Quinta Los
Colorados del Monte, julio de 2007.
Carta a don CARLOS FERNANDEZ.
Querido amigo; viejo compañero y camarada:
Sepa don Carlos que, después de despacharle mi
última de hace unos días, di vuelta para las casas, digamos que
conforme con lo que le había escrito, por haberme sacado el peso
equivalente a un elefante pichón de la sesera. Pero resulta que al
llegar me doy cuenta que no fue así, porque nuevas cosas
aparecieron como para remojar la pluma en el tinterillo, lo que
verá por lo que sigue.
Resulta que vengo a enterarme que
todos los medios estaban propalando, al unísono como cacarean las
gallinas cuando suena el tarro con maíz, que al velorio de este
muchacho Fontanarrosa habían ido, exactamente, unas sofocientas
mil cuatrocientas treinta y dos personas. Y aunque la cantidad me
pareció mucha, díjeme para mis adentros: después de todo el hombre
se lo merecía. Es bueno pensar así y mi curandera de cabecera me
ha dicho que es lo mejor para la salud. Por eso ahora canto a voz
en cuello el Himno a Sarmiento y la Marcha de la
Libertad de la Involución Libertadora que el General Balza nos
hacía entonar cuando éramos cadetes, so pena de castigos
rigorosos. Ahora: que Balza con el tiempo haya sido un General
“peronista” de Menem, y hoy embajador menchevique del Régimen
Perverso, y mañana quién lo sabe, porque siendo de San Lorenzo no
sea cosa que termine como presidente de Boca. Todo es una pura
coincidencia, amigo mío. El único inconveniente que tengo es que
coreando así, tampoco me siento bien, y he comenzado a maliciar de
la bruja, que primero me cobra y después me atiende.
Pero no va Don Carlos que al otro día,
y como la generalidad manda, se produjo la inhumación de los
restos del genio en un cementerio paquete de Granadero
Baigorria, un localidad de la periferia rosarina. Allí estuvieron
los medios con sus cámaras delatoras para documentar el momento.
Y, aunque usted no me crea, en ese lugar no había más que unas
treinta personas, incluyendo a los de la pompa fúnebre, los
jardineros, los muchachos con las palas para tapar el hoyo, tres
viejas curiosas y dos perros, uno de los cuales era igualito a
Mendieta. ¿Entonces? Bueno: justamente es lo que no sé, porque
bajar de sofocientos mil a treinta, es mucho, ¿no le parece?
Entonces pensé que a los asistentes del velatorio los habían
diezmado la viruela, el cólera, Aramburu, el dengue, el paludismo,
Cavallo o alguna de esas pestes nuevas que andan hasta debajo de
los ladrillos. No sé. Pero un amigo que tengo, y que sabe mucho,
me dijo que eso no puede ser. De donde colijo que aquí alguien ha
mentido, y no soy yo. Y la filmación, que es prueba irrefragable,
es la que dice la verdad. No quiero pensar lo que hubiese pasado
si llovía: capaz que Fontanarrosa no juntaba quince en aquel
momento de su tránsito hacia el humus pampeanus. De manera
que la mentada popularidad de este hombrecillo se arrugó como el
fuelle de Cirilo.
Con esto, distinguido compatriota,
creo haber deshinchado este perro y, dejándolo que descanse, paso
a otro asunto, aunque relacionado con él. Sí, efectivamente: se
trata del gaucho y su apaleada figura. Dígame la verdad, ¿cuántas
veces ha escuchado usted decir que el gaucho fue una porquería y
que como hez jamás debió haber existido en el patrio suelo, ni en
ninguna parte del mundo? ¿No es cierto que muchas? ¡Muchísimas!
¡Claro que sí! Pero mire vea don Carlos, yo le diría y de puro
bueno que ando hoy, que de 1810 en adelante. Y este ronroneo
pegajoso, se fue adhiriendo, tal si fueran mocos pringosos de sus
autores, a nuestras conciencias, a nuestras ropas y al quehacer
diario.
El problema se profundiza después de
la Derrota Nacional de Caseros. Donde aparece Sarmiento, que de
tiempo atrás venía denostando a nuestro hombre argentino. Mitre
fue más práctico, y aparte de los ejércitos punitivos mandados al
interior después de Pavón, organizó un genocidio, el único que
verdaderamente se llevó a cabo en estos parajes, que pasó a la
historia con el nombre de Guerra del Paraguay. Alberdi, como los
dos anteriores, resulta, a su vez, el más lapidario de todos y en
lugar de balas, vomitaba papel y tinta. Después se arrepintió,
solo, viejo y enfermo en el París de sus amores. Pero el mal ya
estaba hecho. Y sus turiferarios de hoy repiten e imprimen la
primera parte; la segunda se les ha olvidado.
