Hoy por la mañana tuve el gustazo de recibir su carta. Con la
consiguiente alegría, desde ya. Por ella también supe que había
recibido las mías que atentamente le despaché. Pero mire don
Carlos que a usted no hay cosa que le caiga bien. Ahora me dice
que las cartas son largas. Y en otras se queja porque son muy
cortas. Así que bien haría en ponerse de acuerdo con usted
mismo y decirme cuál camino he de tomar. También me puso
contento el saber que le entregó mis recados a don Juan Manuel,
gaucho lindo, que con las nuevas que tuvo todavía debe andar
festejando. No es para menos.
Bueno, ahí me pide usted que le diga no sé qué de don Simón Bolívar.
¿Y sabe qué? Que yo de este hombre no creo sepa más que
usted. Sobre todo, de lo que pasó en Guayaquil, que es una
novela que el liberalismo tapó con siete mantas para no avivar
a la gilada. Y así y todo, de vez en cuando, larga su olor, que
no es precisamente perfumado. Es como el caso de Rancagua, que
le he prometido a usted y se lo debo: para cortarse las venas
con un serrucho desafilado para que duela más.
Don Simón Bolívar suprimió, por decreto de fecha 8 de octubre de 1828,
todas las sociedades secretas y masónicas de sus estados. Mire
vea: si es para no creerlo. Porque él en su juventud se había
iniciado en una logia de París, de esas de La Fayette y de
Cagliostro, lo cual “me bastó –dice- para juzgar lo ridículo
de aquella asociación. Allí encontré muchos embusteros
–continúa el prócer de la Gran Colombia, sin referirse a
Alfonsín ni a Kirchner que aún no habían nacido-, y muchos más
tontos burlados; y sin embargo, los políticos y los intrigantes
pueden sacar gran partido de ella.”
En los considerandos de este decreto don Simón decía: “Habiendo
acreditado la experiencia, tanto en Colombia como en otras
naciones, que las sociedades secretas sirven para preparar los
trastornos políticos turbando la tranquilidad pública; que
ocultando todas sus operaciones con el velo del misterio hacen
presumir fundadamente que no son buenas ni útiles a la sociedad
(…) decreto: Artículo 1°- Se prohíbe en Colombia todas las
asociaciones y confraternidades secretas sea cual fuere la
denominación de cada una” (Citado por el diario El
Pueblo, Buenos Aires, 9 de junio de 1959).
Para colmo, y refrendando este decreto de muerte para la secta satánica,
Bolívar se nos representa en la instancia crucial de su
fallecimiento, en ese punto a punto con Dios del que nadie
escapa ni escapará jamás, como un buen católico. Pocos días
antes de morir, hizo llamar al Obispo de Santa Marta para que le
hiciera confesión, le diera los sacramentos y lo untara con el
Oleo Santo consagrado. El Obispo fue ayudado por el cura párroco
de aquella ciudad, en presencia del médico del Libertador, el
doctor Alejandro Revérénd, todos los cuales dieron fe de lo oído
y actuado. Y muerto que fue días después, se le puso por
mortaja el Hábito de Santo Domingo, de quien don Simón era
devoto, por ser un fraile dominico el primero que llegó a estas
tierras con el Almirante Colón.
La masonería jamás perdonó este decreto a don Simón, por el que
fueron muchos masones a pudrirse en las cárceles y a otros se
los colgó en el primer árbol que se tuvo a mano. Pero ya sabe
usted don Carlos que los masones son propensos a dramatizar
hasta en el cuento de la Caperucita Roja con lobo incluido y sin
él también. Don Simón ya había dado enantes pruebas de este
comportamiento con ellos. Y si no me cree, vea lo que sigue.
Don Jorge Washington tuvo durante su campaña contra los británicos dos
laderos inseparables: el francés La Fayette, y a otro que se lo
nombra poco: el venezolano don Francisco de Miranda. Después de
Saratoga, cerca de Nueva York, en 1777, donde capituló el
general inglés Burgoyne, estos Hermanos se separaron.
Washington se quedó en su pago; La Fayette
volvió a Francia a preparar lo que el vulgo llama revolución
francesa y don Francisco no volvió a Venezuela, por tener de
antes captura recomendada, sino a Cuba que entonces era el
Lupanar de la Masonería Hispanoamericana (y lo fue hasta fines
del Siglo XIX). De Cuba, colonia española entonces, fue
expulsado (¡lo expulsaron los masones! ¡Cielo Santo!), porque
parece que se quedó con un vuelto que no eran veinte maravedíes,
no. Era muchísimo más. ¡Ah, humanas debilidades por el vil
metal!
Pero esto no importa porque don Francisco era un héroe. Y de ahí el Libertador
se fue a Londres (lugar de donde, misteriosamente, todos los Libertadores
salen y a donde todos vuelven). A pesar de ser un hombre de
Washington, y antiguo subversivo
(este es el nombre que le da en su protesta el afligido
embajador español en Londres), fue recibido con bombos y
platillos.
