Estimado Antonio:
En varios de sus últimos programas usted recordó, haciendo balance con
sus interlocutores reales o virtuales, que no existe ni un micrón de
posibilidades en medida, menos un miligramo de ellas en peso, de que, en
estos momentos, el poder militar vuelva a irrumpir en la escena política
nacional. Porque el Ejército, en particular, es poco menos que un
minino faldero. Concepto aquél sobre el que se podría hacer un debate
entre el poder hacer y el deber ser, que resultaría interminable. Para
evitar esto quiero obrarle esta narración arrancada, por desgracia, de
la vida real y que dice así.
Cuando llegaba la temporada de caza yo me iba a los Cerrillos, un
villorrio ubicado en las faldas de las Sierras de Guasayán, camino a
San Pedro y Frías, que desemboca en la Cuesta del Portezuelo, límite
entre Santiago y Catamarca, que de veras le digo, mirando abajo parece
un sueño, tal como dice la vieja zamba.
Hacía mi estancia en la casa solariega de don Luis Salvatierra. Y
andando por esos montes en mis jornadas cinegéticas, había visto
leones en tres oportunidades: dos un poco lejos y otro al que le faltó
muy poco para que me saliera de entre las piernas. En Santiago, los
criollos del campo, al puma lo llamamos león.
Una tarde en que ya hacía mis despedidas de la familia, le comenté a
don Luis, dueño de casa, estos incidentes minúsculos, de puro comedido
y para hacerme el conocedor y simpático. Y fue entonces cuando me
sorprendió contándome las andanzas de estos grandes felinos y los
estragos que le hacían en las majadas. No había por allí ningún
chiste y antes bien una preocupación.
Seguidamente le pregunté si a estos bichos no se les había dado por
atacar a la gente. Entonces me refirió lo que había acontecido en la
villa un año y medio atrás y que ahora se lo cuento a usted
someramente.
Resulta que llegó al paraje un alemán llamado, si mal no recuerdo,
Otto Hackmann, de unos cuarenta y pico de años y su esposa a la que él
le decía Pikiten, que era de nacionalidad suiza. Enseguida pasaron a
ser don Otto y doña Pikiten para la paisanada.
El alemán venía para investigar la vida de estos leones que le cuento.
En el almacén El Luchador,
que todavía existe, explicaba, detrás de una ginebra tenebrosa servida
por su dueño, el viejo Amancio Luna, que su intención era escribir un
libro sobre estos animales.
Corajudo el alemán se internaba solo todas las mañanas en las breñas
en dirección a donde estos gatos tienen sus guaridas, que están en los
puntos dominantes de los cerros. A
doña Pikiten la dejaba en la casa de Misia Teresa Silva, la de las
chapecas negras.
A la tardecita ya estaba de vuelta el gringo con su cuaderno, las cámaras
de fotografías que eran como tres y otros chismes que usaba para
espiar.
Y así fue pasando el tiempo y el germano siguió con esta rutina. Hasta
que empezó a quedarse con los leones por las noches y regresaba, pero
al atardecer del día siguiente. Enseguida aumentó esta permanencia y
reculaba como a los tres o cuatro días.
Al regreso de una de estas correrías, cuando el sol rojizo toma el
cuesta abajo para meterse en la gran alcancía que es la negrura de los
montes, don Otto comentó en el almacén que todo lo que se decía de
los pumas era una mentira, que eran incapaces de hacer daño, que eran
los animales más entendidos y dóciles que él había conocido y otras
cosas más. Como por estas palabras se armó un revoltijo, el alemán
prometió regresar al día siguiente con un león para que los paisanos
viesen por sí mismos que aquellos animales no eran lo que ellos decían.
Y hasta el Padre Ramón, santo varón, que siempre venía de Frías a
darles consuelos a las almas de día y una manito con el truco de seis a
la noche, se quedó mudo mirándolo con la boca abierta.
Y así fue como al siguiente día don Otto se cayó a la villa, no con
uno, sino con tres leones. Lógicamente al verlo venir con semejantes
compañías a sus costados no quedó nadie y hasta los perros más
grandes y matreros dispararon a los jumiales del contorno, y en el
chalchal los zorzales pechos colorado y los güiñi renegridos callaron
su hermoso canto.
Para asombro de todos, que lo miraban desde las ventanas, don Otto
manejaba a esos leones cimarrones y matreros a su antojo, y les decía
que fuesen para allá y los leones iban obedientes; que vengan para acá
y los leones volvían y le lamían las manos; de repente se enojaba, los
insultaba, y como por arte de magia los leones se echaban al suelo,
patas arriba, en señal de sumisión total. Pasada la demostración don
Otto se retiró con su horrible comitiva hacia los pedregales donde están
las cuevas, y la gente salió a la calle enredada en los comentarios que
duraron como un mes. No era para menos. Algo para no creer y jamás
visto.
Y así siguió don Otto, empeñoso y firme, con esta tarea sin que falte
un solo día, a pesar de la lluvia, el frío y el viento. Su cuaderno de
apuntes estaba cada vez más hinchado y al borde de ser cambiado por
otro, también de 200 hojas.
Una tarde le dijo a los parroquianos presentes en la despensa, que al día
siguiente iba a someter a una gran prueba a los leones en su propia
madriguera: era el experimento sustancial, el examen definitivo que
andaba buscando. Que sería algo que jamás se había visto y que probaría
definitivamente la docilidad de estos temibles morros. Un viejito de
nombre Gauna, que estaba paladeando unos morados y pitando un chala, le
advirtió de que no se fiase de estos gatos por más dóciles que se le
mostrasen, porque ser taimados y arteros es condición propia de estas
fieras.
Pero don Otto no hizo caso y al clarear del día siguiente salió con
rumbo a las leoneras, cargando al hombre toda su parafernalia. Esa tarde
no volvió. Tampoco al día siguiente. Y así pasaron como cuatro o
cinco días sin noticias del alemán. Era mucho. Nunca había sucedido
esto. La gente empezó a sospechar
que algo había pasado y doña Pikiten entró a desesperarse y
clamando por su marido se bañaba en llantos.
Entonces se armaron unas partidas a caballo para buscarlo. Pero jamás
lo hallaron. Tampoco a los leones que se habían mandado a mudar y sólo
quedaba allí su olor espantoso. Aparecieron entonces las consabidas
hablillas divididas en dos: los unos que decían que don Otto llegó a
amar tanto a sus leones que se mandó a mudar con ellos vaya a saber dónde,
como si los llevara a pacer; los otros, mucho más pragmáticos,
aseguraban que los leones se lo habían comido.
Tres o cuatro meses después un changuito que andaba pastoreando su
majadita de cabras cerca de aquel lugar, encontró, entre medio de unas
matas, un botín de don Otto sin ninguna señal de violencia. Por este
hallazgo intervino el comisario de Frías y el Juez, quienes
determinaron luego de trabajosas pericias, que a don Otto se lo habían
merendado los leones. Y como don Otto no ha aparecido más, ni creo que
lo haga dado el tiempo transcurrido, pienso que al final el Comisario y
el Juez tenían razón.
Moraleja: no te confíes Antonio del león dormido, o de aquel que se te
haga el obediente , ni por lo dócil que te parezca ni por amigo que te
resulte, porque él sabe muy bien cuándo debe usar las uñas
y cuándo debe darle al diente; porque pasa de minino a fiera de
repente.