EL JUDÍO EN EL MISTERIO DE LA HISTORIA*
P. Julio Meinvieille
Capítulo III

 EPÍLOGO

   Las consideraciones precedentes han sido escritas para explicar el judío. La raza judía es una raza salvadora en el Cristo. Todas las ponderaciones que se hagan del judío resultarán cortas frente a la grandeza de esta raza que nos trajo a Cristo y a María.
   Pero Cristo y María son tan grandes, que su grandeza sobrepuja el valor de todas las razas porque sobrepujan la humana. Cristo y María alcanzan lo divino. Cristo como Unigénito del Padre, Esplendor de la Divina Substancia. La Virgen María, como Madre de Dios. De aquí que el judío, sostén genealógico de grandezas que sobrepujan su propio valor, debía abismarse en su propia pequeñez por las grandezas que sostiene.
   Pero, en cambio, parte de Israel fue mordida por el orgullo. Insensatamente creyóse más grande que todos los otros pueblos y razas... y sobre todo más grande que Cristo y que María.
   Creyóse superior a todos y levantó alrededor de sí un cerco para no contaminarse con la inferioridad de los otros; y trabajó con astucia para dominarlos. Y lo ha ido consiguiendo. Con la prensa y con el dinero los judíos tienen hoy el control de los pueblos cristianos.
   Dentro del régimen de grandeza carnal que su astucia ha levantado con el trabajo de las fuerzas descristianizadas, los judíos son amos, y no hay poder, al parecer, que pueda resistir su poderío oculto.
   ¿Tendrán, entonces, los pueblos cristianos que verse condenados a una esclavitud oprobiosa y sin redención debajo de la prepotencia judaica? De ninguna manera. Hay que sacudir con energía viril esta dominación mortífera. ¿Cómo? Antes de indicarlo voy a pedir a los lectores que pesen las palabras que han de leer, porque han sido escritas dentro de la precisión lógica más estricta. Y han sido escritas también dentro de los principios cristianos más puros.
   Sabido es que el cristianismo se resume en el gran Mandamiento: Amarás al Señor tu Dios de todo corazón... y al prójimo como a ti mismo.
  
Amar significa buscar el bien de aquellos a quienes amamos. El hombre debe, entonces, buscar primero el bien de Dios y después el bien del hombre. El bien de Dios es que su nombre sea bendecido y glorificado en los hechos por el cumplimiento de su ley. El bien del hombre es que le sean reconocidos todos los derechos que conspiran al logro de su bienestar eterno y temporal.
   Si es así, faltaría al mandamiento del Amor aquel padre que no reprimiera a su hijo que viola 1os derechos de Dios o los derechos de su Madre. No cumpliría con la caridad el padre que no castiga, si es necesario, al hijo que no respeta a su madre o que maltrata a sus hermanos. No cumple con la caridad el gobernante que no cuida los intereses de la patria o que no previene y castiga los atropellos de los malos ciudadanos.
   Caridad no es sentimentalismo que consiente todos los errores y atropellos de los demás. Caridad es procurar eficazmente el bien real (eterno y temporal) de los demás y odiar en todo momento el mal.
  
Esto supuesto, ¿cómo hay que prevenir los propósitos judaicos de dominar a los pueblos cristianos?

   De dos maneras simultáneas.

   Primero: Afirmando y consolidando la vida cristiana en los pueblos. Como he repetido frecuentemente en el curso de este libro, la dominación judaica marcha a la par de la descristianización de los pueblos. Es una ley teológica comprobada por la historia. Luego, la cristianización verdadera de los pueblos, con un catolicismo interior y profundo de fe y caridad, señalará el declinar de la dominación judaica. Por Esto la mejor manera de combatir la dominación judaica es restaurar sólidamente en a vida pública y privada el sentido cristiano.

