Quinta
Los Colorados del Monte, septiembre de 2006.
A don Carlos
Fernández
Mi buen amigo y
compatriota:
Le escribo ésta para comunicarle que acabo de hacer, tras de un
hallazgo, un descubrimiento. No se trata aquí de algo parecido a aquella
aventura con los rollos de papel higiénico que tantos dolores de cabeza me
trajo. No. Tampoco de aquel juego inventado para los Coroneles que se llama “El
que piensa pierde”, y terminaron ascendiendo todos porque ninguno perdió, y
sus pliegos fueron aprobados por la Cámara Pontaquarto de la Nación. ¡Cuánto
prestigio hay en todo esto don Carlos! Mire, de sólo pensarlo se me pone la piel
de gallina y, si me lo dice de repente, se me pasa el hipo.
Verá usted que se me ocurrió hacer una lectura comparada de El
hombre que está solo y espera de don Raúl Scalabrini Ortiz y
Mordisquito de don Enrique Santos Discépolo. Y usted dirá con justicia:
qué tendrá que ver una cosa con la otra. Es como buscar una vinculación entre la
localidad de Venado Tuerto y el Presidente Kirchner, o sin ir tan lejos la de
Fraile Muerto con el Padre Farinello. No. Es completamente caprichoso.
Antojadizo. Y mal intencionado, además. Mi confesor, el cura de San Ramón, me ha
dicho que estoy a un tranco de irme al infierno, a pesar de que él me hace un
50% de descuento por todos los pecados. Así que me cuido como usted no sabe y
ando para todos lados con pañalín adultos. Enterada de esto doña Cata, mi
vecina, me trujo un libro de Constancio C. Vigil para que me abuene y sea un
ciudadano decente. Pero después de leerlo me vino una disentería que me ha
dejado la trastrasera como una coliflor. Y a tan delgada mi figura que para
hacer sombra me ayudo con un palo de escoba. ¿Será el libro? Yo no creo, y
usted, ¿qué me dice?
Bueno como le decía leí a estos dos autores del Pensamiento
Nacional, puestos el uno al lado del otro y revoleando el ojo entrambos. Al poco
tiempo, metido entre los
renglones de los textos, llegué a la conclusión de que Scalabrini Ortiz describe al hombre que está solo y espera, el hombre que
él oteaba desde su atalaya de Corrientes y Esmeralda; y Discépolo es el que
hace hablar al hombre que está solo y espera. Si, mi estimado don Carlos: a
Mordisquito le platica el hombre que está solo y espera,
corporizado y que está vivo, que departe opinando, sintiendo al prójimo y al
próximo. De donde surge que el trabajo de don Enrique
Santos es el complemento del trabajo de don Raúl.
¿Habrá sabido esto Discépolo cuando hizo sus 39 audiciones
radiales que yo he reunido dividiéndolas en dos épocas o ciclos? No lo sé. Y,
¿lo habrá presentido don Raúl que, sin ninguna duda conocía y trataba a
Discépolo, y que además lo escucharía en
Mordisquito? Tampoco lo sé. Don Arturo Jauretche que anduvo metido en
esto de
Mordisquito, haciéndole una crítica a Julián Centeya, no dice las cosas
como yo las expreso, pero me dio la pista. De allí sale toda mi inspiración que
remato en el corolario y escolio que le dije: son complementarios. Una
complementariedad que no los hace perder su independencia. Transitan andariveles
en apariencia diferentes. Pueden ojearse las hojas de uno, ignorándose las del
otro, sin inconvenientes. Pero son complementarios.
Discépolo y Scalabrini no sólo eran contemporáneos, sino que
además, casi tenían la misma edad. Pero don Raúl vivió ocho años más, lo que no
hace a este asunto. Fueron de esa pléyade que nació como reacción contra el
mitrismo y la Degeneración del 80, que alcanzó y transformó a don Hipólito
Irigoyen que venía de aquellas cepas carroñeras, hijas de la línea Mayo-Caseros,
para hacerlo un hombre de la Causa Nacional. Y cuando todos pensábamos que
aquéllos se habían muerto definitivamente, fueron exhumados por la Involución
Libertadora de 1955, con señoras gordas incluidas. Y hoy están muy vivitos y de
algazara como en 1880, 1890, 1905, 1922, 1930 y 1932, con la Concordancia que en
1945 sería la Unión Democrática. ¡Y eso que Alvear, Uriburu y Justo se les
habían muerto!
Pero, lógicamente, estos dos ejemplos del Pensamiento Nacional,
don Raúl y don Enrique, no fueron tan espontáneos. Tuvieron predecesores,
contemporáneos y sus sucesores. Así se generan las ideas en el Pueblo: de abajo
para arriba. No son lunares en una piel blanca, ni la mosca en el vaso de leche.
Cuando don Antonio de Lebrija, El Nebricense, le presenta la Gramática
Castellana a doña Isabel de Castilla, La Católica, no le llevó un
invento: se la entregó diciendo que ese idioma era el que el pueblo hablaba en
las casas, los mesones y mercados y que había que hacer algo con él. Y ella, que
fue como una madre para todos los castellanos, hizo oficial aquel idioma (hoy le
dirían canyengue, lunfardo, arrabalero, y en aquel entonces bajo latín). Lo
mismo le había pasado a Cristo: para predicar Su doctrina no recurrió a los
doctores de Jerusalén, sino a pescadores del Lago Tiberíades; porque “el fuego
pa’ calentar/ debe siempre ir por abajo”.
