IGLESIA
José
María Llopis,
Presbítero
La palabra Iglesia, ekklhsia, significa asamblea, congregación o junta, voz derivada de ekkalew, yo llamo, yo junto o congrego. Después de promulgado el Evangelio, los latinos trasladaron a su idioma esta voz ecclesia, significando señaladamente con ella la república cristiana, y los lugares donde se congregan los fieles seguidores de la doctrina de Cristo, llamados interiormente por la gracia de Dios y exteriormente por el ministerio de los pastores y predicadores. Pero por lo que rigurosamente toca a nuestro propósito, Iglesia es la sociedad de aquellos que profesan la fe de Cristo, participan de sus sacramentos, y, subordinados a los Obispos, están unidos a Cristo por medio de la absoluta sumisión a las enseñanzas del Papa, que es su cabeza visible en la tierra. Esta Iglesia consta de tres partes, llamadas Iglesia militante, purgante y triunfante. La Iglesia militante la componen los fieles cristianos que viven en la tierra, luchando con los tres formidables enemigos del alma, mundo, demonio y carne. La Iglesia purgante la forman las almas de aquellos que, fieles a la doctrina de Cristo y justos, salieron, sin embargo, de este mundo sin haber satisfecho plenamente a Dios por sus culpas graves, las cuales, si bien les fueron perdonadas en cuanto a la pena eterna por los méritos de Cristo y la gracia de sus Sacramentos, no fue así en cuanto a la temporal. También forman esta Iglesia los justos que han de purificarse de faltas leves o culpas veniales. La Iglesia triunfante la componen los brillantísimos y felicísimos coros de espíritus bienaventurados, y aquellos qué triunfantes del mundo, del demonio y dé la carne, y habiendo satisfecho plenamente a Dios, libres ya de padecimientos y molestias, gozan de la bienaventuranza. Mas no se ha de creer que estas son tres Iglesias, sino tres partes de una misma Iglesia, de las cuales sólo la triunfante es perpetua, por estar in termino. La Iglesia militante se divide en docente y discente. La primera la forman el Romano Pontífice y los Obispos, porque a ellos toca enseñar la doctrina de Cristo, como puestos por el Espíritu Santo para regir y gobernar, si bien a sólo al Papa compete dirimir las controversias relativas a la fe y costumbres, y él sólo tiene el primado de honor y jurisdicción en la Iglesia universal, puesto que sobre él señaladamente fundó Cristo la Iglesia, encargándole que apacentara a sus corderos y ovejas, o sea a los Obispos y a los fieles... La segunda está formada por todos los fieles. Esta Iglesia militante es comparada a una ciudad puesta sobre un monte, para que sea vista por todos y por todas partes, y a ella pertenecen no sólo los buenos, si que también los malos, con tal que profesen la misma fe y participen de los mismos Sacramentos. Pero aunque esta Iglesia abraza a buenos y malos, como lo enseñan las divinas Letras y los escritos de los santos Padres, sin embargo hay una diferencia notabilísima entre unos y otros, porque los malos sólo pertenecen al cuerpo de la Iglesia, y los buenos pertenecen al cuerpo y al alma; y a esto alude el Apóstol cuando dice: Unum corpus, et unus spiritus (Ephes. IV, 4). Se llaman buenos en la Iglesia, aquellos que además de profesar la fe en Cristo y participar de sus Sacramentos, están unidos con el espíritu de la gracia y enlazados por la caridad; y de estos se dijo: Cognovit Dominus, qui sunt ejus (II, Timoth. II, 19). Los infieles, los herejes y cismáticos declarados, y los excomulgados, no pertenecen a la Iglesia. Los infieles están fuera de la Iglesia porque no la conocieron nunca, ni participaron de su fe y de sus Sacramentos. Los herejes y cismáticos declarados están fuera de la Iglesia, porque se rebelaron contra ella y desertaron de sus filas, pero no por ello dejan de estar bajo la potestad de a Iglesia; que los llama a juicio, reprende su temeridad y fulmina censura contra ellos. Los excomulgados, excluidos de la Iglesia por sentencia de la misma, no pertenecen a ella mientras no se enmienden y la presten la sumisión debida. La Iglesia de Cristo tiene ciertas propiedades, señales o notas, por las que se diferencia de las falsas Iglesias, y por ellas es conocida y seguida por los hombres de buena voluntad. Estas notas son las cuatro siguientes. Una, Santa, Católica y Apostólica. La primera nota de la Iglesia es ser Una. Porque escrito está: una est columba mea, una est speciosa mea (Cant. vi, 8). Y a pesar de ser tantísimos los fieles derramados por toda la redondez de la tierra, una es la doctrina que profesan, porque como dijo el Apóstol predicando a los de Éfeso, Unus dominus, una fides, unum baptisma (Ephes. IV). Además una también es su cabeza, que es Cristo, aunque invisible, y una la visible que es el Romano Pontífice, sucesor del príncipe de los Apóstoles, y Vicario de Jesucristo en la tierra; y uno mismo es el Espíritu que da la gracia a los fieles y la paz a sus corazones, según aquellas palabras del Apóstol a los de Éfeso, cuando les exhorta diciendo sean: Solliciti servare unitatem spiritus in vinculo pacis. (Ephes. IV, 3). (Véase Unidad). La segunda nota de la Iglesia es ser Santa. Efectivamente. Una sociedad que tiene por fundador