pueblo, haciéndole conocer en toda su amplitud el peligro judío y la amenaza que éste significaba para la religión y para el propio pueblo. Que tal labor de convencimiento fue en esos tiempos eficaz, nos lo confirma lo dicho por los propios historiadores hebreos al lamentarse de que la Santa Iglesia logró cambiar esa actitud filosemita del pueblo que imperaba en la Francia de Luis el Piadoso y de Carlos el Calvo, por la actitud posterior de hostilidad popular hacia el judaísmo, lo que nos hace ver que también esta gigantesca batalla que los hebreos estuvieron a punto de ganar, terminó con el triunfo de la Santa Iglesia y la derrota de la Sinagoga de Satanás.

   Al decir los escritores judíos que la Iglesia "utilizó la más peligrosa de las armas: las masas ignorantes de la nación", demuestran un cinismo verdaderamente increíble, ya que ésta ha sido precisamente el arma que los judíos han empleado siempre y siguen utilizando en nuestros días.

   Esta labor de convencimiento personal realizada en esos tiempos por la Iglesia, abriendo los ojos al pueblo sobre lo que son los judíos y señalando el peligro que significan, es lo único que puede salvar al mundo en las actuales circunstancias. Urge, por tanto, imitar lo que hizo la Santa Iglesia en aquellos tiempos difíciles e imprimir folletos –pequeños, pero claros- para las masas trabajadoras, y libros para los sectores más cultos que sean regalados en la mayor cantidad posible, casa por casa, persona por persona, para que todo el mundo conozca lo que significa el peligro del imperialismo judaico y de su acción revolucionaria.

   Esta labor de convencimiento debe dirigirse especialmente a los jefes, oficiales y soldados del ejército, de la marina, de la aviación, a los gobernantes, maestros de escuela, dirigentes políticos, financieros, periodistas, universitarios, personal de estaciones radiodifusoras y de televisión, a las masas trabajadoras, a la juventud de todas las clases sociales, y sobre todo, a los miembros del clero de la Iglesia Católica y demás Iglesias cristianas, que a diferencia del clero de aquellos tiempos, por lo general desconocen el peligro, debido a una serie de circunstancias que después estudiaremos. Esta labor de convencimiento y difusión del peligro judaico debe realizarse por igual y al margen de las actividades políticas, entre los miembros de todos los partidos políticos y de todas las confesiones religiosas, para que en todos esos sectores surjan los naturales movimientos de defensa que deben ser coordinados secretamente.

   Si las mayorías populares y los sectores que tienen en sus manos las fuerzas vivas de una nación –así como sus medios de propaganda- abren los ojos y se dan cuenta del peligro de esclavitud que a todos nos amenaza y de la inmensa maldad del imperialismo judío y sus siniestros propósitos, se preparará el camino para la liberación de esa nación, y la del mundo entero.

   El sistema de escribir libros para colocarlos a la venta en las librerías, con objeto de que se enteren de ellos unas cuantas personas, es insuficiente, porque la voz de alerta debe darse a todos los hogares y a todas las personas. Los folletos o libros orientadores deben repartirse a domicilio, entregarse en mano, y cuando sea posible, hacerlos llegar al destinatario por medio de amigos de la persona a quien se van a entregar.

   Los clérigos, los ricos y demás personas que manejan grandes cantidades de dinero, deben sacudir su crónica y pecaminosa avaricia para colaborar en el financiamiento de estas actividades de orientación, ya que si por falta de ayuda se pierde esta batalla universal –decisiva para los destinos del mundo- de consumarse el triunfo judaico, les espera el pelotón de ejecución o los campos de concentración que establecen el aniquilamiento del clero y de la clase burguesa al triunfar la dictadura socialista del comunismo.

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NOTAS

  • [184] Graetz, obra citada, tomo III, Cap. VI, pp. 167, 168.

  • [185] Graetz, obra citada, tomo III, Cap. VI, p. 168.

  • [186] Graetz, obra citada, tomo III, Cap. VI, p. 168.

  • [187] Graetz, obra citada, tomo III, Cap. VI, p. 170.

  • [188] Amolón, Tratado contra los judíos, publicado en Biblioteca "Patrum Maxima", tomos XIII y XIV.

  • [189] Concilio de Meaux, citado por Graetz, obra citada, tomo III, Cap. VI, p. 171.

  • [190] Graetz, obra citada, tomo III, Cap. VI, pp. 172, 173.

  • [191] Rabino Josef Kastein, obra citada, pp. 252, 253.