COMPLOT CONTRA LA IGLESIA
Maurice Pinay |
Cuarta Parte |
LA QUINTA COLUMNA JUDÍA EN EL CLERO |
Capítulo Vigésimosexto
SAN BERNARDO Y SAN NORBERTO LIBERAN A LA IGLESIA DE LAS GARRAS DEL JUDAÍSMO
En esta crisis de la Iglesia, la Divina providencia, según lo tiene prometido, acudió a salvarla. Para ello se valió –como acostumbraba siempre- del surgimiento de hombres capaces y resueltos a sacrificarlo todo para lograr la salvación de la catolicidad; caudillos que en un momento dado por inspiración de Dios, saben estimar en toda su magnitud el desastre ocurrido o la catástrofe que se avecina y que se lanzan en cuerpo y alma con desinterés, con mística superior y empuje arrollador, a la lucha contra la sinagoga y sus secuaces. Así surgió San Ireneo, cuando el gnosticismo judaico amenazó desintegrar a la cristiandad; de igual manera apareció san Atanasio, el gran caudillo antijudío, cuando la herejía del hebreo Arrio estuvo a punto de desquiciar a la Iglesia y así surgieron después, en situaciones parecidas, San Juan Crisóstomo, San Ambrosio de Milán, San Cirilo de Alejandría, San Isidoro de Sevilla, San Félix, San Agobardo, el arzobispo Amolón y muchos otros, todos luchando implacables, iluminados por la gracia divina, tanto en contra de los judíos enemigos seculares de la Santa iglesia, como de su quinta columna, de sus herejías y de sus movimientos subversivos. Ahora que la Iglesia sufría quizá la más grave crisis desde su nacimiento, ¿quién surgiría? ¿quién o quiénes serían los caudillos antijudíos, instrumentos de Cristo en esta ocasión para salvar a su Santa Iglesia? Como de costumbre, la asistencia de Dios se manifestó a través de la aparición de dos grandes luchadores: San Bernardo, Doctor de la Iglesia y Abad de Clairvaux y San Norberto, fundador de la Orden Norbertina y Arzobispo de Magdeburgo, emparentado con la familia imperial de Alemania. Cuando San bernardo tuvo noticia de los infaustos acontecimientos ocurridos en Roma, tomó una resolución que muchos se resisten a tomar, o sea, la de dejar la vida apacible y tranquila del convento para lanzarse a una lucha dura, llena de incomodidades, sufrimientos y peligros, que además a todos se antojaba perdida, ya que el supuesto Papa –el criptojudío Pierleoni- dominaba por completo la situación con su oro y con el apoyo que seguía recibiendo. Mientras, Inocencio II, abandonado y fugitivo, excomulgado por Anacleto, parecía tenerlo todo perdido, debilitando todavía más sus pretensiones una elección que, según el decir de teólogos e historiadores eclesiásticos de peso, no era muy canónica. Sin embargo, San bernardo tomó en sus manos la causa ya casi liquidada, sólo porque tenía la convicción de que era la buena, de que la santa iglesia no podía en tal forma caer en las garras de su peor enemigo: el judaísmo. Prescindiendo del problema de que la mayoría de 23 cardenales habían votado por Anacleto en contra de seis que votaron por Inocencio y haciendo caso omiso de la forma en que había sido electo éste, San bernardo consideró la cuestión desde el punto de vista que debía considerarse. En carta dirigida al emperador Lotario de Alemania, decía entre otras cosas: "...Que era `una afrenta para Cristo que un vástago judío ocupara el trono de San Pedro´". Con ello ponía el santo Doctor de la Iglesia el dedo en llaga y diagnosticaba la situación en toda su gravedad, pues en realidad, era imposible que un judío, enemigo de la santa iglesia, fuera Papa. También, en dicha carta al emperador decía que: "...la reputación de Anacleto era baja incluso entre sus amigos, mientras que Inocencio II estaba al abrigo de toda sospecha". El Abad Ernald, biógrafo contemporáneo de San Bernardo, informa que Pierleoni, como legado y como cardenal había amasado inmensas riquezas y "...que después había robado a las iglesias despojándolas de sus valores....Y que cuando incluso los malos cristianos que lo seguían se habían negado a destruir cálices y crucifijos de oro para fundirlos, Anacleto utilizó judíos con este propósito y ellos celosamente destrozaron los vasos