En el Corriere della Sera se reseñaba el libro Vivendo nella carne [Viviendo en la carne] (Ed. Rizzoli), de Mons.
Luigi Giussani, fundador de Comunión y Liberación. Dos frases intentan
justificar ese título, como mínimo equívoco. En la parte de arriba: «seguir
a Cristo consiste en intensificar cien veces las experiencias humanas»; en la
parte de abajo, entrecomillado (se trata por tanto de citas literales de Don
Giussani), «no queremos sólo a Cristo, queremos también a los árboles, a
la mujer, a todas las criaturas».
En la primera frase está presente el naturalismo de la nueva teología, que
esconde lo sobrenatural en lo natural y convierte el seguimiento de Cristo en
una vida humana potenciada al máximo, cuando en realidad consiste en una vida
sobrenaturalizada por la gracia que, con su desarrollo, tiende a que nosotros
vivamos en Dios y Dios en nosotros, intensificando «cien veces» no las
experiencias humanas, sino las divinas, como se desprende de la vida de los
santos.
En la segunda frase, así como en el título, existe un error fundamental, un
sofisma de la nueva teología que penetró en el Concilio Vaticano II bajo la
etiqueta de "apertura al mundo", "cristianismo encarnado",
etc., sofisma sobre el cual se ha construido la actual "religión del
mundo" naturalista, horizontal o algo peor todavía.
Sobre uno de los padres de la nouvelle théologie, Hans Urs von Balthasar,
escribía Elio Guerriero en Il Sole-24 ore (28.6.98) que «oponiéndose a una
tradición secular de origen monástico, se distanció de la 'fuga mundi', ya
que el mundo de los hombres, aquél por el cual el Hijo del hombre se encarnó
y se enfrentó al sufrimiento y a la muerte, es éste y no otro».
Comencemos dejando claro que la fuga mundi no es «una tradición secular de
origen monástico», sino una tradición constante y de origen evangélico. «Vosotros
sois de este mundo, yo no soy de este mundo», dice Jesús de sí mismo a los
judíos (Jn. 8, 23); y de sus discípulos dice al Padre: «yo les he
comunicado tu palabra, y el mundo les aborreció, porque no son del mundo,
como ni yo soy del mundo» (Jn. 17, 14). Y también: «por ellos ruego: no por
el mundo ruego, sino por aquellos que me has encomendado, pues tuyos son»
(Jn. 17, 9). Y a sus discípulos: «si el mundo os aborrece, sabed que a mí
me ha aborrecido primero que a vosotros. Si del mundo fuerais, el mundo amaría
lo que era suyo; mas pues no sois del mundo, sino que yo os entresaqué del
mundo, por eso os aborrece el mundo» (Jn. 15, 18-19). ¿De dónde, pues, se
ha sacado Urs von Balthasar (o, en su nombre, Elio Guerriero), que la fuga
mundi es una tradición «de origen monástico»?
Pero, ¿qué es ese «mundo» al cual Jesús no pertenece, por el cual Jesús
no ruega y al cual el cristiano no debe pertenecer? Según el célebre exégeta
dominico M. J. Lagrange, «el mundo es la humanidad en sentido amplio, a
menudo esclava de los deseos sensuales y que no admite someter su razón a la
fe ni su corazón a la ley de la caridad sobrenatural. Tras haber confortado a
sus discípulos en la llama de su propio corazón (...) Jesús les pone de
pronto ante la brutal realidad: serán expuestos al odio del mundo, cuyos
perversos instintos ellos están llamados a contrariar» (L'Evangelo di Gesù
Cristo, Morcelliana, Brescia 1935, pág. 512). La misma explicación se
encuentra en todos los tratados de ascética y mística: por ejemplo, «el
mundo no es el conjunto de las personas que viven en el mundo, entre las que
se encuentran tanto almas selectas como incrédulas. Es el conjunto de quienes
se oponen a Jesucristo y son esclavos de la triple concupiscencia» (A.
Tanquerey, Compendio di Teologia ascetica e mistica, n. 210); o también: «es,
en último análisis, el ambiente anticristiano que se respira entre las
gentes que viven completamente olvidadas de Dios y entregadas por completo a
las cosas de la tierra» (Antonio Royo Marín, O.P. Teología de la perfección
cristiana, BAC 114, Madrid 1954, n. 165).
