Capítulo
IV
LOS JUDÍOS Y EL MISTERIO DE LA
HISTORIA Y LA ESCATOLOGÍA
De lo
que llevamos dicho surge la importancia excepcional que tiene en la humanidad el
pueblo judío. Es un pueblo que acompaña a la humanidad en todo el proceso
histórico. Ha habido pueblos que se han singularizado en un lugar del mundo, o
que, si han sido singulares en todo el Universo, lo han sido por breve tiempo.
Así los grandes imperios de la antigüedad y aun los modernos como los de
España, Francia o Inglaterra. El pueblo judío, en cambio, está activo en todo
el proceso de la historia y en lo más vivo del proceso. Esto nos corresponde
aclarar ahora, haciendo previa mente una consideración de tipo teológico
sobre la marcha de la historia.
Las
dos historias en una única historia
La
trama histórica es un tejido complejo y heterogéneo de diversas acciones que
cumplen distintos protagonistas por motivos muy diferentes. El hombre ocupa el
lugar central de esta trama. Si no hubiera habido humanidad, es decir, un ser
sensible, inteligente, no habría habido historia. Al menos historia como la
muestra de acontecimientos de seres inteligentes, cuyas acciones se
desarrollan en un proceso evolutivo. El hombre, de múltiples dimensiones, toca
a lo más alto y a lo más bajo de la creación, de modo que su actuación
compromete a todo el universo. Pero por encima del hombre hay un protagonista
particularmente singular que asume la iniciativa de todo lo bueno que se encuentra
en esta trama. Si siempre es verdad la enseñanza del Apóstol (Sant. 1,
17) de que todo don y toda dádiva perfecta vienen de arriba, lo es
singularmente en la historia. Porque la historia es una trama de hechos singularísimos
e imprevisibles que sólo puede escribir quien domine todo el curso de los
acontecimientos. Si, de ser posible, fueran las criaturas quienes como autores principales la escribieran, se haría tan confuso y enredado el trazado,
que se tomaría imposible la mera marcha del proceso histórico.
La historia comienza con la creación. Y en
la creación es Dios quien torna la iniciativa. En el principio creó Dios el
cielo y la Tierra (Gén. 1, 11). Y Dios continúa actuando en la humanidad
para dispensar lo bueno que hizo en el comienzo. Y vio Dios ser bueno
cuanto había hecho. (Gén. 1, 31). Las intervenciones divinas se hacen cada
vez más urgentes e indispensables a medida que el hombre desordena con su actuación
el plan que Dios ha impuesto a las cosas. Y siempre es admirable Dios en dar
orientación y sentido a las acciones disparatadas de los hombres. El Apóstol
no sale de su admiración precisamente al contemplar la sabiduría divina que ha
trazado al proceso histórico inescrutable sentido ¡Oh profundidad -exclama
(Rom. 11, 33)- de la riqueza, de la ciencia y de la sabiduría de
Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos!
Si Dios tiene la iniciativa en el bien, la
criatura la tiene en el mal. Y en el caso de la historia, es el hombre quien,
bajo la sugestión del demonio, asume la responsabilidad de lo malo. El Génesis
nos refiere cómo cumple esta tarea la primera pareja humana.
En la historia hay, entonces, protagonistas
visibles e in visibles. Allí actúan los individuos, los pueblos, las civilizaciones y las religiones. Detrás de todos los hechos
históricos está, en definitiva, el hombre con todas sus inacabables virtualidades. También actúan otras fuerzas de la naturaleza, incluidas las
influencias de los astros. Pero actúan también los ángeles, los demonios y,
por encima de todo, con inefable trascendencia, Dios.