De igual manera el Sentimiento Nacional nace en el pueblo, yace
en él, le pertenece, crecen así sus hombres y mujeres. Hay algo de congénito en
esto; y mansamente se va difundiendo a las clases superiores. A veces
interrumpen este proceso natural: son los “anti” que Perón llamaba
retardatarios. Porque retardan lo que natural e inevitablemente sucederá.
Pero verá usted don Carlos como lentamente vuelve a resurgir, se
rearma y sigue buscando su destino celeste y blanco. De donde yo digo que el
Sentimiento Nacional es inmortal. Me lo dice la Historia. Pierden el tiempo los
que intentan destruirlo porque sólo ocasionan demoras. Ellos jamás han hecho
nada para que este sino cambie. Ni lo harán. Son como los sodomitas:
contranatura. Y hoy mismo, sin ir tan lejos, a este pueblo que ha vivido
casi 25 años de Democacacracia y soportado cerca de docena y media de
soretes peludos sin abuela, póngale usted un Caudillo y me dirá qué es lo que
obtiene. Porque los soretes no vuelan don Carlos, a lo sumo flotan si son de
verdura.
Mire: Unamuno en España se creía en 1933 como estos zopencos que
él era un gran político. Les salió Onésimo Redondo. Lo mataron. Enseguida les
apareció Primo de Rivera. Lo mataron. Entonces les vino Franco. ¿Y Unamuno? Al
soretal de donde nunca debió haber salido. Leer un discurso de Unamuno equivale
a hacerse al hilo siete enemas jabonosos de litro y medio: le quedará el
botaguiso brillante y liso como el cañón de una escopeta. Y sin embargo hay
algunos que lloran porque lo de don Miguel no pudo ser. Así como lloran aquí que
don Norteamérico Ghioldi le errase fiero al bizcachazo.
Sigo entonces: antes que don Raúl y don Enrique estuvo el
Martín Fierro de José Hernández. Scalabrini, Discépolo y Hernández son
intelectuales que supieron leer adentro y llegaron a comprender el
significado fraternal de la nacionalidad y acertaron al expresarlo en sus poemas
y libros. Los otros, los Borges, los Sábato, los Aguinis, los Pigna, los
Grondona, los Félix Luna, leguleyos los unos, cagatintas los demás, son las
ranas del Apocalipsis de Juan en la islita de Patmos: sólo sirven para confundir
“y aumentar el fandango/ porque están como el chimango/ sobre el cuero y dando
gritos.”
Ellos, Hernández, Scalabrini y Discépolo, son los que encarnan
al hombre que no sabe muy bien lo que quiere, pero sabe muy bien lo que no
quiere. Es como un nacionalismo salvaje, desarticulado, visceral, intuitivo
y, como le dije enantes, ancestral. Congénito de tan centenario. ¿Y sabe una
cosa? Es el que a mí más me gusta. ¿Y la forma? Toma forma con el Caudillo que
hace lo que el Pueblo quiere, que es la verdadera Democracia. Aquel que lleva en
sus oídos la mejor música: la palabra del Pueblo.
También entre los precursores anduvo, por qué no, el payador don
Gabino Ezeiza y el negro Macedonio Fernández. Y don Leopoldo Lugones que
escribió el Martín Fierro, pero en prosa, y lo llamó La guerra gaucha, y
en verso titulándolo Romances del Río Seco. Mire vea: son cosas de mi
flor.
Y don Leopoldo Marechal le puso nombre y apellido al hombre
que está solo y espera: lo llamó Adán Buenos Aires. Y Adán Buenos
Aires, que es un alma migratoria capaz de anidarse en el que menos y en el
que más, es el que le habla a
Mordisquito en las audiciones radiales de Discepolín. Y, ¿quién es éste
coso? Es el que traduce su indignación en actos, porque se cree el único
descubridor de la verdad. Se siente frustrado porque ha sido perpetuamente
engañado, defraudado por los hombres en quien él confió su corazón limpio y
bueno. Es el que ha visto capitular y corromperse a los falsos profetas. El que
ha sido el recipiendario de promesas incumplidas. El que ha visto la pata del
lobo debajo del pellejo de oveja: son los traidores disfrazados de nosotros.
Pero Adán Buenos Aires alienta, allá en el fondo guarda una esperanza,
recóndita, pero no la confiesa. Porque no es un vencido, sino un escéptico como
yo don Carlos, que ignora cuál camino debe tomar que no sea el de la Patria. Por
eso está solo y espera.
Scalabrini, Discépolo y Marechal es la triada que le dejo mi
amigo. Pero faltan los hijos de Discépolo: los tangos
Cambalache, Uno y
Yira-yira, un tríptico, escritos en la Década Infame. Y faltan Homero
Manzi, José Luis Torres, Atilio García Mellid, Muñoz Aizpiri, el Padre
Castellani, el Coronel Martínez, de Baldrich, Mosconi, Savio…
Le acerco esta carta que tiene su dejo de amargura. Que la
Inmaculada Concepción con su manto de los colores de la Patria Amada, lo cuiden
y protejan.
JUAN
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