   Segundo: Reprimiendo directamente las acechanzas judaicas.
   Y aquí observemos que los judíos, como hijos del diablo, que les llamaba Jesucristo, tienen métodos también diabólicos para dominar a los pueblos cristianos. Estos métodos se reducen a la mentira.
   Vosotros sois hijos del diablo, les decía Jesucristo, y queréis cumplir los deseos de vuestro Padre. Él fue homicida desde el principio, y no permaneció en la verdad, porque no hay verdad en él; cuando habla mentira, de suyo habla porque que es mentiroso y padre de la mentira. (Juan, 8, 44).
   San Pablo, hablando de Satanás, nos dice que se transforma en ángel de luz, (II Carta a los Corintios, 11, 14).
   La mentira es la gran arma del diablo y de los judíos sus hijos. Por esto el diablo está figurado en la serpiente, y los judíos también adoptan la figura de la serpiente como símbolo cabalístico.
   De aquí que el método propio del judaísmo en su lucha contra los pueblos cristianos sean las insidias.
   Mata a los pueblos cristianos bajo la apariencia de que los salva. Los esclaviza con el pretexto de la libertad. Los odia con el pretexto de la fraternidad. Los domina con el pretexto de la igualdad. Los tiraniza con el pretexto de la democracia. Los roba con el pretexto del crédito. Los envenena con el pretexto de la ilustración.
   Y por otra parte, mintiendo siempre con maravillosa habilidad, inculpa a los verdaderos salvadores de ser los enemigos de los pueblos. Y así Cristo, 1a Iglesia,  e1 sacerdocio, los gobernantes cristianos, son presentados a los pueblos como viles embaucadores.
   La lucha trágica de la guerra civil española es la mejor demostración de ello. El judaísmo, con su cuartel en Moscú, había corrompido a las masas españolas y había sobornado a unos viles y cobardes gobernantes. Quería terminar su obra sumiendo a la nación hispana en una ruinosa esclavitud más vil que la de la Rusia soviética. Pero surgen los héroes de la España del Cid y de los Reyes Católicos, resueltos a libertar al pueblo español de esta afrentosa tiranía, y entonces el judaísmo universal difunde por todos los ámbitos del orbe que un puñado de facciosos conspira contra el poder constituido y contra el pueblo español.
   ¿Qué táctica hay que adoptar contra esta lucha satánica fundada en la mentira?
   Hay que adoptar la táctica franca y resuelta de los paladines de la Verdad: la táctica de la espada. 
   Digamos, ante todo, que es un profundo error mostrarnos a la espada incompatible con el cristianismo.
   En la simbólica cristiana e1 Arcángel San Miguel es presentado empuñando la espada porque peleaba con el dragón. (Apocalipsis, 12, 7).
   El Génesis nos dice que después del pecado de nuestros primeros Padres, Dios colocó delante del Paraíso de delicias un querubín con espada de fuego. (Gén. 3. 24).
   Cristo Nuestro Señor dice a sus discípulos la víspera de la pasión: Pues ahora, el que tiene bolsillo, llévele, y también alforja; y el que no tiene espada, venda su túnica, y cómprela... Ellos salieron con decir: Señor, he aquí dos espadas. Pero Jesús les respondió: Basta.

   En la Bula dogmática Unam Sanctam. el gran Pontífice de los derechos de la Iglesia, Bonifacio VIII, ha visto en estas dos espadas los dos poderes, el espiritual y el temporal, que deben estar al servicio de la Iglesia. Que en el poder de la Iglesia, dice, haya dos espadas; es a saber, la espiritual y la temporal, lo sabemos por las palabras del Evangelio. Una y otra en poder de la Iglesia es, a saber, la espada espiritual y la material. Pero ésta debe ser usada en bien de la Iglesia, aquélla por la Iglesia misma. Aquélla del sacerdote, ésta en mano de los reyes y de los soldados, pero al mandato del sacerdote. Es necesario, entonces, que una espada esté debajo de la otra espada y que el poder temporal se someta al poder espiritual.
  