Si miramos la cosa desde el punto de vista
puramente humano, pensaríamos descubrir dos historias. Una que escribe Dios
con su intervención especial en las cosas humanas, la otra que escribe el
hombre. Una historia diríamos santa, y una profana. La historia santa, constituida por
las intervenciones divinas en las codas humanas, en la tarea
especial de cumplir el plan que ha trazado el divino designio. Hay, entonces, una acción misteriosa del mismo Dios, que se inicia
en la creación,
continúa en la preparación del Mesías, culmina con la redención de Cristo
resucitado y se ha de cerrar con la muerte del último elegido. Esta acción divina
continúa dispensando las gracias a los elegidos y acomodan do
el curso de los acontecimientos humanos a esa dispensación de gracias. Y
Cristo, la gracia máxima, es el centro de esa dispensación. Cristo en el
misterio de su resurrección, victorioso del pecado y de la muerte. Unas gracias
y unas intervenciones preparan el cumplimiento de este hecho central, otras lo
cumplen y realizan en el tiempo, otras, en fin, le entregan,
"traditio", a las sucesivas generaciones humanas, para la
edificación del Cuerpo de Cristo hasta que todos alcancemos la unidad de la fe
y del conocimiento del Hijo de Dios. cual varones perfectos, a la medida de la
plenitud de Cristo. (Ef. 4, 12). La Historia Santa es, en definitiva,
la historia de Cristo y de la Iglesia, su Cuerpo Místico.
Hay otra historia. una historia profana, que
escribe el hombre marcando su huella en todos los rincones de la tierra. Ésta
es la historia de las diversas civilizaciones que se suceden en el predominio de
los acontecimientos humanos. Aunque parece aquí prevalecer la voluntad del hombre,
adviértese, sin embargo, una dosis
grande de necesidad, de fa talidad, "fatum", por donde se vislumbra cómo la acción
providencial divina condiciona y cómo dirige la marcha de
los acontecimientos humanos hacia fines cuyo conocimiento se
reserva.
Es que en realidad no
hay sino una única historia, la que escribe Dios con el concurso de todas las
criaturas. Esta historia es un drama grandioso, con su principio, con su nu do
y trama y con su desenlace. La augusta Trinidad inicia el desarrollo escénico
con la obra de la creación. La criatura inteligente, creada gratuitamente por
Dios, desordena con su pecado el primitivo plan divino sembrando desorden donde
Dios puso orden. Dios aprovecha la culpa y el desorden del hombre para la
realización de un plan más admirable de reparación, donde resplandezca su
justicia y su divina misericordia. Cristo resucitado es la pieza maestra de
este plan. Y con Cristo, sus elegidos. Cuando el Cuerpo de Cristo logre su
plenitud, la historia habrá terminado.
Es que la historia, la que realizan los
hombres, la profana, la que está constituida por la trama de las pasiones humanas en un afán loco por apoderarse de la tierra, no es más que un soporte
secundario en el que Dios escribe su gran historia, su única historia. Porque
Dios, que habita en la plenitud de la eternidad sin sentir ninguna especie de
necesidad, por un acto libérrimo de su bondad ha querido comunicarse
misteriosamente a las criaturas en grado más y más perfecto, y ha cumplido
en el tiempo, en actos irreversibles y singulares -hapax-, como un
acrecentamiento de la inefable vida trinitaria. El Hijo de Dios, al hacerse
hombre, introduce al hombre, y con él a toda la creación, en el seno mismo
de Dios. Toda la historia, con sus ruidosos acontecimientos, se ordena a que
Cristo, con los elegidos, entre en el seno de
la misma deidad.
Por esto las Escrituras han
dicho dos palabras que son la clave de la historia. Escribe San Pablo en
la Primera Carta a los Corintios (3, 20): El Señor conoce cuán vanos sin los planes de los sabios. Nadie, pues, se
gloríe en los hombres, que todo es
vuestro: ya Pablo, ya Apolo, ya Celas; ya el mundo, ya la vida, ya la muerte; ya lo
presente, ya lo venidero; todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de
Dios. Dice el Apóstol aquí que nadie debe gloriarse en aquello que le es
inferior, sino en lo que le es superior, porque, como enseña el Salmo 8: Todo
lo pusisteis bajo sus pies. Ahora bien, están debajo de cada fiel, en
primer lugar, los minis tros de Cristo, sea Pablo que plantó, sea Apolo que
regó, sea
Pedro que tiene el gobierno universal de las ovejas de Cristo, según aquello de la 2 Cor., 4, 5: Nosotros, en cambio,
vuestros siervos por Jesucristo. Quiere decir que el orden religioso, y
en consecuencia buena parte de la Historia Santa, está al servicio de los
predestinados. En segundo lugar, "el mundo" también está debajo de
cada fiel y le sirve en cuan to satisface sus necesidades o le ayuda al conocimiento
divino, según aquello (Sab. 13, 5): Por la hermosura y grandeza de
la criatura. En tercer lugar, ya la vida, ya la muerte, es decir,
todos los bienes y todos los males de este mundo, ya que por los bienes se
conserva la vida y por los males se llega a la muerte. En cuarto lugar, ya
lo presente, ya lo venidero, porque con aquello nos ayudamos a merecer, y
esto se nos reserva para el premio según aquello No tenemos aquí ciudad
permanente. (Hebreos, 13, 14).