a Cristo, y forma un cuerpo cuya cabeza es Él; una sociedad que profesa una doctrina en que no se encuentra una palabra ni una letra que no inspire la santidad; una sociedad que participa de unos sacramentos que son como las fuentes en que bebe el hombre la santidad, y perdida vuelve a ellos y enseguida la recobra; una sociedad, en fin, que recibe de Dios, a quien está directamente consagrada por el bautismo, los dones del Espíritu Santo y todas las gracias de la misericordia divina, claro es que es santa. Por eso San Agustín, interpretando aquellas palabras del Profeta: Custodi animam meam, quoniam sanctus sum (Psalm. LXXXV), dice: Audeat et corpus Christi, audeat et unus ille homo, clamans a finibus terræ cum capite suo, et sub capite suo dicere, Sanctus sum: accepit enim gratiam sanctitatis, gratiam Baptismi et remissionis peccatorum... Si christiani omnes et fideles, in Chrissto baptizati, ipsum induerunt, sicut Apostolus dicit, quotquot in Christo baptizati estis, Christum induistis: si membra sunt facti corporis ejus, et dicunt sanctos non esse, capiti ipsi faciunt injuriam, cujus membra sancta sunt. (San Agustín, in Psalm. LXXXV, 2). Por lo demás, nadie debe extrañar que la Iglesia se llame santa, habiendo en ella tantos pecadores, porque sus individuos se llaman santos por haberse consagrado a Dios por la gracia del bautismo, que da la fe en Cristo, que lavó con su sangre las iniquidades de tos hombres, los cuales, por pecadores que sean, pueden adquirir la santidad en virtud de los méritos del Redentor, vinculados a los sacramentos de su Iglesia, como la adquirieron San Agustín, San Pablo y otros innumerables santos que veneramos en los altares. La tercera nota de la iglesia es ser Católica, que vale tanto como universal. Y en efecto: una sociedad que no está ceñida ni limitada por mares, ni por montes, ni por ríos; que atraviesa las fronteras de los pueblos y difunde su fe, lo mismo en este que en otro hemisferio; lo mismo en Europa que en América, en Asia que en África, entre los hielos del Norte como bajo los rayos abrasadores del Ecuador y en las dilatadas islas de la Oceanía, claro es que es universal. Además se llama católica la Iglesia porque todos los que han buscado la salvación eterna se han acogido a ella como el arca de Noé; y en medio del diluvio de errores y sectas que pulularon y pululan siempre en el mundo, sólo la Iglesia de Cristo ha sido la nave que ha salvado a los hombres que han seguido su doctrina, llevándolos a través de los escollos y peligros de este mar proceloso, al puerto tranquilo de la eterna gloria. Por esto se escribió de ella y de su fundador: Redemisti nos Deo in sanguine tuo ex omni tribu, et lingua, et populo, et natione: et fecisti nos Deo nostro regnum (Apoc. V, 9) (Véase Catolicidad). La cuarta nota de la Iglesia es ser Apostólica. Y de tal manera le conviene esta propiedad, que ninguna secta puede arrebatársela, porque ninguna más que ella sigue y enseña la doctrina que siguieron y enseñaron los Apóstoles, ni se rige por el ministerio apostólico. Por eso los santos Padres añadiéronle en el símbolo este calificativo Apostólica, inspirados por el Espíritu Santo que gobierna esta Iglesia, y por el ministerio apostólico enseña a los fieles la verdadera doctrina que ilustra sus entendimientos, mueve sus voluntades y los lleva a la práctica de las virtudes que los santifican. Y de tal manera se perpetúa el ministerio apostólico en la Iglesia de Cristo, que desde León XIII hasta el más moderno de los Obispos diseminados por el orbe católico, todos encuentran en sus ilustres predecesores un abolengo sagrado que los une con el colegio apostólico y al príncipe de los Apóstoles, a los cuales dijo Jesucristo: Euntes ergo docete omnes gentes, baptizantes eos in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti: docentes eos servare omnia quæcumque mandavi vobis. Et ecce ego vobiscum sum omnibus diebus usque ad consummationem sæculi. (Matth. XXVIII, 19.) Esta promesa la hizo Jesucristo a sus Apóstoles después de asegurar que tenía toda potestad en el cielo y en la tierra, y como claramente se echa de ver, no quiso limitarla a aquellos con quienes hablaba, sino que la extendió a todos los que en el transcurso de los tiempos desempeñasen el ministerio apostólico por sucesión legítima. (Véase Apostolicidad tomo 1, pág. 621). De lo que acabamos de decir, se siguen las dotes con que Cristo adornó a su Iglesia, que son tres: Indefectibilidad en su existencia, infalibilidad en su enseñanza y autoridad en su dirección y gobierno. Y por lo que hace a su indefectibilidad, claro es que si la Iglesia es la obra de Cristo para aleccionar a todas las gentes de todos los pueblos y lugares, en aquellas cosas de las cuales depende la salvación eterna, precisamente esta Iglesia ha de existir siempre, a pesar de las maquinaciones y asechanzas de los infieles, herejes, cismáticos, materialistas y demás instrumentos del infierno, y de aquí la promesa de Cristo relativa a esta dote: Portæ inferi non prævalebunt adversus eam. (Matth. XVI, 18). Tampoco puede menos de ser infalible esta Iglesia que ha de enseñar a las gentes la doctrina de Cristo, porque si pudiera