Quinta Los
Colorados del Monte, octubre de 2006.
A don CARLOS FERNANDEZ
Mi buen amigo y antiguo camarada:
He terminado de leer, o de estudiar si prefiere, lo que mandó de Emil Ludwig.
Medio lento dirá usted que siempre anda ansioso. Pero ya sabe que soy así: leo,
comparo, saco apuntes, memorizo y en otras ocasiones llego a leer hasta tres
libros en simultáneo. De manera que lo que a un ser normal (yo no lo soy) le
demanda 1, a mí 3. Es una maña. Devenida quizá del estudio de la matemática:
ahí terminé un libro de geometría que se llama Con Regla y Compás, es
decir la geometría como la veían los griegos y Euclides particularmente. Ellos
no aceptaban demostraciones que fueran hechas con otros instrumentos que estos
dos. Era una herejía usar la escuadra, por ejemplo. Allí están los 104 teoremas
y algunos adicionales, como la tan mentada cuadratura del círculo que la gleba
dice no se pude hacer, o trazar una circunferencia usando dos reglas. Bueno ahí
están. Por supuesto que no la pienso publicar: los matemáticos modernos no se
merecen esto. Tampoco creo que les interese.
Por lo que he visto de su envío, es justo que usted considere a Ludwig como un
gran escritor. Debe haber sido un hombre de una gran personalidad. Me extrañó
sobremanera que me diga que era judío, porque él, reflexionando sobre Napoleón,
tiene un pensamiento cristiano. Y no apelo aquí, para justificarlo, a lo de las
raíces judeo-cristianas, como hacen nuestros contemporáneos, caterva inacabable
de tilingos palanganas. No. Pero tal vez Ludwig guardaba, bajo su coraza hebrea,
una lucecilla que lo haya hecho ver el mensaje de Cristo. Uno nunca sabe. Todo
judío en sí, es un misterio, y aquello de la sangre-raza-religión, que son
prioridades fijadas entre ellos de Esdras a Herodes, nadie sabe donde empieza en
cada uno y mucho menos donde termina. Sin embargo, a lo hora de definir, todos
tiran del mismo carro con la mula bien cinchada. Lo que no deja de ser otro
misterio.
Ludwig ha tenido la habilidad, muy admirada por mí, de historiar novelando.
Su personaje central y los que lo rodean no dialogan, pero él los hace dialogar
empleando sus dichos extraídos de los testimonios documentados. No es fácil esta
proposición: hay que conocer mucho y tener buena memoria de los documentos para
tejer con ellos la urdimbre. He ahí esta habilidad, que le repito, admiro. Tal
vez porque me falte.
Creo que ya le he dicho en otra conversación, que me recuerda muchísimo a
nuestro entrañable don Manuel Gálvez. Por no decirle que es el mismo estilo. El
que hace llevadero al asunto más ríspido y pesado, empleando la terminología del
hombre de la calle. He ahí otro mérito: escribir para todos y no para el círculo
áulico de los elegidos. Que en el fondo no es otra que la idea de Platón: él
escribía para que todos lo entiendan. Para sus contemporáneos. Los que vinieron
detrás de él interpretándolo, ya son un asco.
Pienso, siempre prejuzgando malamente, que hubo alguna conexión entre Ludwig y
Gálvez. Y sin hacerme el Plutarco, se puede trazar un paralelismo entre estas
vidas. Ludwig nació en 1881 y murió en 1948, en Alemania. Gálvez vio la luz en
1882 y falleció en 1963, en Argentina. Fueron contemporáneos, solamente que
Gálvez lo sobrevivió 14 años. Los dos tienen un pasaje fugaz por el periodismo.
Ambos fueron novelistas. Y también hicieron grandes biografías historiadas
de excepción: Ludwig con Lincoln, Goethe, Napoleón,
Bismark, Rembrandt, etc.; don Manuel con sus famosas vidas de
Sarmiento, Rosas, García Moreno. Las biografías de Ludwig y de
Gálvez no han sido superadas hasta el día de hoy. Y mire que ha corrido agua
bajo el puente.
¿Acaso podemos decir entonces, que uno le copió el estilo al otro? Y si fuere
así, ¿quién fue el uno y quién el otro? Las obras de Ludwig fueron traducidas a
casi todos los idiomas. Las de don Manuel también. Hasta en esto se parecen, así
como en el fondo son indulgentes con sus biografiados: siempre hay una
justificación para tal o cual asunto delicado y hasta los masones, en la base,
no son tan malos. En esto hay cierto tufillo a don Modesto Lafuente, el gran
historiador español (Historia General de España).
Pero creo que don Manuel conocía la obra de Ludwig. No me animo a decir lo mismo
de él para con Gálvez. Sin embargo por la cronología en la aparición de las
obras, juzgaría que Ludwig es anterior a Gálvez. Mas copiar este estilo y
sacarlo idéntico, sea de un lado o del otro, ya es un mérito. Y si no me cree,
vaya usted, u otro, a copiar a un Chesterton (que como Hilaire Belloc y el Padre
Castellani son medio contemporáneos), y después me cuenta. ¿Quién podría tener
el humor de un Chesterton? Sólo otro Chesterton.
La otra alternativa es la de la generación espontánea: que los dos
nacieron predestinados con este don maravilloso. Lo que causaría más asombro
aún. ¿No le parece?
Respecto al contenido, que sería la otra parte de la crítica, no ha dejado de
llenarme de nostalgias. Y un resabio, una borra, de envidia, que es pecado
capital, por eso digo que es un poquito.
