Viernes 5 de febrero de 1852:
Día en que fue fusilado el Coronel de
Artillería don Martiniano Chilavert por “la Aurora de la Libertad y la
Civilización.”
La Derrota Nacional de Caseros es una de las páginas más tristes de la
Historia Patria. No sólo en la lucha entablada, que hemos seguido con esmero
desde sus prolegómenos ocurridos el domingo 31 de enero, hasta su desenlace el
miércoles 3 de febrero de 1852 y sus consecuencias de muerte, cárceles,
humillaciones y persecuciones como antes no se habían visto, y que llegaron, en
los postreros días, más allá de lo imaginable, con la matanza de la División
Aquino, sin que quedara uno solo vivo, y el fusilamiento del General Jerónimo
Costa, el Héroe de Martín García cuando el bloqueo anglo-francés.
La aleve traición de estos hombres había sido aceptar como un juramento lo que
habían aprendido de sus abuelos y de sus padres: no traicionar a la Patria y
defenderla hasta perder la vida. Por eso fueron asesinados por la horca, la
bayoneta, el hacha, el sable y hasta el garrote.
Todo ellos habían luchado encarnizadamente contra los ingleses y todos fueron
muertos por los criollos amanuenses de los ingleses, comenzando por Santiago de
Liniers, Gutiérrez de la Concha, Victoriano Rodríguez, el tesorero Moreno,
pasando por Alzaga, los de la “rebelión de las trenzas”, Facundo Quiroga,
don Pedro Castelli en Dolores, con Dorrego en el Drama de Navarro y terminando
con estos heroicos próceres en Caseros. Y, ¿por qué no Valle, Cogorno e
Ibazeta que fueron nuestros contemporáneos? Para Saavedra y Rosas el destierro.
Así cayó, degollado por la nuca a manos del secretario de Urquiza, el Coronel
Martín Santa Coloma, el insigne Héroe del Quebracho (lugar situado un poco más
arriba de San Lorenzo, en Santa Fe), combate más cruel y encarnizado que la
Vuelta de Obligado y en donde la armada británica quedó tan maltrecha que
dudaron en seguir depredando hacia el norte. Allí los gringos utilizaron por
primera vez contra nuestras baterías, los famosos cohetes a la Congreve: con
ellos se lucirían en las rebeliones de la
India y más tarde con la de los Boers.
Pero esta furia homicida muchas veces no tenía límites. Así, por ejemplo, el
doctor Claudio Mamerto Cuenca, reconocido unitario y antirrosista, fue muerto a
puñaladas por más de diez forajidos por haber sido sorprendido atendiendo a un
soldado federal malherido en la batalla. Su delito había sido prestarse, como médico,
a cumplir con su tarea humanitaria. En su bolsillo se encontraron poesías
contrarias a Rosas.
Pero el salvajismo no alcanzaría ribetes de mayor crueldad que los vistos con
el fusilamiento del Coronel don Martiniano Chilavert, el auténtico Héroe, y
por sobre todos los demás, en los Campos de Caseros en aquel nefasto 3 de
febrero, que yo llamo el “Día Negro de la Patria”.
Contra sus baterías se había estrellado la infantería brasileña quedando
diezmada por la metralla, más luego la caballería de esta nación extranjera,
perpetua enemiga de la Patria hasta el día de hoy y, finalmente, la caballería
del Coronel Galán que le hizo cerca de treinta cargas. Solamente se rindió
cuando se le había agotado la munición y, casualmente, fue uno de los últimos
en arriar la bandera celeste y blanca de la Confederación.
Uno de los Padres de la Patria, según Mariano Grondona, Sarmiento Inmortal, que
hacía de boletinero del Ejército Grande con el grado de Teniente Coronel,
cuenta que él sólo, sin ayuda ni apoyo de nadie, con sable en mano, le tomó
una batería a Chilavert y dice que a esto lo vio el General Virasoro y el
entonces Mayor Mitre. En verdad Virasoro nunca dijo nada, y más luego tampoco
diría nada porque ellos mismo lo asesinaron. Pero Mitre sí, que salió a
defender su heroísmo en la prensa cuando retó a duelo al Coronel Mur (rosista),
y huyó despavorido en la noche anterior. Es que Mur, hijo y nieto de soldados
pero salvaje, se había tomado a pecho aquello del “honor” y lo de la
“Patria” y había elegido un hacha como arma para batirse a duelo y tronchar
al Padre del Aula. Sarmiento hizo con Chilavert lo que no pudieron hacer
regimientos enteros de soldados aguerridos en cien combates. No digan que no es
un mérito del Gran Sanjuanino. Por eso en Inmortal.