sagrados y los grabados, y con el dinero obtenido de la venta de estos objetos, Anacleto según se tenían informes, estaba en posibilidad de perseguir a los partidarios de Inocencio II, su rival". El Obispo Humberto de Lucca, el Dux veneciano Andreas Dándolo, Anselmo Abad de Gembloux y otros cronistas e historiadores presentan estas y otras gravísimas acusaciones contra el antipapa judaico (254). El punto clave en esta lucha radicaba principalmente en la persona del emperador de Alemania y también en el rey de Francia, representando ambos las fuerzas políticas entonces más potentes en la catolicidad. San bernardo, con la ayuda de su gran amigo San Norberto, dirigió todo su empeño a convencer a ambos monarcas que se encontraban indecisos, para que prestaran todo su apoyo a Inocencio, con ese objeto les envió cartas y realizó ante ellos toda clase de gestiones. Luis VI de Francia no se resolvió al fin y pidió que se reuniera un concilio, congregado de acuerdo con su deseo en Etampes (255), al que acudió San Bernardo, quien con su elocuencia y ardor logró que los Padres del sínodo se declararan a favor de Inocencio, aduciendo entre otras razones, además de las ya apuntadas, la de haber sido electo primero y la de que, aunque Anacleto había tenido después el voto de una mayoría abrumadora de cardenales, la elección primera seguiría siendo válida mientras no fuera jurídicamente anulada. Se argüía además que Inocencio había recibido su consagración pontifical de manos del funcionario competente para realizarla, es decir, del cardenal Obispo de Ostia. De mucho sirvió la audacia y energía del heroico cardenal Aimerico, que en forma precipitada y secreta mandó enterrar al Papa, inmediatamente después de fallecido, procediendo en forma rápida, aunque de una manera un tanto irregular, a la elección de Inocencio. La Santa Iglesia, la Cristiandad, y en general la Humanidad entera deben estar agradecidas y honrar la memoria de este audaz y activo cardenal, que al iniciar con su golpe de mano la lucha por la salvación de la santa iglesia, contribuyó a la salvación de todo el mundo, pues si los judíos hubieran logrado el dominio de la Cristiandad hace ocho siglos, la catástrofe que ahora amenaza en forma aterradora el orbe entero, hubiera ocurrido quizá varios siglos antes; en una época en la cual el Islam también se encontraba seriamente amenazado por la red de organizaciones secretas revolucionarias criptojudías, que como los Batinis y los Asesinos, amenazaban con desintegrarlo y dominarlo. Inocencio II, que había llegado a Francia recientemente, fugitivo de Italia, con el apoyo del santo Concilio de Etampes vio resurgir su causa, al parecer ya perdida. El reconocimiento y respaldo conciliar fue seguido por el muy valioso, en el orden temporal, del rey de Francia, que a partir de ese momento se constituyó en uno de los principales sostenes de Inocencio en contra de su rival, declarado entonces antipapa por el citado sínodo. Siguiendo el monarca francés la pauta observada por San Bernardo, no discutió ya cuál de los papas electos era el legítimo, sino cuál de ellos era más digno, según lo dejó consignado el célebre Sugerio, Abad de Saint Denis. Fracasó pues, ante la arrolladora actividad de san bernardo, la habilísima diplomacia de Anacleto, que hacía alardes de piadoso cristianismo, empleando todos los medios a su alcance para ganarse el apoyo del rey de Francia. Fingía aparatosa piedad y disfrazaba sus proyectos reformistas con la idea de pugnar por devolver a la iglesia la pureza de sus primeros tiempos, bandera siempre muy popular, por ser loable y noble. Había empezado por adoptar el nombre del segundo sucesor de San Pedro, es decir, del Papa Anacleto I. Nos encontramos pues, al parecer, delante de una de las primeras manifestaciones de esa bestia apocalíptica, cubierta con las apariencias del Cordero, es decir, de Cristo Nuestro Señor, pero que actúa como dragón. Por algo fue común, en esa época, entre santos, obispos, clérigos y seglares, considerar a Anacleto II como Anticristo, o en el más