De este modo hay tres ordenamientos de la
historia. F1 primero es el de las cosas de Cristo a los fieles. Todo es
vuestro. El segundo, el de los fieles de Cristo a Cristo. Vosotros sois de
Cristo. El tercero, el de Cristo, en cuanto hombre, a Dios. Y Cristo es
de Dios. En estos tres ordenamientos está encerrado todo el drama de la
historia, de la única historia, en la cual el conjunto de las criaturas se
mueve para ejecutar y cumplir el plan divino. Por ello es tan profunda la enseñanza de Santo Tomás, quien ha visto que la historia, constituida por el
movimiento de los hombres y de las criaturas, no tiene -como no
lo tiene ningún movimiento- un fin en sí misma, sino fuera de sí. Por el
movimiento, dice De Pot 3, 10 ad 4 y 4, con el cual Dios mueve las
criaturas, se busca y se intenta otra cosa que está fuera del movimiento mismo, a saber completar el número de los elegidos, el cual, una vez obtenido,
cesará el movimiento, aunque no la sustancia del movimiento.
Quedaría por explicar cómo se verifica que
los acontecimientos humanos, que al parecer se mueven casi exclusiva mente
por los designios de los hombres en oposición a los designios divinos, pueden
en definitiva ordenarse al cumplimiento exactísimo de los divinos designios.
San Pablo, haciéndose eco de unas palabras de Job, 5, nos da la explicación de este modo misterioso: Pues escrito está, dice, Dios
caza a los sabios en su astucia. Y Santo Tomás comenta: Caza Dios a
los sabios en su astucia porque por esto mismo que maquinan astutamente
contra Dios pone Dios obstáculo a sus designios y cumplen lo que se propone, así como por la
malicia de los hermanos de José, que querían
impedir su principado, se cumplió por la divina ordenación que José,
vendido a Egipto, alcanzara el poder.
De
los movimientos que mueven la historia profana
El que Dios oriente todos los
acontecimientos de la humanidad según un modo especialísimo y misterioso
para la edificación del Cuerpo de Cristo, no impide, sino, al contrario,
exige, que todos los acontecimientos se desenvuelvan también por causas
propias puramente humanas. De este modo, la historia profana -lo que San Agustín
llama ciudad terrena- tiene su sustancia y su ritmo propios, diferentes sino divergentes de los de la Ciudad de Dios.
Los Libros Santos refieren ya que Caín,
después que tuvo a su hijo Enoc, púsose a edificar una ciudad, a la que dio el nombre de su hijo Enoc; cuenta
también que de los descendientes de Caín, Tubalcaín -el primer metalúrgico-
fue forjador de instrumentos cortantes de hierro y de bronce. Después del
diluvio nos muestran a los hombres concentrando sus esfuerzos en una tarea
exclusivamente civilizadora, en la edificación de la ciudad de Babel, hasta que el Señor, con la
confusión de las lenguas, los dispersó por el haz de la tierra.