Rendido Chilavert fue hecho prisionero y llevado frente a Urquiza que estaba en
su despacho en Palermo con su Estado Mayor. Según cuentan las crónicas, el
Padre de la Libertad Argentina I (el II sería Lonardi y el III Aramburu… por
ahora), lo recibió bien, cordialmente, y lo invitó a pasar al interior de la
casona. Allí permanecieron conversando solos por cierto tiempo sin que los de
afuera oyesen nada. Pasados algunos momentos salió Urquiza hecho una furia, con
el uniforme y su camisa desprendidos y gritando, mientras señalaba con su dedo
el interior de la casona, “¡Que lo fusilen ya mismo y por la espalda!”
Dice Saldías que el reo fue tomado por algunos soldados de los brazos (casi no
podía caminar por un problema de hemorroides que lo martirizaban de días atrás),
y fue llevado, casi a la rastra, hasta una pared que estaba cerca de la entrada.
Un oficial lo tomó por los hombros e intentó ponerlo de espaldas. Chilavert le
dio tal empujón “que fue a dar a tres varas de distancia”, y levantando la
cabeza les dijo a los pelotón: “Tirad, tirad aquí…”, mientras se
golpeaba el pecho. Los soldados que habían aprontado los fusiles, los bajaron y
amenazaron con marcharse. Pero el oficial los contuvo.
De repente sonó un balazo y la cara de Chilavert se cubrió de sangre. Fue un
pistoletazo a quemarropa que le asestó uno al ver tanto titubeo. El herido
comenzó a tambalearse. Su voluntad de acero lo mantenía en pie. Entonces todos
se abalanzaron sobre él para asegurar la víctima y, para sorpresa de todos, el
reo les dio pelea. Fue una lucha horripilante de extremo salvajismo: culatas,
bayonetas, sables y cuchillos fueron los instrumentos utilizados en el martirio
de Chilavert, hasta que un hacha que allí había para trozar leña, se descargó
desde su espalda, partiéndole la cabeza en dos. Entonces sí cayó para siempre
aquel soldado insigne que había recibido su bautismo de fuego mandando una
batería en la Victoria Nacional de Ituzaingó.
El cadáver masacrado de Chilavert quedó tirado varios días en la puerta de la
Presidencia. Nadie se animó a darle cristiana sepultura porque mediaban órdenes
de Urquiza. Sus defensores dicen que Urquiza no sabía nada de esto. Sin embargo
todos los días al salir o al entrar de la Presidencia se chocaba con el cadáver
de Chilavert. ¿Y el olor? ¿Acaso no tenía nariz el Padre de la Libertad? El
despojo mortal se había hinchado tanto que Chilavert era irreconocible,
cubierto completamente con un manto negro de moscas.
¿Y los familiares? ¿No fueron los familiares los que diariamente iban a pedir
se les entregase el cadáver? Entonces, ¡por favor! ¡A otro con la monserga de
que el Libertador no sabía nada! Pero,
como vemos, ¡por fin había llegado la civilización y terminaba la barbarie de
los gauchos brutos!
Pero, ¿de qué hablaron Urquiza y Chilavert?, se preguntará el lector. O por
mejor decir, ¿qué fue lo que sacó de sus casillas a Urquiza? En verdad no sé.
Pero sí conozco que no había que hacer mucho para sacar de quicio a don Justo
José, que tenía explosiones de ira que hacían palidecer a Caracalla. Cuando
amanecía con el parche negro en el ojo izquierdo era señal de que no quería
que nadie le hable, a no ser algún inglés o un testaferro brasileño y, de ser
posible, con dinero.
Después de Caseros, la prensa, eternamente venal en el Río de la Plata, y los
operadores de Urquiza en Buenos Aires, pintaban al vencedor como “una figura
magnánima” con las personalidades relevantes que habían sido partidarios de
la Confederación, aunque fusilaba y degollaba a diestra y siniestra. Así
Hortelano dice que hasta el día 19 de febrero llevaba 500, y César Díaz baja
esta cifra a 200, de los muertos por órdenes de la “Aurora de la Libertad y
la Civilización”. A pesar de que “las ideas no se matan” y de que no habría
“vencedores ni vencidos”.