benévolo de los casos, como precursor del Anticristo. La actitud que asumiera Lotario, emperador de Alemania, iba a ser decisiva en esta fecha. Con gran acierto indicó que este asunto era de la competencia de la misma Iglesia y al efecto fue convocado otro concilio en Wurzburgo, en el que intervino San Norberto en forma decisiva, inclinando al episcopado alemán a brindar todo su respaldo a Inocencio. Sin embargo, una batalla casi decisiva iba a realizarse en el santo Concilio de Reims, celebrado a fines del año 1131, que fue una derrota completa para Pedro Pierleoni, ya que en tal sínodo los obispos de Inglaterra, Castilla y Aragón reconocieron a Inocencio como Papa legítimo, uniéndose en tal sentido a los episcopados francés y alemán que ya lo habían reconocido. En dicho sínodo fue también excomulgado Pierleoni. Justo es reconocer que en esta lucha fueron también un elemento vital las Ordenes religiosas, que conscientes, en esos tiempos, del peligro que representaba el judaísmo para la iglesia, veían en Anacleto el mayor mal que había enfrentado hasta ese momento la Cristiandad; y con dinamismo y pasión volcaron la actividad de sus conventos, empeñados en salvar a la Santa Iglesia de la amenaza mortal. Desgraciadamente en nuestros tiempos en que la Santa iglesia está tan amenazada por el comunismo y la quinta columna judaica introducida en el clero, nos e ven indicios de que la gigantesca fuerza de la Ordenes religiosas –que podría quizá salvar la situación- se apreste a la lucha. Su día entero lo tienen ocupado en piadosos menesteres, muy dignos de elogio, pero que en las actuales circunstancias les impiden dedicar su actividad a la tarea fundamental de salvar a la iglesia. Creemos que si estas Ordenes despertaran de su letargo, se darían cuenta de que ahora, como en los tiempos de Pierleoni, es indispensable dejar en gran parte, por el momento, los piadosos menesteres que les absorben todo su tiempo, para dedicar buena parte de él a la lucha para salvar a la Cristiandad, con lo que se daría un paso decisivo hacia la salvación. ¡Que Dios Nuestro Señor ilumine a los Padres generales de dichas Ordenes y les haga ver la necesidad de tomar una suprema y decisiva resolución al respecto! Las oraciones y actividades de la Regla son muy importantes; pero más importante todavía es salvar a la Santa Iglesia del peligro judeo-comunista que amenaza con aniquilarla. San Bernardo y muchas legiones de frailes tuvieron que dejar la tranquilidad de los conventos y la observancia rigurosa de las Reglas (naturalmente con los permisos adecuados), para lanzarse a las calles a salvar a la Cristiandad. ¡Y lo lograron! Después del Concilio de Reims ya no quedaba a Pierleoni sino el apoyo de Italia (en su mayoría) y, principalmente, el del Duque Rogerio II de Sicilia, su cuñado, que prácticamente dominaba la situación de la península. De algo había servido el matrimonio de la judía conversa Pierleoni, hermana del antipapa, con el citado duque. El estratégico matrimonio estaba ya rindiendo sus frutos. Para lograr el triunfo definitivo contra el judío que usurpaba en Roma el trono de San Pedro, era preciso una invasión militar, una especie de cruzada; y fueron San Bernardo y San Norberto los que convencieron a Lotario, emperador de Alemania, para que la realizara. Este, con un modesto ejército, se reunió con Inocencio en el norte de Italia y avanzó desde ahí hasta tomar Roma sin resistencia, ya que muchos nobles italianos traicionaron a Anacleto a última hora. Lotario instaló a Inocencio II en Letrán, mientras que Pedro Pierleoni se refugiaba en Sant´Angelo, controlando San Pedro, razón por la cual el emperador fue coronado por Inocencio en Letrán. Pero como Rogerio de Sicilia avanzase entonces al frente de un poderoso ejército, Lotario tuvo que retirarse, por lo cual no pudo sostenerse en Roma Su Santidad el Papa, que tuvo que volver a huir, dejando de nuevo allí al antipapa judío dueño de la situación. Retirado Inocencio a Pisa, reunió en esta ciudad un magno concilio, al que asistieron obispos de casi toda la