¿De dónde nace, entonces, el grito de protesta de Don Giussani: «no
queremos sólo a Cristo, queremos también (...) a todas las criaturas»? Jamás
propuso la Iglesia un «sólo a Cristo» en antagonismo con «todas las
criaturas» (que además Le pertenecen), ni entendieron (ni entienden) los
monjes con la fuga mundi una huida del mundo creado por Dios. Afirmarlo es
simplemente ridículo. Todavía menos pretendieron huir del «mundo de los
hombres, aquél por el cual el Hijo del hombre se encarnó y se enfrentó al
sufrimiento y la muerte» que «es éste y no otro», como pretende Von
Balthasar.
El mundo del cual huyen los monjes, incluso materialmente, es ese «ambiente
anticristiano que se respira entre las gentes que viven completamente
olvidadas de Dios y entregadas por completo a las cosas de la tierra. Este
ambiente malsano se constituye y manifiesta en cuatro formas principales: a)
falsas máximas, en directa oposición a las del Evangelio. El mundo exalta
las riquezas, los placeres, la violencia, el fraude y el engaño puestos al
servicio del propio egoísmo, la libertad omnímoda (...) b) burlas y
persecuciones contra la vida de piedad, contra los vestidos decentes y
honestos (...) c) placeres y diversiones cada vez más abundantes, refinados e
inmorales (...) d) escándalos y malos ejemplos casi continuos, hasta el punto
de apenas poder salir a la calle, abrir un periódico, contemplar un
escaparate, oír una conersación sin que aparezca en toda su crudeza una
incitación al pecado» (Royo Marín, loc. cit.). Pecado que no está en las
criaturas de Dios, en sí buenas e inocentes, sino que viene «del corazón»
del hombre (Mt. 15, 20), que abusa de ellas: «todo es limpio para los
limpios; mas para los contaminados e infieles, nada hay limpio, antes están
contaminadas tanto su mente como su conciencia» (Tit. 1, 15).
Éste es el mundo del cual huyen, incluso materialmente, los monjes, y de cuyo
espíritu todos los cristianos, hoy como ayer, deben huir, viviendo en el
mundo como si no fuesen del mundo (Jn. 17, 15 y I Cor. 7, 31). No son «los árboles»
o «la mujer» (entendida, esperamos, como criatura de Dios a cuya «ayuda»
[Gén. 2, 18], sin embargo, Don Giussani debería haber renunciado «por el
reino de los cielos») o «todas las criaturas», y todavía menos es el «mundo
de los hombres, aquél por el cual el Hijo del hombre se encarnó y se enfrentó
al sufrimiento y la muerte, éste y no otro», como querría Von Balthasar,
aunque, por ser enviados al mundo para convertirlo, los discípulos de Cristo
«serán por ello, al menos muy a menudo, odiados por el mundo como Él lo fue
por los judíos» (Lagrange, op. cit.).
El equívoco entre el mundo creado por Dios y el "mundo" enemigo de
Dios es evidente. Cualquier buen cristiano estaría en disposición de
disiparlo, pero Von Balthasar, «el hombre más culto de nuestro tiempo»,
como era elogiado por De Lubac, parece haberse enredado en él, junto con Don
Giussani. Pero la confusión es tan banal que resulta espontáneo preguntarse
si Von Balthasar y los cultivadores de la nueva teología no pretenden más
bien enredar a los demás.
Giussani, modernista hace cuarenta años
Bajo el título Ecumenici, quaranta
anni fa, la revista Tracce (noviembre 1997), de Comunión y Liberación,
republicaba un escrito de Mons. Luigi Giussani, fundador de dicho
movimiento, ya aparecido -según leemos- en Appunti di metodo
cristiano (1964) y luego en Il cammino al vero è un'esperienza [El
camino hacia la verdad es una experiencia] [sic] (1995).
«La llamada del hombre cristiano a los demás debe ser
auténtica», advierte Don Giussani, y pasa a ilustrar los «aspectos
más importantes de esa autenticidad».
