Creo que
finalmente mi esposa terminará teniendo la razón: a esta biblioteca
mía, que tantos pesos me ha costado, más con robos y tramoyas que he
tenido que hacer para agenciarme de algunos ejemplares, habría que
rociarla con querosén, prenderle fuego y después intentar apagarlo
con nafta. Espero que, cuando ella se encuentre decidida a hacer
semejante barbaridad contra la cultura, primero me deje salir del
escritorio dándome un grito o bien que mi ángel protector se
interponga y le esconda la caja de fósforos. Y si no están de
acuerdo con esto o no me creen, miren lo que me ha pasado.
Hace
unos días andaba buscando entre unos cuadernos viejos algo que yo
había recolectado y deseaba mandárselo a mi estimada amiga Olga. En
este hojear de ida y vuelta, voy y me encuentro con un fragmento,
verdadera perlita, de las extensas Memorias del General José
María Paz. Este ha sido sonsacado del Capítulo IX de la obra,
intitulado La Guerra Civil y, como no tiene fecha de copia
pienso que la debo haber tomado alrededor de octubre de 1980
aproximadamente, según veo por los artículos que están vecinos. Por
lo que sin más historias paso a transcribírselo para ustedes,
previniéndolos que lo que está entre paréntesis es mío.
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“En
los días posteriores –comienza diciendo el General Paz-, ni los
montoneros volvieron a presentarse, ni nuestra caballería se separó
del grueso del ejército. Habíamos hecho dos marchas más y nos
hallábamos en la Candelaria (posta)[1],
cuando a las doce de la noche se nos recordó para hacernos saber de
orden del general, que el general Viamonte, en el Rosario, había
celebrado con los montoneros un armisticio y suspensión de armas que
era extensivo a nosotros. No habría pasado una hora cuando fui
nuevamente recordado, para darme la orden de que me alistase para
marchar en el acto con mi escuadrón.
Este
se hallaba de servicio, y no tenía disponibles más de cuarenta
hombres; lo presenté al coronel[2]
y no me dio ni un
hombre más; no teníamos a sogas sino los caballos de marcha y
tampoco se me dio tiempo para tomar los otros. Mi comisión se
reducía a volver al Desmochado (posta)[3]
a socorrer a doña Remedios de Escalada, esposa del General San
Martín, que hacía el viaje a Buenos Aires[4],
y que según noticias estaba sitiada en dicha posta por montoneros e
indios. Mi comisión era desesperada
a ser cierto el parte que acababa de llegar, y era más que probable
que ni yo ni ninguno hubiéramos escapado; sin embargo, fue preciso
obedecer. He aquí como había sucedido.
El
general San Martín, que estaba en Mendoza, había dispuesto por
razones domésticas,
que no es del caso explanar,
que su señora marchase a Buenos Aires a pesar del mal estado del
camino. Ella lo había avisado al general Belgrano, quien creyéndola
más cercana le había dejado una escolta de cuarenta hombres, al
cargo de su sobrino don Pedro Calderón.
Este, con su escolta, la señora y su tráfago
habían llegado la noche antes al Desmochado, cuando ya muy avanzada
supo que una gruesa división de santafesinos e indios estaba a pocas
cuadras de la casa; procuró fortificarse en ella y le avisó al
general por un hombre que pudo hacer salir. Cuando, ya pronto a
marchar, fui al cuartel general a recibir las últimas órdenes, me
dijo el general Belgrano: “Lleve usted el pasaporte que ha traído
del Rosario el teniente coronel don Mariano Díaz, que es quien ha
venido a notificar del armisticio; por si los montoneros ignoran
esta ocurrencia, se les hará saber por un parlamentario, mostrándole
dicho pasaporte; si a pesar de esto no quisiesen suspender las
hostilidades, los batirá usted.” Era bien dudoso, por no decirlo
increíble, que los indios respetasen un parlamentario, y por lo
mismo era probable que si la noticia del armisticio no había llegado
era forzoso venir a las manos. En esta convicción marché, y me di
tanta prisa que al salir el sol ya había andado las seis leguas que
hay de la Candelaria al Desmochado.
Efectivamente, luego que avisté la posta, avisté también un
campamento que estaba como a ocho cuadras
de ella, en que podría haber hasta trescientos montoneros; más como
no hiciesen movimiento, tampoco adelanté el parlamentario
proyectado, y llegué francamente a la posta, lo que pude hacer sin
tocar en su campo, que ocupaba otro costado. Allí supe por Calderón
que estaba en comunicación con el jefe enemigo y que tenían
participación el armisticio y lo observaban. La señora del general
San Martín pudo, pues, con seguridad seguir su camino. Yo regresé
con ella,
y antes de mediodía estuvimos en nuestro ejército. Al día siguiente
siguió dicha señora para Buenos Aires, sin la menor
novedad.
Mucho
dio que pensar el viaje repentino de esta señora en circunstancias
tan críticas y por un camino erizado de peligros: al considerar la
confianza con que el general San Martín la exponía a caer en manos
de los feroces montoneros,
llegaron algunos a sospechar que estuviese secretamente de acuerdo
con los jefes disidentes y que hubiese obtenido seguridades
correspondientes. Venía a dar cierto viso de probabilidad a esta
sospecha la aversión que siempre había mostrado dicho general a
desenvainar su espada en la guerra civil, como después lo ha
cumplido religiosamente. Sin embargo, estoy persuadido que nada de
esto hubo, y que el viaje de su esposa nada tuvo en común con la
política.”
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