Una y otra espada deben flamear en defensa de la Verdad y para restaurar la justicia en contra de las acechanzas solapadas de la iniquidad. Y es propio de todo varón, vir, empuñar la espada, cuando fuere menester, para salir a la defensa de los Derechos conculcados de Dios y de la Iglesia.
   Las Sagradas Escrituras hacen el elogio (Libro primero de los Macabeos, cap. IV) de Judas Macabeo, quien revistióse cual gigante la coraza, ciñóse sus armas para combatir y protegía con su espada todo el campamento.
   Y en los esplendores de la Edad Cristiana los varones de la Cristiandad, exhortados por los Sumos Pontífices y dirigidos por denodados jefes, peleaban resueltamente contra los enemigos del cristianismo. La época de las Cruzadas llena las páginas más gloriosas de la Iglesia. Y la figura de Santa Juana de Arco no es una decoración en las iglesias católicas, sino que es un símbolo y ejemplo que invita a todo cristiano a pelear con denuedo para que la iniquidad no esclavice a los hijos, de la Luz.
   Estas dos espadas son las únicas que pueden vencer la táctica hipócrita del judío. De aquí el horror del judío y de un mundo judaizado delante de la cruz y de la espada.
   La espada es la única arma eficaz, con eficacia a corto plazo, que puede vencer las acechanzas judías. Porque la espada, lo militar, está dentro de lo heroico del hombre, del vir, del varón. Está conectado por vínculos metafísicos con los valores espirituales del hombre. Es algo esencialmente opuesto a lo carnal. Si los judíos antes de Cristo fueron héroes capaces de esgrimir la espada como los hermanos Macabeos, después de Cristo, cuando se carnalizaron, se hicieron cobardes como todos los cristianos idiotizados por el liberalismo y por las lacras democráticas
(1).
   Hay dos modos radicalmente opuestos de combatir: el uno carnal, el otro espiritual; el uno del diablo, e1 otro de Dios; el uno del judío, el otro del cristiano; e1 uno acecha, el otro arremete con hombría.
   El diablo venció a Eva con palabras seductoras, pero la Virgen vence al diablo aplastando su cabeza. El diablo tienta a Cristo con promesas fascinadoras, pero Cristo rechaza al diablo con denuedo de león. Los judíos traman contra Cristo conspiraciones en secreto, pero Cristo en la luz denuncia y desbarata sus pérfidas maquinaciones. Y en el cenit de la grandeza medioeval, mientras los judíos conspiraban en los ghettos, los caballeros y héroes peleaban en la luz contra los enemigos de la Cruz. La Edad Media es mística y guerrera como toda grandeza espiritual. La espada está al servicio de la Cruz.
   La caridad cristiana, que nos manda procurar eficazmente, el bien de Dios, el bien de la Iglesia, el bien de los pueblos cristianos, nos manda por lo mismo empuñar la espada para defender eficazmente estos bienes cuando no haya otro modo de asegurarlos.
   Si no ha llegado todavía, quizá no esté lejos el momento en que, si no queremos ver proscrito el nombre de Dios, incendiados los templos, vilipendiados los sacerdotes, violadas las vírgenes por la chusma desatada, sea necesario ceñirse los lomos y empuñar la espada.
   Si por sentimentalismo o por cobardía nos resistimos a pelear con denuedo, tendremos que vivir esclavos de una minoría rabiosa de judíos que después de habemos vilipendiado en lo más sagrado nos sujetará a la tiranía del deshonor. 

   La caridad misma lo exige. Porque no pueden decir que aman verdaderamente a Dios, a la Iglesia, a su Patria, a sus hijos e hijas, aquellos que rehúsan adoptar aquel medio único que asegure el respeto inviolable de Dios, de la Iglesia, de la Patria, de los hijos e hijas.
   Medio único, doloroso pero indispensable. como lo es e1 uso del bisturí para cortar la gangrena que inficiona.
   Si el uso de la espada implica una villanía cuando se usa para exterminar al inocente, en cambio cuando se emplea para restaurar los derechos de la Verdad y de la Justicia importa los honores del heroísmo.
   Al escribir estas páginas he sentido e1 dolor de pensar que muchos verdaderos israelitas puedan creer que con ellas se quiere reprimir al judío por el hecho de llevar sangre judía. ¡Sin embargo, no es posible imaginarlo!
   No solamente no es contra la sangre judía como tal, sino que es en defensa de la verdadera sangre judía. Porque la grandeza de Israel es Cristo y María. La grandeza de Israel es la sangre judía que corre en las venas de Cristo y de María. Y en defensa de esta sangre, es decir, de los principios cristianos, se han escrito estas páginas proscribiendo lo infecto de la sangre farisaica.
   Quieran los verdaderos israelitas comprender que sólo podrán conseguir la verdadera grandeza de su sangre, que es la grandeza universal del mundo, cuando también ellos empuñen la espada para limpiar de su seno el fermento farisaico que pervierte, y se adhieran a Aquel que vino a salvar a todo hombre.

APÉNDICE

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  • * El Judío en el Misterio de la Historia, Pbro. Julio Meinvielle (Teólogo), Ediciones Theoría, Buenos Aires, 1975.
  • (1) Cuando los judíos, no hace muchos años, defendían valores po sitivos como su religión o como su suelo, podían dar muestra de valentía.