Los
Libros Santos no se ocupan ya en adelante de la historia profana, sino que, con el
relato de Abrahán, entran en la historia Santa propiamente tal, y de ella se
ocupan casi exclusivamente hasta el Apocalipsis. Pareciera que Dios abandonara
la ciudad de los hombres a sus propios designios. La ciudad de los hombres nada
tiene que ver con la de Dios, al menos directamente. Su vida se desenvuelve en
un movimiento y en una dialéctica propias. Hasta pudiera pensarse algo más,
y es que la estructura y la dinámica de las civilizaciones y de la vida
profana de los hombres caen bajo el dominio del "Príncipe de este
mundo". No porque sean en sí malas, sino porque éste adquirió sobre ellas posesión al ceder el hombre a su sugestión. Cierto que Cristo trabó
combate contra el diablo en las tres tentaciones y le venció definitivamente
en la cruz, pero sobre otro terreno y con otras armas. Sobre el terreno de la
historia santa y con armas específicamente santas.
De aquí que la
historia profana se mueva bajo el alto dominio del príncipe de este mundo. San
Juan parece indicar las grandes leyes de la dialéctica de las
civilizaciones. Dialéctica de la voluntad de poder por la
dominación de unos pueblos sobre otros pueblos -orgullo de la vida-; dialéctica
del enriquecimiento sin límites con la
miseria y sujeción correlativa de los más débiles -concupiscencia de
los ojos-; dialéctica de los celos y rivalidades sexuales -concupiscencia de la
carne-. Por esto San Juan contrapone la Historia Santa a la historia profana: Sabemos que somos
de Dios, mientras que el mundo está todo bajo el maligno. (1 Carta, 2, 16).
San Pablo muestra, asimismo, la contraposición de la dialéctica del mundo, en la que hay rivalidad de judío y de griego
-luchas por la dominación política-; de amoo y de esclavo -luchas de dominación
económica-; de varón y de hembra -lucha por las satisfacciones carnales-; a la
ciudad de Dios, en que todos sois uno en Cristo Jesús.
Las grandes pasiones de los hombres que
estudian, analizan y combaten los Libros Santos son el motor del movimiento
histórico de las civilizaciones. El cosmos corre hacia una unificación.
universal, bajo el férreo poderío del más fuerte. Toynbee ha visto bien cómo
la civilización declina en una humanidad que progresa en la carrera por
conseguir armas cada vez más poderosas. Un imperio sucede a otro imperio,
una civilización a otra civilización. Pero si la voluntad del más fuerte
tiene fuerza de ley, la sustancia profana de la historia es amasada en la
injusticia y camina a la degradación, y por aquí a la barbarie. Por
esto, cuando una civilización se ha fortalecido devorando a la anterior que
había entrado en decadencia, emerge por un momento en explosión de pujanza,
pero luego declina de inmediato, para entrar en estado crónico de barbarie o en
la muerte. Si atendemos a la sustancia misma de que están formadas, ésta es
la ley que rige a las civilizaciones. Ley del nacimiento y de la muerte, propia
de todos los cuerpos naturales. En este plano de la substancia profana
de la historia, la tesis de Spengler parece definitiva.
Pero el grave error de Spengler es creer
que la historia profana de los pueblos debe ser la única historia. Será quizá,
la única que puedan escribir los hombres. En esta misma historia que escriben
los hombres, urgidos por la dialéctica de la triple concupiscencia, Dios
escribe otra historia, la verdadera historia, la historia definitiva.
Pero si es cierto que el orden profano de la historia no ayuda
directamente a la historia verdadera que escribe Dios en la edificación del
Cuerpo de su Unigénito, es cierto que de manera indirecta, pero efectiva, también
le sirve. Porque es en el mundo donde se edifica esta historia verdadera, aunque
no se edifique ni con el mundo ni del mundo. La Historia
Santa está insertada en la profana y mezclada en ella. La buena semilla es sembrada en el campo de la historia
profana.