Dice Salvador Ferla que “más que perdonar a los vencidos (Urquiza) ansiaba
que éstos, al aceptar su amistad, le extendieran (a él) un implícito
certificado de buena conducta (ante toda la ciudadanía).” En otras palabras,
aquel mote de traidor sería lavado con la bendición de los derrotados y leales
a don Juan Manuel de toda la vida, que le dirían complacientes “que después
de todo no había estado tan mal” aliándose con el extranjero para derrotar
la Causa Nacional, y haciéndolos desfilar triunfantes por las calles de Buenos
Aires con bandera desplegada. Es que se había instalado la “puertocracia”
que vive y reina hasta el día de hoy, o la “porteñocracia”
que los mentecatos llaman “Régimen
Republicano.” Una entelequia, un arcano propio de la alquimiafisicomatemáticaquímica
que nadie entiende.
Estoy convencido que la cordialidad de Urquiza al recibir a Chilavert, de la que
hubo muchos testigos irrecusables, se debió a que don Justo José tenía entre
manos el otorgarle el perdón. Siempre y cuando Chilavert le perdonara a él su
felonía propia de un ladino purulento.
Pero cuando Chilavert, que era unitario y masón como Urquiza, le dijo que él
había desertado de sus ideas y compromisos para luchar por la Patria contra sus
enemigos aliados con el extranjero y los traidores de adentro, el entrerriano
debió sentirse terriblemente mortificado. En un santiamén se sintió culpable
y condenado por un Coronel desarmado, que hacía tres días no dormía ni comía,
maltrecho por los dolores de su enfermedad, que a penas podía mantenerse en
pie, con los labios sangrantes por la sed y los golpes de las trompadas
recibidas en su rostro. Entonces Urquiza se enloqueció, que fue como lo vieron
salir los que aguardaban en la puerta, y le aplica a don Martiniano la pena de
fusilamiento, que era la que le correspondía a él por apóstata a la Causa
Nacional y felón a la Patria.
Urquiza y Chilavert son una antítesis que merece un estudio más profundo.
Honduras donde pocos han querido meterse para guardar el puestito. Vemos allí a
uno, el gobernante y soldado de la Confederación, aliado con el extranjero para
agredir a su Patria entre una maraña de sobornos y chanchullos urdidos por la pérfida
Albión; el otro un soldado unitario que deserta de las filas y se ofrece
desinteresadamente a don Juan Manuel para luchar contra el invasor extranjero.
Uno de los dos fue un traidor. El drama suscitado entre Urquiza y Chilavert fue
un problema de conciencia.
La conciencia de Chilavert es, a mi juicio, la Conciencia Nacional. Urquiza no
fusiló a un hombre sino a la Conciencia Nacional. Tres días consecutivos
estuvo la Conciencia Nacional Fusilada tirada en el piso a merced del sol y de
las moscas.
En el anochecer del domingo 10 de abril de 1870 un soldado del Mayor Simón
Luengo, segundo del entonces Teniente Coronel Felipe Varela, intentó detener a
Urquiza en el Palacio San José. Don Justo José, que estaba en la galería
platicando con Victorica, su yerno, le hizo un disparo al soldado arrancándole
la mejilla derecha. El soldado federal, en defensa propia, le dio un pistoletazo
en la cara y la bala le deshizo el cerebro. Así lo dice la Instrucción labrada
por el Juez, con testigos como su esposa Misia Dolores, sus hijas y el propio
Victorica.
A esta Urquiza no se la esperaba y así partió a la Gehená. Era el mismo
pistoletazo que le dieron en la cara a Chilavert para poder sujetarlo y que se
dejase matar.
Es que Dios, que todo lo ve, que todo lo sabe y que todo lo puede, y es
infinitamente misericordioso con nosotros infames pecadores, no es a veces
justo. No. Dios es siempre justo.
Finalmente observe el lector que los que fusilaron la Conciencia Nacional fueron
siempre los mismos, revestidos de otros nombres, cubiertos de otros disfraces y
teñidos de otros colores. Pero siempre los mismos. ¿O de donde piensan que ha
salido la llamada línea Mayo-Caseros que hoy está vigente como en 1810 y 1853?
“Este es un problema del pasado” se dirá como eterna engañifa. Sí. Que
atañe seriamente al presente y daña el futuro de la Patria tornándolo
azaroso.
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