engañarse en cuanto a esa doctrina corresponde, no sería gobernada por el Espíritu de Dios, sino por el del diablo, como sucede a las demás Iglesias falsas, y los fieles nunca estarán seguros en cuanto tocara a los dogmas de su fe o a sus costumbres, y a menudo caerían en errores perniciosísimos, como sucede a las demás sectas separadas precisamente de aquella sociedad fundada por el Salvador para que lo representara en el mundo, y siendo su cuerpo y su esposa, abriera las puertas del cielo a los hombres que siguieran sus enseñanzas y observaran sus preceptos. Por el contrario, Cristo ha prometido a su Iglesia su asistencia, de tal manera, que las puertas del infierno (metáfora que vale tanto como error), jamás prevalecerán contra ella, promesa que sería irrisoria desde el momento en que esa Iglesia fuese falaz o falible en aquellas cosas pertenecientes a la fe y costumbres del pueblo católico. (Véase Infalibilidad). Y de esta dote se sigue la de la autoridad. Porque si efectivamente la Iglesia es infalible, como lo es, ella sola es la única que tiene autoridad para dirigir a los hombres, los cuales, como súbditos leales, han de obedecer a su madre, que gobernada por el Espíritu Santo y siempre inspirada por Él, tiene la potestad de atar y desatar en la tierra lo que ha de quedar atado y desatado en el cielo. (Matth. XVI, 19). Para la completa inteligencia de esta dote, conviene tener presente lo que dijimos al principio de este artículo, al tratar la Iglesia militante. (Véase Autoridad de Iglesia, tomo 1, pág. 828). Tres son, por último los cargos ú oficios principalísimos de la Iglesia: el de testigo, el de juez y el de maestra. Desempeña el cargo de testigo, manifestando las verdades y hechos recibidos de Cristo; el de juez, dirimiendo y fallando las controversias relativas a la fe y costumbres católicas; y el de maestra, enseñando por la predicación y la práctica, la sana e imperecedera doctrina que nutre y confirma a los fieles en la verdad y en el bien, hasta edificarlos y hacerlos morada de Dios en el Espíritu Santo. Véase pues el hecho de la fundación de la Iglesia para los fines expresados: El hombre necesita estar constituido en sociedad para realizar sus fines temporales, y conseguir los bienes de este orden: luego con mayor razón necesita formar parte de una sociedad de un orden más elevado para conseguir su fin eterno, los bienes consiguientes y los medios que conducen a él. Todo hombre, pues, a un mismo tiempo y con perfecta armonía, es miembro de tres sociedades distintas: la sociedad doméstica, o la familia; la sociedad civil, o el Estado; la sociedad religiosa, o la Iglesia. Esta triple sociedad satisface todas las necesidades y aspiraciones del hombre, es conforme a su naturaleza, y contribuye a su perfección íntegra y total. Pero en rigor sólo la Iglesia realiza el bello ideal de una sociedad perfecta, porque reúne a toda la humanidad en una sola familia, y da a todos iguales bienes, atendiéndoles de la misma manera, porque están ordenados a los mismos fines. No así el Estado; que por una parte se encierra dentro de sus fronteras, constituyendo así una división de los otros Estados, o lo que es lo mismo, una sociedad parcial, y se esfuerza por medrar a costa de los demás, por tener intereses encontrados; y por otra no puede repartir de igual manera la suma de los bienes a todos los ciudadanos, ni dar leyes que no sean en perjuicio de algunos, ni sostenerse sino a costa de la libertad individual. Cualquiera que sea la forma del gobierno, está más o menos basada sobre la fuerza, principal sostén de los poderes en las sociedades humanas. De manera, que la organización del Estado es necesariamente defectuosa e imperfecta, ya por sus límites, ya por su constitución, ya por su importancia en muchas casos, ya por la facilidad de abusar de su poder. Lo contrario sucede en la Iglesia, para la cual no hay fronteras, ni divisiones de pueblos, o tribus, o lenguas, sino que se extiende más allá que todas las sociedades humanas, y las contiene en sí misma, a la manera que el Estado contiene las ciudades, y estas las familias. En el orden político hay españoles, franceses, alemanes, etc.; en el orden religioso no hay más que católicos, hijos todos de una misma madre, y miembros de un mismo cuerpo, que forman la más estrecha y compacta unidad. Es un organismo viviente con vida propia que influye en todos sus miembros, a la manera que un árbol robusto y lozano vivifica con su savia todas sus ramas y hasta sus últimas hojas. Y en este sentido decían profundamente los santos Padres, que los herejes eran como ramas cortadas del árbol, porque dejan de participar sus influencias, sus bienes, su vida, y no producen fruto alguno. Es importantísimo comprender bien esta idea fundamental, que nos descubre los horizontes más luminosos, y que es de un valor absoluto y concluyente, como la más robusta de nuestras pruebas, y la más oportuna para aclarar la doctrina sobre los derechos de la Iglesia, su independencia y la extensión de su autoridad. Si la Iglesia fuese una mera aglomeración de individuos, bien que reunidos por disposición divina, no tendría otro poder que el que hubiera recibido de sus