Cristiandad y gran cantidad de priores de conventos, que desempeñaron un papel muy importante en esta lucha. Entre ellos se encontraba San bernardo, acaudillando siempre la pelea. Al año siguiente, Lotario volvió a invadir Italia para instalar en Roma al Papa legítimo y arrojar de allí al judío usurpador. La conducta del emperador de Alemania es muy digna de tomarse en cuenta, ya que en esos momentos críticos para la Iglesia y para el mundo cristiano, supo hacer a un lado sus intereses personales y los resentimientos del imperio a causa de la dura lucha de las investiduras, para entregarse en cuerpo y alma a la tarea de salvar a la Cristiandad. ¡Ojalá que en la actual crisis mundial abunden los jerarcas que imiten una tan noble conducta y que sepan posponer sus intereses particulares a las necesidades generales, olvidando rencores –muchas veces justificados- en aras de la unión de todos los pueblos en la lucha de liberación universal que debe sostenerse en contra del imperialismo judaico y de sus dictaduras masónicas o comunistas! Con muy justa razón S.S. el Papa Inocencio II, en el fragor de la terrible lucha, escribía al emperador Lotario diciéndole: "La Iglesia, con divina inspiración, te ha escogido y elegido a ti en calidad de legislador como a un segundo Justiniano, y como a un segundo Constantino para combatir la herética impiedad de los judíos" (256). La campaña victoriosa llevó a Lotario hasta derrotar a Rogerio y replegarlo hasta Sicilia, pero no pudo tomar Roma, en donde siguió instalado el antipapa judío, para escándalo de toda la Cristiandad. Al retirarse de Italia, Lotario y sus ejército, Rogerio de Sicilia la reconquistó casi por completo, con lo que la causa de Pierleoni parecía resurgir en forma peligrosa. La alarma en la Cristiandad fue cada vez mayor, ya que surgía de nuevo amenazadora la potencia del antipapa, a quien Arnulfo, obispo de Liseaux, Manfredo, obispo de Mantua y otros distinguidos prelados, llamaban a secas "judío". El arzobispo Walter de Rávena denunciaba el cisma de Anacleto como "herejía de la perfidia judía" y el rabino Louis Israel Newman afirma que el partido de Inocencio decía que Anacleto era el "Anticristo", opiniones que fueron confirmadas al emperador Lotario por los cardenales que apoyaron al Papa ortodoxo. El propio Inocencio II, convirtió en grito de batalla la afirmación de que la usurpación de Anacleto era "una insensata perfidia judía". El estudioso rabino citado termina su narración de esta lucha con el siguiente comentario: "El `Pontífice judío´ mantuvo con éxito su posición, hasta su muerte el 25 de enero de 1138...". Este dirigente israelita, más honrado como historiador que otros, no tiene pues, reticencias ni temores y afirma con toda claridad que Pierleoni fue un hebreo, llamándolo además expresamente "Pontífice judío", mientras llega su osadía al grado de llamar antipapa a Inocencio II (257). Muerto en Roma el judío usurpador con todos los honores papales, el Cuerpo Cardenalicio –que según se decía estaba inundado por purpurados que practicaban en secreto el judaísmo- procedió a designar un nuevo Papa, o mejor dicho antipapa, nombramiento que recayó en la persona del cardenal Gregorio, designado con la aprobación y el apoyo de Rogerio de Sicilia. El nuevo Papa -antipapa- tomó el nombre de Víctor IV, mientras la incansable predicación de San Bernardo, junto con la presión de los ejércitos alemanes, había logrado ir conquistando para el Papa legítimo la adhesión de los principales baluartes de Pierleoni, como Milán y otras ciudades italianas, terminando al fin con la misma Roma, conquistada por la santidad y elocuencia de San Bernardo. El antipapa judío tuvo que refugiarse en esta ciudad en los últimos días, otras vez en San Pedro, ocupando también el poderoso castillo de Sant´Angelo. Sin embargo, el partido de los Pierleoni decrecía y se hundía paulatinamente, hasta que el nuevo antipapa Víctor IV se encontró ante una situación prácticamente insostenible. La elocuencia de San Bernardo acabó por convencerlo a capitular. En este