Ello determina que la historia profana
cumpla una serie de servicios en favor de la Historia de las almas, cuya naturaleza y medida sólo Dios conoce. San Pablo fijó también esta ley: Sabemos
-enseña- que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los
que le aman, de los que según sus designios son escogidos. De aquí se
sigue que lo que acaece en los escogidos, que son las partes más nobles del
universo, no se hace en beneficio de otros, sino de ellos mismos. No así lo
que acaece en los hombres que han de ser reprobados ni en todos los seres
inferiores de la creación, pues éstos se ordenan para el bien de los
escogidos. Y así como el médico provoca una herida en el pie para curar
la cabeza, así Dios permite el pecado y el mal en unos seres para el bien
de los escogidos. Para que se cumpla la palabra de la Escritura: el necio servirá
al sabio, esto es, los pecadores a los justos. (Santo Tomás in Rom. 8,
28).
Por aquí aparece cómo la historia
profana está sostenida por la Historia Santa. Y si es cierto que la obra de
Dios en los suyos no se cumple sino en el ancho y turbulento campo del mundo,
sujeto a su vez a la dialéctica de la triple concupiscencia, y si esto crea
una interdependencia entre las dos historias, no se sigue que la historia
profana arrastre hacia sí a la Historia Santa, sino, por el contrario, que es ella la arrastrada y
atraída por ésta. Pues los Santos juzgarán al mundo y lo vencerán.
Los judíos en el misterio de la historia
La historia, en todos sus movimientos
religiosos y profanos, se mueve al servicio del Cuerpo Místico de Cristo. A través de la historia se está completando el Cuerpo del Señor.
Y el trabajo
de incorporación de nuevos miembros al Cuerpo de Cristo se cumple por la fe. Sin
la fe es imposible agradar al Señor. (Heb. 11, 6). Pero ¿cómo
invocarán a Aquel en quien no lían creído? ¿Y cómo pueden creer sin
haber oído de Él? ¿Y cómo pueden oír si nadie les predica? ¿Y cómo predicarán si no son enviados?
(Rom. 10, 14). De aquí que estén
estrechamente unidos la historia, el Cuerpo Místico de Cristo, la fe, la
predicación del Evangelio y la misión de los evangelizadores. La historia no
tiene otra razón de ser que explayar el tiempo que se necesita para que los
pueblos abracen la fe cristiana. Y este tiempo, a su vez, está condicionado
por la fuerza y el ímpetu con que se haga oír la predicación por los pueblos
de la tierra. Y a su vez este ímpetu de la predicación depende de la fuerza
con que arraigue la fe en los pueblos para que se susciten misioneros que
difundan el mensaje evangélico. La Iglesia está en estado de misión desde el
día en que Cristo la ha privado de su presencia visible. Y los pueblos
cristianos, que han recibido el mensaje evangélico, tienen que constituirse
en portadores de este divino mensaje a otros pueblos. La predicación del
Evangelio justifica así la pervivencia de la historia. Cuando el Evangelio
haya llegado a todos los pueblos, la historia debe cesar. Será predicado este
Evangelio del reino en todo el mundo para todas las naciones, y entonces vendrá
el fin. (Mt. 24, 14).
La vida de las naciones, por tanto, en la
presente economía, tiene su razón de ser en la predicación del Evangelio.
Pero a su vez la predicación del Evangelio está trabada y como frenada por
una tensión fundamental que proviene del odio del judío contra la evangelización de los gentiles. Los judíos, como categoría
histórica
permanente, desempeñan este papel de ser los enemigos del Evangelio, que se oponen con toda
su furia a que los gentiles se conviertan. Esta ley -ley histórica- la enuncia
San Pablo en una serie dc textos, cuya fuerza es necesario destacar. El más
significativo es de 1 Tes. 2, 15, Allí dice: Los judíos, aquellos
que dieron muerte al
Señor Jesús y a los profetas, y a nosotros nos persiguen, que no agradan a
Dios y están contra todos los hombres; que impiden que se hable a los gentiles
y se procure la salvación.
Mas la ira viene sobre ellos y está para descargar hasta el colmo. Dificilmente se podrá resumir en menos palabras la
culpa y el
alcance de la misma que pesa sobre el pueblo judío. Se oponen a la predicación evangélica al dar muerte a Jesús, autor
principal de la misma, y a los profetas que la prepararon; y persiguiendo a los
apóstoles que la difunden.