miembros, y había que dar la razón a los protestantes, los febronianos, los richerianos y los regalistas antiguos y modernos: si por el contrario, es una institución orgánica, dotada de una vida divina, ella misma anima y vivifica a sus miembros, los rige y gobierna con autoridad propia, que ha recibido de solo Dios, y por el mismo hecho se eleva sobre todos los poderes humanos. Tal es efectivamente la idea que debemos formar conforme a la Sagrada Escritura, la tradición, y hasta la misma razón. En repetidos lugares del Evangelio es representada la Iglesia como un solo rebaño, una casa, una ciudad, un reino, una institución que obra, enseña, decide y juzga: expresiones todas que revelan una magnífica unidad, y que carecerían de sentido si la Iglesia no fuese una sociedad perfecta y bien organizada, con derechos propios para cumplir su misión. Pero lo que mejor explica la unidad trascendental y la perfección altísima de esta sociedad, es el principio vital que la anima, y del cual deduce sus soberanas y vigorosas influencias. Ella es el cuerpo de Jesucristo, está unida perpetuamente a Él, está desposada con él y vive de su vida. Él es la cabeza del cuerpo de la Iglesia, dice el Apóstol (Colos. I, 18). Ipsum dedit caput super omnem Ecclesiam, quæ est corpus ipsius et plenitudo ejus (Ephes. I, 22). No se puede añadir cosa alguna. Por eso Cristo lo es todo: si la Iglesia es llamada un rebaño, Él es el pastor; si una casa, Él es el fundamento; si un reino, Él es el príncipe; si una religión, Él es el sacerdote. Y la consumación final y la gloria de la humanidad regenerada, consistirá en ser todos de Cristo y Cristo de Dios. Esta magnífica doctrina, que tanto enaltece la dignidad del cristiano, es aclarada todavía más en otros lugares, como uno de los puntos más interesantes de nuestra fe. No sólo la corporación en general, sino cada uno de sus individuos, somos miembros de Cristo: Membra sumus corporis ejus, de carne ejus et de ossibus ejus. (Ephes. V, 30). En virtud de esto, el Apóstol nos describe el organismo de la Iglesia, y la diversidad de dones, oficios y ministerios distribuidos en ella. Cada fiel ocupa su lugar propio, y la unidad se estrecha por una dependencia mutua. Así como el cuerpo es uno y tiene muchos miembros y todos los miembros del cuerpo, aunque sean muchos, son no obstante, un solo cuerpo; así también Cristo… Pues vosotros sois cuerpo de Cristo y miembros de miembro. Y así a unos puso Dios en la Iglesia, en primer lugar Apóstoles, en segundo profetas, en tercero doctores, etc. (I, Cor. XII, 27; Ephes. IV, 12; Rom. XII, 5). Y como añade a los de Éfeso, a proporción de los dones, vocaciones y ministerios que cada uno recibe, cada miembro se va nutriendo, y contribuye al bien para consumación de los Santos en la obra del ministerio, para edificar el cuerpo de Cristo, hasta llegar a participar de su gloria. El mismo Jesucristo manifestó con una frase todavía más expresiva esta su influencia vital: Yo soy la Vid y vosotros los sarmientos. Como el sarmiento no puede de sí mismo llevar fruto, si no estuviese en la vid, así ni vosotros, si no estuviereis en mí: porque sin mí nada podéis hacer. (Joan. XV, 5). Y al dar a sus Apóstoles la plena potestad que Él tenía, les promete solemnemente estar con ellos hasta la consumación de los siglos. Por eso la Iglesia es llamada la Encarnación continuada de Cristo en ella, la extensión inmortal del mismo, la manifestación visible de sus gracias, la afirmación viviente de Cristo, etc. Desde los primeros siglos fue proclamada esta verdad: «Donde está Jesucristo, decía San Ignacio, allí está la Iglesia católica, porque es la plenitud de Aquel que llena todo en todo.» «A la manera, exclamaba Orígenes, que nuestra alma da la vida y el movimiento al cuerpo, que por sí no lo podría tener, así el Verbo anima dando movimiento y energía al cuerpo entero, la Iglesia, y a cada uno de sus miembros.» Pueden citarse otros muchos santos Padres que se expresan en el mismo sentido. Toda la obra de Jesucristo y sus instituciones se dirigen a establecer esta suprema unidad: los Sacramentos no son otra cosa que las funciones de esta vida divina: El Bautismo, que nos abre las puertas de la Iglesia, es un renacimiento espiritual, y por medio de él somos revestidos de Cristo, (Gal. III, 27), y sin diferencia de condiciones somos uno, como un solo hombre en Jesucristo. La Santa Eucaristía nos incorpora al hijo de Dios, que permanece en nosotros, y nosotros en Él, viviendo por Él (Joan. VI, 55). La Penitencia es una resurrección, el orden nos constituye en ministros de Cristo, que obramos en su nombre y con su autoridad: el matrimonio ha de tener por norma la unión indisoluble de Cristo con la Iglesia. La gracia y todas sus maravillosas operaciones que brillan en la Iglesia como las más ricas preseas, no son otra cosa que aplicaciones y frutos de los méritos de Jesucristo, que hacemos nuestros, para hacernos coherederos suyos, e hijos de Dios. Consecuente a esta doctrina, la Iglesia profesa y ha profesado siempre el dogma consolador de la comunión de los santos. La Iglesia, en sus tres estados de gloria, de expiación y de prueba, es un mismo cuerpo animado por la misma