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aLA
COMPRA DE LA REPÚBLICA[*]
Giovanni Papini (1932)
En
este mes he comprado una
República.
Capricho costoso que no tendrá continuaciones. Era un deseo que
tenía desde hace mucho tiempo y del que he querido librarme. Me
imaginaba que eso de ser el amo de un país daba más gusto.
La ocasión era buena y el negocio quedó concluido en pocos días. Al
presidente le llegaba el agua hasta el cuello:
su
ministerio, compuesto por
paniaguados suyos, estaba en peligro.
Las arcas de la República estaban vacías; imponer nuevos impuestos
hubiera sido la señal para el derrocamiento de todo el clan que
asumía el poder, tal vez de una revolución. Ya había un general que
armaba bandas de rebeldes y prometía cargos y empleos al primero que
llegaba.
Un agente americano que estaba allí me advirtió. El ministro de
Hacienda corrió a Nueva York: en cuatro
días nos pusimos de acuerdo. Anticipé algunos millones de dólares a
la República y además asigné al presidente, a todos los ministros y
a sus secretarios unos estipendios dobles que los que recibían del
Estado. Me han dado en prenda -sin que lo sepa el pueblo- las
aduanas y los monopolios. Además, el presidente y los ministros han
firmado un secreto que, prácticamente,
me da el control sobre toda la vida de la República. Aunque yo
parezca, cuando voy allí, un simple huésped de paso, soy, en
realidad, el amo casi absoluto del país. En estos días he tenido que
dar una nueva subvención, bastante fuerte, para la renovación del
material del ejército y me he asegurado, a cambio de ello, nuevos
privilegios.
El espectáculo, para mí, es bastante divertido. Las cámaras
continúan legislando, en apariencia libremente; los ciudadanos
siguen imaginándose que la República es autónoma e independiente y
que de su voluntad depende el curso de los acontecimientos. No saben
que todo lo que ellos creen poseer -vida, bienes, derechos civiles-
penden, en última instancia, de un extranjero desconocido para
ellos, es decir, de mí.
Mañana puedo ordenar la clausura del Parlamento, una reforma de la
Constitución, el aumento de las tarifas de aduanas, la expulsión de
los inmigrantes. Podría, si quisiese, revelar los acuerdos secretos
de la camarilla ahora dominante y derribar con ello al Gobierno,
desde el presidente hasta el último secretario. No me sería
imposible empujar al país que tengo en mis manos a declarar la
guerra a una de las repúblicas limítrofes.
Este poder oculto, pero ilimitado, me ha hecho pasar algunas horas
agradables. Sufrir todas las molestias y servidumbre de la comedia política es
una fatiga tremenda; pero ser el titiritero que, tras el telón, puede solazarse tirando de los hilos de los fantoches
obedientes a sus movimientos es un oficio voluptuoso.Mi desprecio
por los hombres encuentra aquí un sabroso alimento y miles de
confirmaciones.
Yo no soy más que el rey de incógnito de una pequeña República en
desorden, pero la facilidad con que he conseguido adueñármela y el
evidente interés de todos los enterados en conservar el secreto, me
hace pensar que otras naciones, y bastante más grandes e importantes
que mi República, viven, sin darse cuenta, bajo una análoga
dependencia de misteriosos soberanos extranjeros. Siendo necesario
mucho más dinero para su adquisición, se tratará, en vez de un solo
dueño, como en mi caso, de un trust, de
un sindicato de negocios, de un grupo restringido de capitalistas o
de banqueros.
Pero tengo fundadas sospechas de que otros países son efectivamente
gobernados por pequeños comités de reyes invisibles, conocidos
solamente por sus hombres de confianza, que continúan representando
con naturalidad el papel de jefes legítimos.
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