La guerra argentino-brasileña
La
guerra argentino-brasileña había empezado en enero de 1826. La dependencia
financiera y económica de ambos Estados hacia Inglaterra hacía de Canning su
árbitro.
No
había querido impedirla. Es cierto que el bloqueo brasileño de Buenos Aires
(indudable por la superioridad naval del Imperio) perjudicaría el comercio inglés
de exportación e importación, pero los mercaderes podrían sacrificar su
ganancia de un año o dos a los intereses superiores del Reino Unido. La guerra,
manejada con habilidad, redundaría en la erección de una "zona
libre" (y por lo tanto bajo el influjo inglés) de la estratégica
provincia disputada. Canning estaba tan seguro de ganar en el juego, que no
ocultó sus cartas; con franqueza lo dijo en 1826, al iniciarse las operaciones
bélicas, al representante brasileño en Londres, vizconde de Itaboyana:
"daría a “Montevideo” a forma de cidade hanseática sob a sua proteçao
-informa el vizconde a su gobierno- parra ter a chave do rio da Prata como tem
o Mediterráneo e o Báltico" [47].
Mediante ayudas bélicas y retaceos diplomáticos, hábilmente
alternados, haría que ambos contendientes ganasen la guerra y estuvieran
agradecidos a Londres: los argentinos por echar a los brasileños de la Provincia
Oriental y los brasileños por echar a los argentinos de la Provincia
Cisplatina. Y la República del Uruguay nacería bajo la protección
británica. Como en la fábula de los monos, los dos contendientes se quedarían
con las cáscaras de la victoria y el árbitro se comería la nuez.
Lord Ponsonby
Con
precisas instrucciones para ese arbitraje llega a Buenos Aires el 16 de
septiembre de 1826, John Ponsonby, barón de Imokilly, revestido de la jerarquía
de Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario [48].
Era
un notable diplomático de carrera, pero no lo traían exclusivamente sus méritos
personales al río de la Plata: las funciones en Buenos Aires podían ser
cumplidas con más tino por el modesto y hábil Woodbine Parish [49].
Pero una intriga cortesana obligaba al destierro del lord a un punto muy
alejado de Londres: John Ponsonby era un dandy del Club de Watier, desdeñoso
y galante amigo de Brummell, y pese a andar cerca de la sesentena había atraído
el interés de Lady Conyngham, amante de Jorge IV. El joven lord Conyngham, el
complaciente y aprovechado hijo de Lady, que gozaba de explicable influencia en
la corte, quiso alejar el peligro que acechaba a la vez a su romántica madre y
a sus intereses personales y redactó el nombramiento, explicando a Canning que
"Buenos Aires tenía un uso que S. M. podría apreciar" [50].
Canning, necesitado del favor real, comprendió y calló.
Ponsonby
llegó a Buenos Aires iracundo. Comprensiblemente no le gustó el lugar de su
destierro "el sitio más despreciable -escribe a Londres- que jamás he
visto, estoy cierto que me colgaría de un árbol si esta tierra miserable
tuviese árboles apropiados... es un sitio para bestias (beastly place)
" [51];
en otra carta "nunca vieron mis ojos país más odioso (odious) que
Buenos Aires. No quiero amargarme hablando de esto; realmente tiemblo cuando
pienso que debo pasar algún tiempo aquí... esta tierra de polvo y pútridas
osamentas, sin caballos, sin caminos, sin casas confortables... sin libros, sin
teatro, que pueda llamarse así... Nada bueno fuera de la Carne..."[52].
Su
gestión diplomática se habría calificado de imprudente en Europa, pero no
estaba en Europa: en una factoría podía permitirse insolencias de dandy.
A Rivadavia, que lo recibió como a un soberano, con carroza de seis caballos
expresamente construida y quiso agasajarlo con una cena de gala, le mandó decir
"que no pensaba comer en público ni en privado con quien hablaba
tanto" [53].
Don
Bernardino le estimulaba su británico sentido del humor. Parece que fue lo único
que le hizo reír en Buenos Aires: "El Presidente me hace recordar a Sancho
Panza, pero no tiene la mitad de la prudencia de nuestro viejo amigo
Sancho", informa a Londres[54].
Como además de un dandy desdeñoso era un político perspicaz,
temió por el porvenir del Plata puesto en esas manos tan poco serias. No es que
le importara el Plata, pero sí los intereses británicos. Le parecía Rivadavia
lo más opuesto a un estadista: "no puedo decir nada bueno sobre él...
experimento
algo más que pesar por la ceguera del Presidente... como político carece de las
cualidades indispensables", con benevolencia podría calificársele, en el
mejor de los casos, como "estrepitoso alcalde (bursting Major) para
una pequeña aldea", convencido de que sus desvelos edilicios eran el
asombro del mundo[55].
No
quería quedarse mucho tiempo y puso de inmediato sus cartas en la mesa. Había
venido a desmembrar la Provincia Oriental y el 20 de septiembre, apenas llegado,
hace saber a Rivadavia que no habría más guerra y la Argentina reconocería la
segregación oriental y de paso la navegación libre de los ríos. También había
dicho lo mismo a los brasileños, a su paso por Río de Janeiro, pero en forma
diplomática[56];
en Buenos Aires no eran necesarias las formas. Por supuesto, Rivadavia estuvo de
su parte, pues la guerra perturbaba sus propósitos de pasar a la historia con
empresas civilizadoras y reformas institucionales: "El Presidente acogió
mis palabras en la forma más favorable que me era dado esperar -informa
Ponsonby a Canning y habló muy extensamente a favor de la paz y con mucha
vehemencia de las dificultades de la guerra y los peligros que su continuación
encerraba para las instituciones de la república"[57].
Convino con Ponsonby en terminar la guerra -aún no iniciada- con un stalemate
(tablas, empate, en el ajedrez). Ponsonby indicó el nombre del comisionado que
iría a Río de Janeiro a hacer la paz: Manuel José García "correcto y
honorable caballero... con títulos suficientes para merecer mi confianza (la de
Ponsonby) cuya coincidencia con todas mis opiniones sobre la política que
debe seguir el país lo señala como especialmente apropiado para la misión"[58].
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