episodio vemos de nuevo surgir la táctica que en el judaísmo sigue desempeñando un papel decisivo a través de sus luchas políticas: cuando una facción judaica o dominada por el judaísmo se ve perdida, trata de impedir que la derrota inminente se convierta en destrucción y en catástrofe, fingiendo a tiempo rendirse a su enemigo, implorando misericordia o negociando el permiso para conservar las mayores posiciones posibles, a cambio de prometer sumisión y fidelidad. Al salvarse esa fuerza judaica de la destrucción, conserva a menudo algunas posiciones valiosas en le nuevo régimen del vencedor, que lejos de agradecer, utiliza las sombras para conspirar, para ir reorganizando en secreto sus fuerzas, para irlas acrecentando con el tiempo más y más, y para dar, en el momento oportuno, el golpe traidor que aniquilará al enemigo confiado y generoso, que en vez de destruir al ingrato adversario cuando pudo hacerlo, le dio la posibilidad de resurgir y dar de nuevo el zarpazo. Esta ha sido la historia de las luchas entre cristianos y judíos durante más de mil años y ha sido también una de las cusas principales de los resurgimientos de la sinagoga, tras de sus espectaculares derrotas. Tanto Giordano como los demás hermanos de Pedro Pierleoni fingieron arrepentimiento, pidieron perdón, abjuraron de toda herejía y se reconciliaron con la legítima autoridad pontificia; con sus actitudes hipócritas conmovieron al Papa Inocencio II y a San bernardo, quienes generosamente les perdonaron. En vez de destruir su fuerza. Su Santidad les conservó sus grados y su posición en la corte pontificia; y después, hasta los honró con homenajes y cargos, con el ánimo de lograr la unificación firme y duradera de la Santa Iglesia, tratando de conquistar con bondad extrema a esos criptojudíos que quizá conmovidos por tanta generosidad, tendrían al fin un sincero arrepentimiento. En el terreno eclesiástico obró Inocencio con mayor energía, y habiendo reunido en 1139 un concilio ecuménico, que fue el II de Letrán, al mismo tiempo que se condenaban las doctrinas de Arnaldo de Brescia y de Pedro de Bruys, fueron anulados los actos de Anacleto y degradados todos los sacerdotes, obispos y cardenales; en una palabra, todos los clérigos ordenados por Pierleoni, y declaradas ilícitas todas sus ordenaciones (258), ya que se les tenía por cismáticos, y la opinión general consideraba que abundaban entre ellos los herejes judaizantes, o sea, los que practicaban ocultamente el judaísmo, con lo cual el Santo Padre limpió el clero de judíos secretos, saneando las jerarquías y destruyendo de un solo golpe todas las infiltraciones hebraicas dentro del mismo, realizadas, como es fácil comprender, al amparo del “Pontífice judío”, como lo llama el ilustre rabino Newman. Pero la magnanimidad que en lo político había tenido el Papa con el vencido Giordano Pierleoni y sus hermanos, iba a ser trágica para la Santa Sede. Es necesario hacer notar que en esta política de perdón debe haber influido San bernardo, a quien su excesiva bondad hizo concebir la idea de que quizá cambiando de política hacia los hebreos podría la Santa Iglesia ablandar su endurecido corazón de los mismos. San Bernardo, al mismo tiempo que combatía las actividades cismáticas y heréticas de los judíos, usaba con ellos de extrema indulgencia, oponiéndose a que se les persiguiera y a que se les causara perjuicio alguno. Quiso, en otras palabras, amansar lobos a base de bondad, pensando quitarles así su ferocidad. Como siempre, los israelitas abusaron de la bondad de San Bernardo y demostraron con hechos muy elocuentes que es imposible convertir a los lobos en dóciles ovejas. Los acontecimientos de los siglos posteriores así lo demostraron y obligaron a la santa Iglesia a obrar de forma enérgica y a veces implacable en su lucha contra los hebreos. Las hogueras de la Inquisición fueron, en gran parte, el resultado del lamentable y triste fracaso de la generosa política de perdón, tolerancia y bondad preconizada por San Bernardo. |
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