El primer aspecto importante es que la «llamada» no
debe confundirse con la «propaganda»: «la propaganda consiste en
difundir algo porque yo lo pienso y me interesa a mí. La llamada, por
el contrario, tal como la entiende la Iglesia [sic], es volver a
despertar algo que ya está en el otro». Y según Don Giussani
-replicamos nosotros-, ¿cómo se denomina el difundir algo no «porque
yo lo pienso y me interesa a mí», sino porque Dios lo ha revelado y
por tanto yo lo creo y me interesa, y sé que le interesa también a
la salvación eterna de mi prójimo? ¿No se llama, tal vez,
apostolado? ¿Y no es eso lo que la Iglesia siempre ha hecho, por
mandato divino, comenzando por los Apóstoles? Fides ex auditu: «la
fe viene por la predicación; y la predicación, por la palabra de
Cristo» (Rom. 10, 17), dice el Espíritu Santo por boca de San Pablo,
el cual sin embargo concluye: «¡ay de mí si no predicare el
Evangelio!» (I Cor. 9, 16). Pero Mons. Giussani nos asegura que la
Iglesia "llama", y que esta "llamada" la entiende
la Iglesia como un «volver a despertar algo que está en el otro»,
extrayendo, como veremos, la conclusión exactamente opuesta a la del
escrito sagrado: «¡ay de mí si predicase el Evangelio!».
En consecuencia, la Iglesia, según Don Giussani, no trae
nada nuevo al hombre, sino que se limita a volver a despertar algo que
ya está en el hombre, aunque adormecido. ¿Debemos creer tal vez que
en el hombre ya está adormecida la Divina Revelación, con la noción
de la Santísima Trinidad, de la Encarnación del Verbo, de la vida
sobrenatural, etc.? ¿O debemos más bien pensar que para Don Giussani
estas verdades sobrenaturales, que el hombre no puede conocer sólo
con la luz de la razón ni por medio de ninguna
"experiencia", jamás han sido reveladas por Dios?
Lo sentimos por Mons. Giussani, pero la Iglesia jamás ha
"llamado" a verdades ya presentes en el hombre. Ha enseñado
siempre verdades reveladas de lo Alto con una Revelación divina, histórica,
externa. Es Blondel, el filósofo del neomodernismo, y no la Iglesia,
quien entiende el apostolado (si todavía puede denominarse así) como
una "llamada", como un «volver a despertar algo que está
en el otro». Y así, escribe en La acción: «nada puede entrar en el
hombre que no salga de él». Y por tanto, puesto que del hombre no
puede salir lo sobrenatural, tampoco puede entrar, y en consecuencia
se excluye toda Revelación sobrenatural: la "Revelación"
es solamente una toma de conciencia natural de "lo divino".
Lo cual queda confirmado por los párrafos siguientes del
escrito de Mons. Giussani: «por eso la nuestra no es ante todo una
llamada a determinadas formas, a una organización particular
[Iglesia], sino a aquella promesa que constituye el corazón mismo del
hombre. Nosotros les recordamos lo que Dios ha puesto en su corazón
al crearlos, situándoles en un ambiente dado, formándoles.
Precisamente por eso no sabemos adónde les conducirá Dios,
inspirados por nuestra palabra: el designio es Suyo. No podemos saber
cuál será su vocación»... Vocación que, evidentemente, no es ante
todo para Don Giussani la vocación común, obligatoria para todos: la
vocación a la redención en Cristo, la vocación al cristianismo y
por tanto a la Iglesia Católica. Nótese que él habla de la «llamada
del hombre cristiano a los demás», es decir, a los no cristianos, y
Tracce nos muestra el «intercambio» ecuménico entre los
"monjes" budistas del monte Koya (Japón) y el movimiento
ecuménico de Don Giussani.
Además, si «el camino hacia la verdad es una
experiencia» (ver anterioremente), si la "revelación" es
fruto de la experiencia humana y no de una intervención divina en la
historia, ¿por qué habría de negarse valor a la
"experiencia" de "lo divino" en cualquier creencia
religiosa? Estamos en pleno modernismo: «la esencia del modernismo es
en realidad ésta: que el alma religiosa no extrae de ningún otro
lugar distinto de ella misma el motivo de su propia fe» (Prof. Romano
Amerio, Iota Unum, Salamanca 1995, pág. 42, n. 17).
Por consiguiente, el titular correcto no sería
Ecumenistas hace cuarenta años, sino Modernistas hace cuarenta años,
y ecumenistas en cuanto modernistas... a pesar de las encíclicas
Pascendi, de San Pío X, y Humani Generis, de Pío XII.
Prosperus
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