UNA REFLEXIÓN A
MANERA DE PROEMIO
Al
finalizar el Concilio Ecuménico Vaticano II, el Imperio llegó a la
conclusión de que “la Iglesia Católica ya no era más una
Institución confiable.”Para que hubiese en Hispanoamérica
instituciones confiables, Richard Nixon, a cargo del Imperio o cara
visible del mismo, decretó la
invasión de todo tipo de sectas a las naciones de vieja
raigambre católica. Aparece así la llamada “libertad de
cultos” que, en países como el nuestro, de añosa trayectoria o
que nació Católica Apostólica y Romana, suena como aquello de
“prenderle una vela a Dios y cuarenta al diablo.”
Para
el logro de estos fines, desquiciadores de uno de los pilares la
unidad monolítica de la Patria, el Imperio se valió de su brazo
armado. No actuó el Imperio en forma directa, jamás lo ha hecho,
si no a través de sus empleados vernáculos que, como se sabe, son
más leales que el mismo Emperador a la hora de tomar decisiones,
por peliagudas que ellas sean. Esta mano de obra barata y
discrecional fueron los gobiernos militares que asolaron a
Hispanoamérica, con el manido discurso de protegerse contra el Cuco
Cubano y sus agentes infiltrados.
Mientras
tanto el Imperio se haría cargo de las cosas allende las fronteras
de cada virreinato, pero en serio,
no como los “latinamerican”que todo lo hacen en solfa. Y
teniendo al súper enemigo a 250 kilómetros de sus costas, fueron a
combatirlo en Vietnam, a 17.500 kilómetros de distancia. A su vez
el barbado Alpedero, empleado muy eficiente hasta hoy, lo mandó a
su lugarteniente, el asmático Alpedito, el revolucionario de
Camiri, para mostrarles
a los cuadrumanos que una invasión del
Cuco con cuatro cubanos era posible. Porque ha a de saberse
que cada cubano vale como por mil. De esta estratagema, por ejemplo,
es hijo el Virrey Onganía, sucedido posteriormente por los virreyes
Levingston, El Inefable y Lanusse, La Araña Bípeda.
Así
fue como al retirarse el Proceso de Reorganización Nacional, con el
catolicísimo Virrey Videla a la cabeza, quedaron en el Ministerio
de Relaciones Exteriores, el reconocimiento, por parte del Estado
Argentino, de algo más de 1.200 religiones. Para fundar una secta
entonces no hacía más falta que presentar un papel sellado de dos
pesos argentinos.
Mas
hete aquí que en la postrimería de la “era procezoica” vino a
producirse la Heroica Gesta de Malvinas. Y este acontecimiento
estaba, por lo que después se supo y vio, fuera del libreto
predigerido que el Imperio manda hacer a sus conchabados. Fue un
golpe bajo que trajo muchos dolores de cabeza al Imperio y sus
secuaces que habitan nuestra fauna, porque quedó claramente
definido que, a la hora de repartir la galleta, ellos no son
americanos y están más cerca de los ingleses de lo que habíamos
supuesto; que la ONU es una fantochada sin abuela
y que la OEA es una entelequia sin
patas ni cabeza. Todos ellos, sin excepción, son
instrumentos de dominación. Esto es irrevocable.
Entonces
el Imperio comprendió que los militares “latinamerican” ya no
eran más personas confiables. Es decir: lo que le pasó a la
Iglesia Católica pero en otro ámbito y contexto. Nace así la
democacacracia “latinamerican”que no es otra cosa que la que
vemos y sufrimos sin asco. Y de un plumazo bien dado, aquel sistema
montado en tiranuelos prefabricados, se pasó sin solución de
continuidad, a la “vida democacacrática”, y donde dice Onganía
debe leerse Alfonsín como donde dice Videla debe leerse Menem, y
así siguiendo. Como cada chancho tiene su chiquero. Reemplasóse
tiranuelo por ladronzuelo, y nos todos con el pañuelo, espantando
al Cuco o estrujando el moco, que estando en el suelo, no digan que
es poco.
Lo gravísimo de esto no fue la determinación del Imperio, que
sus razones y ventajas tuvo, tiene y tendrá. Lo grave está en la
cantidad de pitecantropus pampeanus antidiluvianos
que se han creído esta infelicidad. Así como en tiempos del
Virrey Onganía gritaban “la vida por Onganía” y fue lo que
recibieron en dosis exuberantes. Con el contento de algunos y la
desdichas de los demás.
