Tío Plinio
querido:
No se engañe,
Kirchner no es setentista un pepino. Es ochentista.
Tiene más puntos en común con Alfonsín que con Firmenich. Para ser rigurosamente
técnicos, de acuerdo a la concepción de Gramsci, Vulgarcito es un
cesarista regresivo, pero que funciona más como frepasista tardío.
Entonces se
introduce, por ejemplo en el tema militar, con enfática convicción, en su propio
laberinto, como Alfonsín. Aunque en versión más grotesca y veinte años después.
Con superior polenta
de palabras, Alfonsín se despertó de su laberinto
con los corchos embetunados de Semana Santa. Por lo tanto, hoy ¿a quién
puede extrañarle que la señora Cecilia Pando se ponga el ejército al hombro
munida apenas de un bolígrafo?
Ocurre que ya ni
siquiera las conspiraciones son como las de antes.
Ni siquiera cabe el espacio entretenido de la paranoia. Hasta el militarismo
contestatario se transforma, y cada vez se le hace más difícil a los
progresistas distraídos de las democracias. Porque el mantenimiento de la
alucinación presenta nuevos desafíos. Y habría que convocar a un seminario
esclarecedor para que nos aporten explicaciones luminosas.
Porque, tío Plinio
querido, sin manías persecutorias ya no se puede vivir.
Desestabilizaciones eran las de antes. Si evocamos, por ejemplo, con cierta
melancolía histórica, que a Hipólito Yrigoyen le pusieron tanques en la calle.
Que a Perón le bombardearon la Plaza de Mayo dejándole 620 muertos y más de
2.500 heridos y mutilados. Que a Frondizi lo rajaron después de formularle
veintitrés planteos militares. Y que a Illia, ya en período degradatorio de
declive, lo sacaron con un batallón de ascensoristas, y a la pobre Isabel, en
fin, todos esperaban que vinieran a llevársela.
Sin embargo, para
bien o para mal, la desbordante imaginación del militarismo evoluciona.
Aunque felizmente cada vez con menor intensidad de sangre. Téngase en cuenta que
la última onda de resistencia militar, aquella que pudo provocar algunas
cautivantes gárgaras de loas a la democracia, fue, acuérdese, la citada cuestión
de los corchos quemados de referencia. Los caras pintadas del Ñato Rico, que
tenían sabor a reivindicación gremial y aportaban, por lo menos, material
televisivo de exportación. Y signaban el comienzo de la aventura política de don
Aldo, para algarabía de sus imitadores radiales, que son, hay que aceptarlo, más
numerosos que sus seguidores.
Pero hoy, el
militarismo, tío Plinio querido,
se encuentra basamentado en la potencia relativamente autoritaria de un
bolígrafo inspirado.
Uno, muy trasgresor,
se tienta a parafrasear a Stalin:
¿Cecilia Pando,
cuántas divisiones?
Es decir, pasamos en
principio de los cañones a los corchos. Y de los corchos a la literatura.
Cuando aún a los tenientes coroneles les importaba la dignidad, dieciocho años
atrás, los de Rico se dispusieron a pintarse las caras para desbaratar -con la
contundencia de sus miradas dramáticas que apenas amagaban-, una estrategia
permanente de confrontación amparada en la sonoridad de las palabras.
Bastaron entonces
aquellos históricos amagues para desacomodar a los generales justamente
olvidados de la época.
Quedaron a merced de la deslegitimación y el ridículo. Y el desconcertado poder
político se precipitó a dictar las leyes bajativas que calmaran los gestos.
Sin embargo hoy,
armada hasta los dientes con un bolígrafo y con la cara lavada,
la señora
Cecilia Pando, la esposa de un militar de casi idéntica graduación que aquellos
que oportunamente se embetunaron en Semana Santa, logra exactamente lo mismo. Y
con infinitamente menores recursos.
Descalificar la
virilidad deshonorable del generalato deslegitimado. Dejar en situación
misericordiosa al jefe de Estado Mayor.
Y desorientar, hasta el síndrome de la perplejidad, a un poder político que
dista de encontrarse a la altura de la sagaz jugada de inteligencia que lo tiene
como víctima inmovilizada.