vida. Sacrificios, oraciones, méritos, buenas obras, intercesiones, penetran y saturan a esta sociedad modelo, como un fluido bienhechor; a la manera que la sangre circula por todo el cuerpo y extiende sus ramificaciones a los miembros más distantes. Todo es común a todos, nada es participado por un egoísmo exclusivista, ninguna buena obra queda perdida e infecunda, sino que va a aumentar el tesoro general. Por eso la pena más terrible y espantosa que impone la Iglesia a sus hijos culpables y díscolos, es la excomunión. De lo cual se infiere que siendo la Iglesia el cuerpo místico de Cristo, viviendo de sus influencias, y formando con Él, como su cabeza, una persona moral, es una sociedad perfecta, y plenamente libre, que posee los derechos, prerrogativas y autoridad, que el mismo Jesucristo, su fundador. Más todavía: según la doctrina sentada, no sólo es la sociedad más perfecta que se conoce, sino que es la sociedad más perfecta que se puede concebir. Si alguno, como puede suceder, educado en el liberalismo radical, rechaza esta prueba, o intenta desvirtuarla, como si afectase únicamente a los intereses puramente espirituales, no podrá negar al menos que la Iglesia obra en nombre y representación de Jesucristo, como encargada por Él de guardar el depósito de sus doctrinas. Ahora bien: aún sólo con este carácter, debe ser necesariamente una sociedad bien constituida, que tenga el derecho de vivir y desarrollarse del modo más conducente a sus fines, que sólo ella puede determinar como intérprete de aquellas doctrinas. Cuando Jesucristo se dignó enseñarnos las verdades sublimes que constituyen su religión, proveyó sin duda que su enseñanza, como necesaria al hombre para alcanzar la salvación, permaneciese inalterable en toda la duración de los siglos; no la dejó, pues, abandonada a las interpretaciones del capricho, del egoísmo, de la ignorancia o de la malicia, sino que la puso bajo la tutela de una institución creada ad hoc, o sea destinada a preservarla de toda alteración. Esta institución supone un magisterio, una interpretación genuina, una autoridad decisiva, un juicio sin apelación. Y como las controversias y negaciones existen de hecho y revisten mil y mil formas de errores contrarios a la doctrina de Cristo, en sus aplicaciones sociales se infiere que dicha institución, no sólo ha de dirimir las unas y condenar los otros, sino además que ha de ser una sociedad que profese en toda su pureza las doctrinas de su fundador. Sobre todo se necesita conservar pura y clara la noción de Jesucristo, punto céntrico de la religión, y el más importante de la fe cristiana. La persona de Jesucristo es la razón y la explicación de su doctrina, y podemos asegurar que todas las herejías y todos los errores contra la fe se oponen más o menos directamente a aquella noción, la desfiguran y la confunden. Desde los Ebionitas que negaban su generación divina, los Docetas la realidad de su carne, los Arrianos su divinidad, los Nestorianos su personalidad, los Eutiquianos sus dos naturalezas, etc., etc., hasta los racionalistas modernos, que no contentos con negar su divinidad, hasta niegan su realidad histórica, la persona de Jesucristo ha sido siempre de un modo o de otro el escollo donde se ha estrellado la razón intemperante. Jesucristo llegaría a ser desconocido a fuerza de confundirse su noción, si no existiera una sociedad encargada de afirmarla, exponerla y defenderla. Pero Jesucristo es el cristianismo, la religión más sublime que se conoce, y la única verdadera; y de aquí se infiere que una sociedad legítima y autorizada que dé a conocer al mismo Jesucristo, es tan necesaria en todos casos como la misma religión. Al afirmar rectamente a Cristo, la Iglesia afirma y establece la verdadera religión. Por lo mismo se constituye en moderadora legítima de esta religión, y es la forma externa y visible del cristianismo; porque lo que más interesa al hombre, es conocer la religión verdadera y la sociedad en que es profesada. Por eso quiso Nuestro Señor Jesucristo que ninguno se salvase sino en la religión fundada por él, y perteneciendo a su Iglesia. Ésta, como forma expresa y visible del cristianismo, ha de tener notas, para poder ser conocida, y ha de ofrecer a los hombres suficientes garantías para que estos, en asunto tan grave, descansen en ella con toda seguridad. De aquí nacen deberes altísimos para cumplir este cargo tan importante, que suponen derechos bien establecidos e indispensables, a fin de que no se encuentre ningún obstáculo a su acción. La predicación, la enseñanza, el gobierno, la jurisdicción, la autoridad, los medios de hacerse obedecer, y por otra parte el culto público, la dirección espiritual, la administración de Sacramentos, la disciplina, no pueden concebirse sino en una sociedad perfecta y bien organizada, y como derechos inherentes su organización. Porque es evidente que el cristianismo ha de existir en estado social, o lo que es lo mismo, ha de tener una existencia pública, como conviene a su naturaleza, sin que reciba su vida y su derecho a ella de la sociedad civil. El hombre es sociable en el orden religioso, como lo es en el orden natural, y es preciso que el cristianismo esté