No agradan a Dios, aunque piensan lo contrario. Están contra todos los hombres. San
Pablo enuncia aquí la ley explicativa de la
enemistad permanente como categoría histórica del pueblo judío
contra todas las naciones. Y aclara de qué
manera se oponen a todos los pueblos; es, a saber, impidiendo su evangelización y salvación, Éste es el papel del pueblo judío: sembrar la corrupción y
la ruina de los pueblos, sobre todo de los cristianos.
Esta ley de persecución de la Sinagoga
contra la Iglesia a expone también San Pablo en Gál. 4, 28, donde dice: Y
vosotros,
hermanos, sois hijos de la promesa, a la manera de Isaac. Mas así como
entonces el nacido según la carne perseguía al nacido según el Espíritu,
así también ahora. Ismael, hijo de Abrahán por la esclava Agar, perseguía
a Isaac, hijo de Abrahán por Sara. Así la Sinagoga persigue a la Iglesia.
De modo permanente y fundamental como una categoría histórica. Y como la Iglesia está en estado de misión,
llevando el Evangelio a todos los pueblos a través de la historia, la Sinagoga
traba esta tarea y el plan de evangelización.
Por ello la Iglesia, con gran sabiduría y
adoctrinada por el Apóstol sobre las intervenciones de la Sinagoga, cuando tuvo fuerza
en lo temporal se opuso a la entrada de los judíos en los pueblos
cristianos. Sabía que era un pueblo peligroso, que acechaba la perdición de
los cristianos. Pueblo sagrado, sin duda, no había que perseguirlo y debía ser
tratado con respeto, como correspondía a la grandeza de sus padres. Pero pueblo
enemigo, del que era necesario precaverse y defenderse. La disciplina del ghetto
se acomodaba a su triste condición.
Los judíos, desde el ghetto, aunque impotentes
para asestar golpes mortales contra la cristiandad, maquinaban de mil diversas
maneras para perder a los pueblos cristianos. Disponían de dos armas
poderosas: un conocimiento dialéctico de la palabra de Dios que les daba la
ciencia rabínica, y con el que podían forjar toda clase de herejías, y el
poder del oro con qué corromper las costumbres, sobre todo de los poderosos.
Hicieron algún mal, pero desde fuera, sin llegar a apoderarse del control de las sociedades.
Pero cuando el fervor cristiano se enfrió y
los pueblos se
paganizaron, la sociedad otrora cristiana abrió sus puertas a
los judíos. La Revolución Francesa, que señala la muerte de la sociedad
cristiana, introduce en su seno a los judíos. Desde allí, dentro, y alcanzando
cada vez más poderío, los judíos logran corromper cada vez más
profundamente a los pueblos cristianos. Con el liberalismo, el socialismo y el
comunismo disuelven todas las instituciones naturales y sobrenaturales que había
consolidado el cristianismo. La estructura de las naciones cristianas se rompe.
Los pueblos ya no se proponen objetivos misionales ni empresas políticas. Se
transforman en conglomerados de individuos movidos por el bienestar pura mente
económico, el cual, a su vez, no pueden alcanzar sino en dependencia y al
servicio de los judíos, que se convierten en amos de la riqueza mundial.
La tensión judío-gentil que ha establecido
Dios en el se no de las naciones se acrecienta a medida que éstas se alejan
de Jesucristo. Y con razón. Porque esta tensión sólo puede desaparecer en el
cristianismo. San Pablo lo enseña categóricamente: En Cristo no hay judío
ni gentil. (Gál. 3, 28). Por tanto, si las naciones no quieren caer bajo la
dominación del judío, tienen que someterse al yugo suave de la ley de Cristo. Si, en
cambio, rechazan el reinado público de Jesucristo, habrán de caer
necesariamente bajo la dominación judaica. La ley de la tensión dialéctica de
judío y gentil opera necesaria mente con rigor teológico. Y la Europa otrora
cristiana, que debió ser portaestandarte del Evangelio a todos los pueblos del
Universo, ahora judaizada, lleva la explotación y la ruina a los pueblos
paganos, creando allí obstáculos insuperables a la predicación del Evangelio.
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