Una jugada, tío
Plinio querido, tan, pero tan bien hecha
la de Cecilia Pando,
que el ministro Pampuro no tiene altura, siquiera, para comenzar a
desentrañarla. Y hasta Vulgarcito debe tolerar sus retorcijones.
Para colmo el Horacio
no se le cuadra para aportarle soluciones y el estigma del papelón amenaza con
ser literalmente incontenible.
Cuando apareció la
primer carta, en el Regimiento de Lectores Artilleros de La Nación,
los gobernantes del país en serio tendrían que haber sospechado. Que se la
ponían, la carta, claro.
En la primera misiva,
con una prosa elegante, digna de Luis Elías Castelnuovo, la señora Cecilia Pando
supo deslizarse con destreza narrativa entre dos causas perdidas. En su
discurso, se las ingenió para defender la causa perdida del obispo Basseoto,
pero se la colocó en el ángulo a Kirchner al criticar la posición
indefendible de su madre adoptiva, la señora Hebe de Bonafini.
Recordará que, en su
moderación, la señora madre del presidente
expresó su anhelo oportunamente infernal a propósito del Papa agonizante.
Y ante las efectivas
sutilezas de la prosa, el Trío Los Panchos del Poder
(Bendini, Pampuro y Vulgarcito) supo reaccionar tal como probablemente había
planificado la dama del bolígrafo:
Como giles.
Por lo tanto, los
giles entraron en la trampa de la literatura pandiana.
Y lo mandaron encanar al pobre marido, que es, como se supone, siempre el último
en enterarse, aunque se trate curiosamente de un oficial de inteligencia.
Entonces, tío Plinio
querido, no se dan cuenta los genios que, con la repercusión lógica, entra a
tallar la segunda parte del operativo literario.
Para ser precisos, la instancia que permite mostrarla a Cecilia Pando como un
cuadro vital, una madre de siete hijos y maestra que conmueve de inmediato a tía
Edelma, porque tiene más habilidad y convicción que ellos. Y les duplica la
apuesta.
Usted sabe, tío
Plinio querido, que uno de mis clásicos consiste en haber definido a Kirchner
como "un duro en el arte de arrugar".
Por consiguiente,
ante la minuciosamente planificada repercusión, Kirchner arrugó.
Se agigantaba
entonces la dimensión del ridículo.
Y el bolígrafo implacable de Cecilia Pando no tuvo piedad. Porque compuso una
segunda carta, que La Nación publica el sábado último, ahora en su División
Aerotransportada de Lectores.
Y es aquí
precisamente cuando Cecilia Pando se coloca "el glorioso ejército de San Martín
y Belgrano" al hombro.
Y les llena a los idiotas la canasta de misiles en prosa contundente, y en su
agudeza se carga hasta la parcialidad del Museo. Y ya, en un exceso de lujos que
incluyen hasta el taquito militar, remata su misiva literaria burlándose de los
jerárquicos de referencia.
Sobre todo del
general Bendini, el máximo Héroe del Banquito, al que llama "digno general del
presidente que padecemos".
Al fin y al cabo,
tío Plinio querido, la impericia de Vulgarcito es paralela a la impotencia que
lo condena a la más estricta inmovilidad.
Porque, a esta
altura, ¿qué puede hacer? Volver a encanarlo a su marido sería como reiterar su
pronunciada tendencia hacia la equivocación.
Para colmo Cecilia
Pando, que hasta incluso se permite la impertinencia de ser atractiva, parece
interesada en continuar con su aventura literaria.
Y resulta en cierto modo saludable que, en vísperas de la apertura de la feria
del Libro, alguien apueste, aún, por el poder de las palabras.
Entonces, tío Plinio
querido, ¿cómo harán los genios para detener a la dama del bolígrafo?
En el laberinto,
debieran comprender, los genios,
que la
persistente dama del bolígrafo se les va a llevar puesta la actual política
militar. La dará vuelta, como a una media.
NOTA DEL EDITOR:
Sobre lo último y subrayado por
nos, es lo que rezando pedimos a Dios.
Y ya que estás ahí tío Plinio
querido te recuerdo:
¡NO
TE OLVIDES DE BALZA!
¡NO
TE OLVIDES DE BENDINI!
kkkkkkkkkkkkkkkkkkkkkkkkkkkkkkkkkk
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