organizado socialmente, para responder a las necesidades de esta sociabilidad. Así es que todas las religiones conocidas han existido como sociedades públicas, y de otro modo no hubieran podido existir. Siendo de notar, que todas las religiones falsas fundaban su derecho como recibido inmediatamente de Dios, y sostenían su independencia, fingiendo tener comunicaciones directas con la divinidad. De modo que lo relativo a la religión ha sido siempre un terreno vedado a la autoridad e intervención civil. Pero donde ha ocurrido que el gobierno temporal ha tomado la dirección de los asuntos religiosos, la religión, esclava, absorbida en el Estado, como una de sus instituciones, ha concluido por degradarse, corromperse y desaparecer, pues no merece el nombre de religión un culto ceremonioso, meramente oficial. Por último, la Iglesia existe de hecho con vida propia, como una sociedad perfecta e independiente, cualesquiera que sean sus relaciones con el poder civil. Ella esta apoyada sobre la libre sumisión de las conciencias, y la unión estrecha de los corazones. La vemos, formamos parte de ella, reconocemos a nuestros superiores jerárquicos, les prestamos obediencia, y escuchamos su voz como la voz de Dios. No hay sociedad más perfecta que la que de tal modo está constituida, ni derechos mejor reconocidos que los suyos. Si el Papa manda una cosa, todos los católicos le han de obedecer y reconocer en él la única autoridad que en esta parte puede darles leyes. Toda limitación que se intente poner al ejercicio de los derechos libres de la Iglesia, es una violencia, es un abuso de fuerza, es un atentado de lesa conciencia y de lesa religión[1]. Expuestos estos principios, tócanos ahora probar qué no hay en el mundo más que una Iglesia y una cátedra verdadera, y ésta es la católica fundada por Cristo sobre el Príncipe de los Apóstoles, San Pedro, que vive en sus sucesores los Romanos Pontífices; de tal manera, que toda Iglesia que no esté unida y subordinada al Papa, no pertenece a la verdadera Iglesia de Cristo, y por tanto nunca pasará de ser una de tantas sectas disidentes acampada en el error. Varios son los lugares de la Sagrada Escritura que prueban esta proposición, pero más a propósito es el siguiente de Jesucristo San Pedro: Et ego dico tibi, quia tu es Petrus, et super hanc petram ædificabo Ecclesiam meam, et portæ inferi non prævalebunt adversus eam. Et tibi dabo claves regni cœlorum. Et quodcumque ligaveris super terram, erit ligatum el in cœlis, el quodcumque solveris super terram erit solutum et in cœlis. (Matth. XVI, 18, 19). Todos los Apóstoles recibieron de Jesucristo la misión de predicar el Evangelio en todas partes del mundo, fundar iglesias y escribir libros canónicos por inspiración inmediata de Dios; pero sólo Pedro fue nombrado y constituido cabeza y centro de la Iglesia, sólo él fue encargado de velar y dirigir todo el rebaño, sólo a él dijo Jesucristo: Pasce agnos meos. Pasce oves meas. (Joan., XXI, 15). Ésta fue siempre la doctrina enseñada por los santos Padres y Concilios, y para probarlo completamente, basta abrir sus obras y citar lo que dijeron acerca del particular. San Jerónimo, tratando este punto, dice: Licet ex æquo super eos ecclesiæ fortitudo solidetur; tamen propterea unus inter duodecim eligitur, ut capite constituto, schismatis tollatur occasio. (Lib. 1, ad Jov. cap. xiv). De estas palabras de San Jerónimo, claramente se deduce que sólo San Pedro tiene la suprema autoridad como cabeza visible de la Iglesia, elegido por Cristo para que fuera el órgano de su pensamiento y el canal de las aguas de la verdadera doctrina; autoridad vinculada a sus sucesores los Romanos Pontífices, a quienes acudió siempre la Iglesia universal, para que ataran y desataran en las contiendas pertinentes a la fe y costumbres. —He aquí cómo San Cipriano confirma esta doctrina: Habían salido de África para Roma algunos Obispos herejes y cismáticos, con el objeto de sorprender al Papa Cornelio, al cual le escribió el santo para decirle quiénes eran aquellos Obispos y sus pretensiones; entre otras cosas, dice el santo en sus cartas al Papa: Navigare audent ad Petri cathedram ecclesiam principalem, unde unitas sacerdotalis exorta est. (Lib. 1, epíst. III). Deus unus est et Christus unus, et una ecclesia et cathedra una super Petrum Domini voce fundata. Aliud altare constitui aut sacerdotium novum fieri præter unum altare et unum sacerdotium non potest. Quisquis alibi collegerit, spargit. (Lib. 4, epíst. VIII). Como se ve, la jefatura del Papa, la unidad de la Iglesia y su soberanía, están ligadas a la Silla de San Pedro, a la que necesariamente han de subordinarse todos lo Obispos del mundo, a los cuales el Papa puede deponer cuando se separan de sus instrucciones doctrinales, excomulgándolos, como claramente se echa de ver también en las siguientes palabras del mismo santo, en otra de sus epístolas al Papa San Esteban: Dirigantur in Provinciam et ad plebem Arelate consistentem a te litteræ, quibus abstento Marciano, alius in loco ejus substituatur. (Lib. 3, epíst. XIII). La misma doctrina sostiene San Hilario, el cual, comentando el cap. XVI de San Mateo, dice: O in nuncupatione novi