No le diré de la suerte de los franceses de tener ese Napoleón en la desgracia,
recluido en la lejana Santa Elena, que se ocupa, junto con Les Cases y otros
amanuenses, de aclarar episodios de su vida. En parte una crónica, en parte
historia, en otras reflexión, sabiduría y, campeando sobre ellas, ciertos
matices de filosofía. ¿Acaso sabía él que no le quedaba más de cinco años de
vida? No sé. Pero esto justificaría el apuro que trasunta. A todo esto lo hace
Napoleón por los franceses, su Pueblo, al que él se había consagrado.
Y bien: usted se preguntará, ¿por qué la envidia? Porque nosotros tuvimos un San
Martín que no fue como Napoleón: éste era un Caudillo como Bolívar; San Martín
era un militar. Y no me diga que la diferencia es poca. San Martín pudo serlo y
se negó a cabalgar el brioso corcel de la historia siendo guía de su pueblo para
construir la Patria. Napoleón y Bolívar tenían fines que son inherentes a los
conductores; San Martín misiones, que son propias de la milicia. Tampoco esta
diferencia es pequeña.
Pero no quiero irme por las ramas. El extrañamiento de Napoleón es obligado por
la Patronal que hoy mismo, haciéndose la distraída como perro que ha volteado la
olla, sigue ejerciendo su mandato. El confinamiento de San Martín es voluntario,
por más que usted me diga que de Buenos Aires viajó directamente a ver y
confraternizar con la Patronal, la que lo acogió como un hijo dilecto. He ahí
otra diferencia insondable.
El ostracismo de San Martín es un misterio más de su vida. Nadie, ni él mismo,
lo han explicado convincentemente. Es que todo San Martín es un misterio: desde
la fecha y su lugar de nacimiento, pasando por su casamiento y Rancagua, hasta
su mismísima muerte, todo está velado por la duda y la contradicción. Mire su
regreso a la Patria; en Río de Janeiro se entera de la derrota y del crimen de
Navarro: el fusilamiento del Coronel Dorrego. El Coronel arrabalero, como
le decían, había jaqueado duramente a la Patronal, al punto que estuvieron por
perder todo lo que había construido desde 1806. Pero nadie ha pensado qué
hubiera hecho San Martín si Dorrego quedaba vivo y dueño de la situación. Porque
cuando el Libertador vino en el Condess of Chichester (un charter
fletado por la Patronal), ¿lo hacía para luchar con Dorrego o para combatirlo?
Esta no es una duda, es un dudón. Y San Martín odiaba a Dorrego desde aquel
incidente “por las voces de mando” (una monserga insostenible), y lo
confinó en Santiago del Estero. ¿Pero por qué? Porque Dorrego, un hombre de una
inteligencia brillante y de un coraje inigualable como lo demostró en el Norte,
se había dado cuenta, a poco de andar, de quién era San Martín. Cometió el
“pecado” de decírselo en la Logia, en la cara y ante los otros logistas.
Sesenta días después el glorioso Ejército del Norte se lo sacó de encima y él
aparece como renunciante, enfermo (vivía enfermo vomitando sangre y murió de
viejo). Nunca más apareció, como los 50 mil pesos plata del Potosí que le
reclamó Posadas hasta el último día. Y no fueron para pagar a la tropa. No.
Estos son los primeros desaparecidos de la Argentina. Seguidos de los
desaparecidos en Chile, en el Perú y en Londres. Cuando era teniente unos
malhechores le robaron una valija, ¡con todo el sueldo del Regimiento! Y lo del
estandarte de Pizarro que no se lo quería devolver al Perú: ¡qué bochorno Santo
Cielo!
Bueno: entre desterrado y desterrado, Napoleón ajusta las cuentas, hace balance.
Y San Martín escribe cartas y en cada una de ellas dice que no le gusta
escribir: el epistolario de San Martín ha sido editado en tres o cuatro gruesos
tomos si mal no recuerdo. Menos mal que no le gustaba escribir, de no haber sido
así, serían ocho los tomos. Las semblanzas que nos vienen de él son de sus
visitantes (Alberdi, Sarmiento, Vicuña Mackenna y otros) o de Balcarce, su
yerno. De su pluma nada y en las cartas bien poco. Porque sintiéndose en el
bronce, pontifica, pero no nos cuenta qué pasó en Guayaquil, por ejemplo.
Cuando Alberdi lo visita llevándole la biografía que él había escrito y editada
en la Patronal con dineros de quién sabe, dice que pasaba los días enteros
destruyendo documentación. La quemaba. Y en aquellos humos se fueron por la
chimenea todo lo que ahora nos preguntamos y no entendemos. Napoleón dejó todos
sus documentos en Europa. En Santa Elena tenía lo puesto. Reconstruyó su vida de
memoria y llora no tener los papeles a mano para explicar mejor tal o cual
suceso. Napoleón anidó hasta el final la ilusión de volver a la Patria. San
Martín bregó hasta el final para no volver a la Patria. Cuando el General Miller
le pregunta sobre sucesos en el Plata, le responde que “nada le puede decir sin
faltar a los más severos compromisos”. ¿Puede haber para un soldado un
compromiso mayor que el haber servido lealmente a la Patria? Parece que con San
Martín sí. ¿Cuáles eran esos compromisos? Volvemos al misterio. No. No eran
iguales. De allí mi envidia.
Que la Madre de Dios, Vida, Dulzura y Esperanza nuestra, lo cuide y proteja con
su manto que tiene los colores de la Patria Amada. JUAN
JUAN
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