Al
imperio, siempre serio, eternamente grave, rubio, lindo, sentencioso
y pulcro, hasta cuando bombardeó higiénicamente Dresde y Hamburgo,
como Hiroshima y Nagasaky, o las bombas que les tiraron a los
afganos de 15 toneladas, aunque sin descartar el fósforo blanco
indiscriminado en Irak, en realidad no le hubiese interesado avanzar
más allá de azotar a las patrias “latinamerican” con sistemas
de gobierno que llevan en su seno la vera perversión y los plebeyos
tomados de la mano. Sin embargo les interesó y avanzaron, no más.
Vengativos
como son, iniciaron la fase de la persecución. Y allá por 1976, si
mal no colijo, un hombre nefasto llamado Jimmy Carter, a cargo del
Imperio entonces, abrumado por las denuncias de las fechorías
sangrientas que sus soldaditos estaban haciendo en Vietnam, sumadas
a las que venían arrastrando desde la Segunda Guerra, Corea e
Indochina, tuvo a bien inventar una verdadera genialidad: Los
Derechos Humanos. Pero, ¿para quién? Desde luego para los “latinamerican”.
Digamos “una casi exclusividad para estos mentecatos”. ¡Jamás
para ellos! No. Y ya en 1983 de cada 10 informaciones que recibía
el público del Imperio y sus dependencias de servicio, las Patrias
Hispanoamericanas, 9 estaban relacionadas con la violación de los
Derechos Humanos en “latinamerican” y muy particularmente en
Argentina y Chile.
De
esta forma la población Imperial se olvidó de lo que son ellos
mismos cada vez que pueden y en las pantallas de televisión, en
lugar de aparecer la aldea vietnamita masacrada, aparecía Pinochet
bombardeando la Moneda y al catolicísimo Videla comiendo hostias a
más no poder. Fue así como los Derechos Humanos se transformaron
en un producto de exportación. Arribados a nuestras costas, como la
resaca que deja el río en sus avenidas, los empleados aborígenes,
siempre diligentes con la patronal, los politizaron, que es como
hacerse gárgaras con ácido nítrico y enjuagarse la boca con
vitriolo. Al resultado lo conocemos todos.
Entonces
se sentó en el banquillo de los acusados a las Fuerzas Armadas
argentinas. Hecho sin igual, porque no se conoce el antecedente en
el mundo, de que una nación haya sentado a los hombres de sus
fuerzas armadas para su juzgamiento. Dijeron que no airadamente; que
se juzgaba a las Juntas Militares. Pero en el subconsciente
colectivo ha quedado que se juzgaron a las Fuerzas Armadas: esto es
irrefragable. En Nüremberg, por ejemplo, se separó marcadamente al
Ejército Alemán de los jerarcas del nazismo, lo que, si vamos al
caso fue una injusticia, porque todo el ejército germano llevó
desde antes y
durante la guerra los emblemas del partido en sus uniformes.
Pero no. No cometieron esa barbaridad, ni los aliados ni los
alemanes dejaron a sus cuadros a manos de los Strasseras, Alfonsines,
Kirchneres o Baltazares Garzones.
Pero
más allá de la llorosa muerte o desaparición de un delincuente
subversivo, está pendiente la cuestión Malvinas: meollo del
asunto. Lo que ha de pagarse hasta que las velas no ardan. El
imperio es vengativo y no da puntada sin nudo y no hace nudos sin
dar puntada. De los principales héroes de aquella reconquista de
Buenos Aires en 1806 y 1807, ninguno quedó vivo: de Cisneros y
Gutiérrez de la Concha a Alzaga, todos fueron muertos por sus
propios compatriotas. Los ingleses no mataron uno sólo. Y ni los
heroicos oficiales, soldados, cabos y sargentos, que viniendo de
Montevideo rescataron a Buenos Aires de la garra inglesa, se
salvaron: fueron sableados a mansalva en San Lorenzo en presencia de
un agente del Foreing Office a quien San Martín llamaba “mi
amigo” (Cartas del Paraguay, Traducción de Carlos A. Aldao, pág.
134). Y aquella deuda con Dorrego, el más heroico entre los
grandes, también la saldaron a manos del Cóndor Ciego, un
estúpido que termina suicidándose sin que sepamos por qué.
Con
este humilde trabajo creo que les devolvemos las atenciones: de
sacrificios, injusticias, vergüenzas, reproches y humillaciones. Y
llegará el día en que esta recua infame tema más a la ira de sus
conciudadanos que a los desplantes del Imperio. Entonces habrá
tronado el escarmiento.
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