¿Y quiere que le diga una cosa don
Carlos? ¿Sabe usted que estos infames y la infinidad de corifeos
que tuvieron y tienen, nos decían algo parecido a la verdad, pero
que en realidad era una consecuencia? No: no se desmaye. Leyó
bien. No mentían estos iconoclastas, totalmente. Las cosas fueron
y sucedieron como ellos las marcaban con lápiz rojo y trazo
grueso: pero sus delitos estuvieron en no decir qué fue lo que
provocó tal estado de cosas. Es que los liberales son así, y todos
los hijos chimbos que han dado al mundo, jamás los reconocieron.
¿Entonces, me dirá usted, en qué quedamos? Bueno vea: es lo que
paso a explicarle.
En nuestra aporreada Patria la guerra
comenzó en 1806 con la visita de los ingleses, los que, como dijo
Sarmiento “nos traían la libertad de comercio (para ellos,
por supuesto), y el habeas corpus (para sacar de la
mazmorra a todos los facinerosos que eran sus esbirros)”. Y la
Guerra terminó, se podría decir por razones didácticas, con la
Derrota de Caseros. Es este un segmento de tiempo que comprende
nada menos que 46 años. Sí don Carlos, casi un medio siglo. Con
distintos títulos, pero Guerra al fin. No es chicharrón de
vizcacha.
Por eso digo con don Rafael, ¡Guerra!
¡Augusta Guerra! ¡No es de argentinos despreciarla, porque es hija
de ocho guerras esta noble tierra! Y mire vea mi amigo: no se
cuántas Patrias tienen para ostentar estos blasones dibujados con
sangre y martirio. Después que pasó el chubasco, cuando la Patria
estaba hecha y geográficamente fue tomando el perfil que tiene
ahora, aparecieron todos sus propietarios que son estos que han
maldecido al gaucho y de paso a la Santa Religión y a nuestras
tradiciones. Antes, entre medio de los peligros y acechanzas, no
apareció ni uno para remedio. Pero, ¿dónde estaban? Mirando para
afuera, cuando no afuera derechamente.
Ya sé que a esto usted lo entenderá a
medias, y por eso le hago una referencia con nuestra actualidad.
Dígame, ¿cuántos políticos y cagatintas hay en este momento en la
Antártica? Ni uno. Ni de turistas quieren ir. Sin embargo, rodando
el sol por este firmamento, llegará el día en que allí también
estarán opinando, despreciando al soldado y maldiciendo a Dios.
Dictando fallos al decir que esto está bien, que aquello está mal.
Bien: lo que pasa en aquel continente helado, caro amigo, es lo
que pasaba en 1860 en la frontera con el indio.
Dice la Historia de Guerra que en los
dos primeros años de una guerra, muere la flor y nata de los
pobladores de una nación. Lo mejor, los más aptos, los más
inteligentes, los hacendosos, los hijos de las mejores familias,
los más sanos de cuerpo y alma, los valientes y arriesgados, los
que aman profundamente a la Patria y a Dios. Si la guerra se
prolonga, se profundiza esta situación. Mire usted: cuentan los
cronistas que nos visitaron después de 1810, que a la llegada de
San Martín al Río de la Plata a principios de 1812, Buenos Aires
casi no tenía población masculina. Era una ciudad de viejos,
tullidos y enfermos. Relata Mitre que durante la campaña del
Ejército del Norte, en Santiago del Estero, a quien el historiador
llama “minero inagotable de soldados”, directamente no tenía
hombres de ninguna edad. ¡Hasta los viejos se habían marchado al
Frente del Norte!
Y, ¿qué espera usted amigo, haciendo
una interpolación con nuestro gaucho? A lo excelente, a lo
superior de nuestro gauchaje se los llevaron las guerras. Guerras
que la mayor de las veces, con excepción de la Guerra de la
Independencia, las desataron los liberales manejados por las
logias masónicas desde Inglaterra. Y, ¿qué hicieron? Bueno: lo que
hace un buen liberal, que es sorprenderse. Y se quejan del pueblo
que tienen (que es lo que había quedado, los sobrevivientes) y,
¡hasta de éstos piden su exterminio! Sobre el pucho vino lo de la
Pampa Gringa, que es una mentira más grande que un elefante
embarazado y parado en dos patas. Don Carlos: a la historia la
escribieron ellos, y esto no me alarma, como me asusta la cantidad
de imbéciles que repiten estos sofismas.
Un abrazo y saludo a nuestro estilo.
Que Dios lo bendiga don Carlos y que la Virgen Purísima lo abrace
y vista de Celeste y Blanco.
JUAN
(Milico Mal Arriado).
|