nominis felix ecclesiæ fundamentum! O beatus cæli janitor, cujus arbitrio claves æterni aditus traduntur, cujus terrestre judicium prædicata auctoritas fit in cœlo! (San Hilar, in cap. XVI, Matth.) San Jerónimo, en una carta al Papa Dámaso, le dice a propósito de esta doctrina: Beatitudini tuæ, id est, cathedræ Petri, communione consocior; super illam Petram ædificatam ecclesiam scio; quicumque extra hanc domum agnum comederit, profanus est. Si quis in arca Noe non fuerit, peribit regnante diluvio... Non novi Vitalem, Meletium respuo, ignoro Paulinum: quicumque tecum non coligit spargit; hoc est, qui Christi non est, antichristi est. (Tom. IV, part. II). San Agustín, en una epístola a Glorio, se expresa en estos términos: In romana ecclesia semper apostolicæ cathedræ viguit principatus. (San Agustín, epíst. LXII). La misma doctrina enseñaron los Obispos de los Concilios de Cartago y Milevi, en sus dos cartas al Papa Inocencio, las cuales se leen en las obras de San Agustín, al cual se atribuye la redacción de la segunda, en la que el santo, con los demás Obispos de Milevi, dicen al Papa: Quia te Dominus in sede apostolica collocavit, periculis infirmorum membrorum Christi pastoralem diligentiam quæsumus adhibere digneris (Epist. CXII, San Agustín t. II). Los Padres del Concilio de Cartago enviaron también al Papa sus decisiones para que las confirmase, diciéndole: Ut statutis nostræ mediocritatis etiam apostolicæ sedis adhibeatur auctoritas. (Epist. CX, San Agustín). El Papa Inocencio, al contestar a los Padres de ambos Concilios, confirma la doctrina que nos ocupa, en estos términos: Dice a los Obispos del Concilio de Cartago: Antiquæ traditionis exempla servantes, et ecclesiastica memores disciplina ad nostrum referendum approbastis esse judicium scientes quid apostolicæ sedi debeatur. (San Agustín Epist. CI, t. II). Y a los de Milevi: Scientes quod per omnes provincias de apostolico fonte petentibus responsa semper emanant, præsertim quoties fidei ratio eventilatur. (San Agustín, Epist. CIII). Innumerables son también los testimonios de los Padres griegos en defensa de la supremacía de los Papas. San Juan Crisóstomo, acusado por un Concilio presidido por Teófilo, Patriarca de Alejandría, se vindica en una carta al Papa, y entre otras cosas le dice: Obsecro ut scribas quod hæc tam inique facta non habeant robur; illi autem qui inique egerunt pœnæ ecclesiasticarum legum subjaceant. (Epist. ad Innocentium). San Epifanio nos dice que Ursacio y Valente, Obispos arrianos, fueron a dar cuenta al Papa Julio de sus errores en estos términos: Ursacius et Valens pœnitentiam agentes cum libello profecti sunt ad beatum Julium romanum episcopum pro ratione reddenda de suo errore ac delicto. (Epiph. Hæses., t. I). San Basilio, escribiendo acerca de lo ocurrido con motivo del Concilio de Rímini, dice: Visum est consentaneum scribere ad episcopum romanum, ut videat res nostras et judicii sui decretum interponat. Ipse auctoritatem tribuat delectis viris qui commoda et prudenti ratione eos qui a recta via deflexerunt, monere possent, quique acta ariminensis concilii secum ferant ad ea rescindenda, qua illic violenter acta sunt. San Basilio, Epist. LII, ad Athanasium). San Ireneo, discípulo de San Policarpo, que fue educado por San Juan Evangelista, dice así en su libro 3° de las Herejías, al tratar de la Iglesia romana: Ad hanc enim ecclesiam propter potentiorem principalitatem necesse est omnem convenire ecclesiam, hoc est, eos qui sunt undique fideles, in qua semper ab iis qui sunt undique conservata est ea, quæ ab apostolis est traditio. Dejemos ya las autoridades de los Padres griegos y latinos para no hacernos interminables. Bástenos además saber que todos los Concilios generales y particulares han defendido esta doctrina de la supremacía universal del Romano Pontífice en la Iglesia católica. Los autores protestantes de más fama y autoridad no han podido menos de reconocer esta verdad. Lutero, en su Declaración de ciertos artículos, dice: «Es cierto que Dios ha distinguido a la Iglesia Romana sobre todas las demás, porque en esta Iglesia han derramado su sangre y triunfado de la muerte y del infierno San Pedro y San Pablo, 46 Papas y millones de mártires. Es, pues, clara la deferencia singular que esta Iglesia merece; y si ahora en Roma están las cosas en tal estado, que sería de desear que fuesen mejor arregladas, sin embargo, ni esos desórdenes, ni otra causa alguna, deben movernos a separarnos y alejarnos de esa Iglesia; antes al contrario, cuanto mas lastimoso sea el estado de las cosas, más debemos acudir a ella y mantenernos unidos, porque con la separación y el desprecio no se pone orden.» Hé aquí cómo Lutero con estas palabras confiesa la supremacía de la Iglesia matriz, de la que después, por satisfacer su orgullo e incontinencia, tan ingratamente se separó haciendo apostatar la verdadera fe a innumerables católicos, víctimas de sus engaños y de sus concupiscencias. En otra ocasión, el mismo Lutero, tratando de los anabaptistas, dice: «Confesemos que bajo el poder de los Papas se encuentra gran parte de lo que el cristianismo tiene de bueno, y aún todo lo que el Cristianismo tiene de bueno, y