Pero claro está que una cosa es el homenaje por su presencia y otra la
renta. Pues bien, los ingleses también le dieron una renta
vitalicia y suculenta. Y el ministro Pitt se quejaba porque
Miranda no le rendía cuentas de sus gastos. Parece que el tema
de los vueltos fue crucial en la vida de este insigne Libertador
de las Américas.
Miranda fue a partir de entonces un auténtico lacayo de los ingleses.
Un traidor de fuste. Los británicos ya tenían en sus
planes (como tales por lo menos desde 1780 y con tareas de
espionaje desde 1717), el apropiarse de las posesiones
ultramarinas de España. Se cree que alrededor de 1800 Miranda
conoció a Simón Bolívar, ya adepto, como le dije, de una
logia francesa del
Rito de cinco grados instituido por La Fayette. Y según nuestro
General Zapiola, la Logia Lautaro fue fundada por Simón Bolívar
(Hermano Aníbal) en
1804, y a ella ingresaron posteriormente San Martín (Hermano
Inaco) y O´Higgins (Hermano
Alcibíades). Son los
tres puntos de la concepción estratégica del cerrojo inglés
sobre la América Hispana: Caracas, Santiago de Chile y
Buenos Aires, que convergieron sobre Lima, punto de reunión,
como lo preveía el Plan Mitland (presentado entre 1800 y 1802,
según se estima). “Hasta que no caiga Lima –dice Mitland en
sus conclusiones-, corazón del Imperio Español, la América
Española no será nuestra.” Palabras repetidas por Canning,
pero en 1823 con motivo de conocerse el triunfo de Ayacucho.
A este plan inglés
(encontrado por casualidad en Escocia por el doctor Terragno),
la gente, dentro de su imbecilización, le llama guerra
de la independencia americana. Así como los españoles, en
su estolidez monumental y perpetua, llaman guerra
de la independencia a la que desataron los ingleses para nuestra dependencia.
En estos planes tenebrosos no dejaron de estar ausentes los EE. UU. con
personajes que van desde J. Washington (con secuaces como
Pickering, Wolcott, McHenry, Lee y Stoddart), A. Hamilton, J.
Adams y Rufus King, amigo personal de Hamilton y embajador
norteamericano en Londres. Ellos, eternos socios de los
ingleses, ya tenían sus ojos puestos en el subcontinente
sudamericano. Todo lo cual haría eclosión con la doctrina
Monroe en 1824, porque Canning con sus empréstitos se les venía
encima.
Con la gente y embarcaciones que pudo juntar en Trinidad (las naves
estuvieron al mando del asesino y filibustero Tomás A. Cochrane,
el mismo que como “Lord” de S. M. B. comandó la armada
inglesa que bloqueó El Callao transportando a San Martín),
Miranda se dirigió a las costas de Ocumare (marzo de 1806)
donde sufrió una derrota espantosa. Y como al sonar el primer
balazo Cochrane lo abandonó, la mayoría de los derrotados cayó
en las manitas del General Vasconcelos que procedió a
lincharlos de a uno. Pero don Francisco pudo huir con un hilo de
la pata. Y Vasconcelos lo mandó a quemar en efigie.
Miranda volvió a Trinidad y de allí a Londres, donde estuvo en salmuera
hasta que, dicen, lo mandó a llamar Bolívar, en contra de la
opinión de los miembros de las Juntas que lo consideraban como
un aventurero de extrema peligrosidad.
De esta manera se sumó a la revolución del 19 de abril de 1811, formó
parte del Congreso como vicepresidente, suscribió el acta de la
Independencia del 5 de julio y la Constitución del 21 de
diciembre (copia de la de Cádiz; ambas exigencias inglesas,
operando él como testaferro de la corona). Después de la
derrota y pérdida de Valencia (4 de mayo de 1812), se retiró a
Cabrera y, haciendo escala en Maracaibo llegó a Victoria, sin
auxiliar a los patriotas de Puerto Cabello, lo que le valió el
odio de los venezolanos.
Después de esto y tras “madura reflexión”, llegó Miranda a
convencerse que le declaración de la independencia era
prematura. Le escribió a Monteverde, comandante de las tropas
españolas, proponiéndole un armisticio y, poco después, con
la intermediación del marqués
de Casa León capituló en Victoria el 25 de julio de 1812.
Entonces Bolívar votó la muerte de Miranda declarándolo “traidor a
la independencia”. El 30 de julio a las 4 de la mañana, Bolívar
en persona lo arrestó mandándolo a una mazmorra del Castillo
de San Carlos. De allí fue trasladado a la prisión de la
Guaira y luego a la de Puerto Cabello. Sin saber qué hacer con
él lo trasladaron a la cárcel del Castillo del Morro, en
Puerto Rico. Mas como su vida corría peligro lo remitieron a
una celda en el Arsenal de Guerra de Cádiz, donde el 14 de
julio de 1816 murió. Los ingleses, los únicos a quienes había
sido leal, lo abandonaron. Los masones, por quienes se desvivió,
fueron sus captores, torturadores y carceleros.
Y no tengo don Carlos cosa más que contarle. Por lo que me despido de
usted.
Un abrazo como siempre y hasta la próxima si Dios quiere. JUAN