que de allí ha venido a nosotros.» Y en la disputa de Leipzig: «No hay disculpa ni modo de defender el cisma de Bohemia, separándose de la Iglesia Romana, ni quitar que sea impío y contra la caridad.» Y en otra ocasión: «No niego que el Obispo de Roma sea, haya sido y deba ser el primero. Lo que me mueve a creer que el Pontífice Romano está sobre todos los demás, es primeramente la voluntad de Dios, la cual es visible en este punto; porque el Pontífice Romano no hubiera podido llegar jamás a esta monarquía si Dios no lo hubiese querido. Ahora bien; la voluntad de Dios, de cualquier manera que nos sea significada, debe recibirse con respeto, y por lo tanto no es lícito resistir al Pontífice Romano en su primado. Esta razón es tan poderosa, que aunque no hubiera en su favor ningún texto de la Santa Escritura, ni ninguna otra razón, ésta sería bastante fuerte para reprimir a los que le resisten.» (Lutero. Resolución sobre trece proposiciones, tomo I). El mismo, sobre el cap. VI del Génesis, dice: «La Iglesia Romana ha sido verdaderamente santa: nadie podrá quitar a nuestros adversarios este título de su Iglesia, y armados con él nos condenarán y nos perderán.» Y así fue en efecto. La Iglesia de Roma anatematizó al seductor y profanador de Catalina Bora, y ha condenado a todos sus secuaces, arrojándolos de su seno y perdiéndolos para siempre en los infiernos. Melanchton, discípulo de Lutero, en su respuesta al Ilmo. Bellay, Arzobispo de París, dice: «Los nuestros están de acuerdo en que la policía de la Iglesia es una cosa recta, a saber: que haya cierto número de Obispos de quienes dependan varias Iglesias, y que el Obispo de Roma esté sobre todas las Iglesias.» Y cuando estuvo en la agonía de la muerte, en aquellos momentos en que los hombres de corazón benévolo y sincero, como lo tuvo el desgraciado Melanchton, dicen toda la verdad, interrogado por su afligidísima timorata madre para que le dijese claramente cuál de las dos religiones le parecía mejor, si la católica o la protestante, contestó: «la religión luterana es la más cómoda; la católica es la más segura.» Como se ve, este hombre que no resistió los embates del orgullo de su época, y que más bien fue arrastrado por la política de su patria que por la persuasión a las doctrinas luteranas, no pudo menos de testificar la verdad de sus profundas convicciones en aquellos momentos, en que la verdad se impone a la conciencia de los hombres desgraciados y de los hombres perversos, y en los que las negaciones testifican y afirman, y hasta las blasfemias adoran y acatan… Calvino, este hombre de corazón duro, ceñudo, atrabiliario y tenaz, en sus Instituciones (libro 4.°, caps. 7 y 16), dice: «Protesto ante todo, que no quiero negar que los antiguos doctores honran siempre mucho a la Iglesia Romana y hablan de ella con reverencia. La Silla romana ha estado en mayor veneración y fue apreciada de los antiguos. Aunque yo concedo que Roma haya sido en otro tiempo madre de todas las Iglesias, desde que comenzó a ser la residencia del anticristo cesó de ser lo que era.» Este insulto impío y blasfemo con que los pastores protestantes denigran al Papado, no es más que el fantasma con que engañan a los incautos y simples. Por lo demás, repetimos lo que antes decíamos: la mentira testifica y la blasfemia adora… Zuinglio, en su epístola a Lelio Socino, italiano, dice: «Lo que digo es que los restos de la Iglesia están aún en el papado.» Muchísimos más son los autores protestantes, cuyas autoridades en favor de la supremacía de la Iglesia Romana podríamos citar, pero esto nos llevaría más bien a un tratado completo de la Iglesia católica que a un boceto de la misma, que es lo que nos hemos propuesto y lo que cabe en los estrechos límites de un artículo. Mas antes de cerrar este pobre trabajo, plácenos citar las palabras del calvinista Saumaise, en la última parte de su libro, titulado El Eucarístico, cap. V, donde se lee: «El Obispo de Roma, ese gran Pontífice, Obispo de los Obispos, Padre de los Padres, Patriarca de los Patriarcas, rector y pastor de la Iglesia universal, que se llama a sí mismo Obispo de la Iglesia universal, y que es Obispo universal tan verdaderamente como lo dice el nombre que lleva, el sucesor, en fin, de San Pedro, el Vicario de Jesucristo, la única cabeza visible de la Iglesia, y por decirlo en una palabra que lo comprenda todo, el Papa, ¿quién puede dudar, quién puede negar que ha sido también Patriarca del Occidente? El que tiene el todo tiene las partes; el que domina en toda la tierra domina también en cada una de sus partes. Siendo el Papa el Patriarca universal, debe por consiguiente ser tenido por Patriarca del Occidente, puesto que el Occidente es una parte de la Iglesia universal. Las otras Iglesias son los miembros: sola la Iglesia Romana es la cabeza.» (Véase Primado). Así, pues, la Iglesia, sociedad perfecta, fundada por Jesucristo, y establecida en Roma como centro de toda su acción, única verdadera entre todas las comuniones cristianas que usurpan el nombre de Iglesia, debe necesariamente gozar de sus derechos propios para realizar sus fines, para cumplir su misión. Es por lo tanto independiente de todo poder civil. |