El
precio de una victoria
Pero
ocurría que Pedro I no aceptaba el stalemate de Canning: había jugado
con imprudencia la carta napoleónica de una guerra triunfante, y no podía
retroceder sin peligro para su corona, y la unidad brasileña. Solamente una
victoria podía apuntalarlo; pero una victoria no era posible sin el franco
apoyo inglés. Mas el emperador estaba dispuesto a pagar el precio que
Inglaterra le pidiera. Sir Charles Stuart, embajador inglés en Río, vio la
ocasión de prorrogar dos tratados leoninos: uno de comercio y otro sobre
esclavos, de la época portuguesa. En el de comercio se harían concesiones
exorbitantes más allá de los propósitos de Canning: los residentes ingleses
tendrían extraterritorialidad para ser juzgados por sus leyes; un Juez
Conservador de la Nación Inglesa entendería especialmente en sus asuntos,
las mercaderías inglesas no sufrirían gravámenes aduaneros mayores del 15%
sin reciprocidad con las producciones brasileñas en Inglaterra (por lo tanto el
azúcar brasileño -principal exportación de entonces- seguiría gravado en los
puertos ingleses para favorecer el azúcar de Jamaica) . Era una prórroga,
aumentada y corregida, del tratado angloportugués de 1809 impuesto al Regente
Juan como pago de la protección de la escuadra británica en las guerras contra
Napoleón. Tan graves eran sus cláusulas que al mismo Canning le parecieron
"odiosas e impolíticas"
[59].
El
otro tratado era sobre tráfico de esclavos: perjudicaba en nombre "de la
humanidad" la economía brasileña que descansaba en el trabajo servil para
producir azúcar y algodón, y además era depresivo de la soberanía brasileña
pues autorizaba a los cruceros británicos a visitar cualquier buque brasileño
en alta mar y apresarlo si llevaba esclavos.
No
se ocultaba a ningún brasileño que ambos tratados significaban concesiones a
Inglaterra a cambio de una victoria sobre la Argentina, pues poseían la
suficiente mentalidad nacional para discriminar sus intereses de los británicos.
Pero era un toma y daca conveniente: por quince años (plazo de ambos
convenios), Brasil estaría hipotecado a Inglaterra, pero después de una
victoria en el Plata y consolidada su unidad y afirmado el emperador podía
rescatar su soberanía. No obstante encontraron gran resistencia en el
Parlamento brasileño, pero Pedro I se movió con energía para hacerlos aprobar
"por razones superiores". El 23 de noviembre (1826) fue ratificado el
de tráfico; cuatro días después Canning escribe a Ponsonby:
"Parece sumamente conveniente que V. E. abandone este asunto (la mediación
con independencia del Uruguay) por completo"
[60].
Inglaterra abandonaba la política del stalemate para contribuir a
la victoria imperial y afianzamiento de Pedro I. "Me entero con profundo
pesar -contesta Ponsonby a Canning el 6 de febrero- que he obrado con el Brasil
en contra de sus deseos"
[61],
y ordenó que García no fuera a Río por el momento. Lo haría apenas
las inminentes victorias militares brasileñas obligasen a pedir la paz.
Con
dinero abundantemente provisto el emperador reforzó la escuadra bloqueadora de
Buenos Aires puesta a las órdenes del almirante Mariath, y armó un formidable
ejército de mercenarios alemanes e irlandeses que conducidos por el marqués de
Barbacena aplastarían a las tropas mal armadas y peor pagadas de Alvear. Pero
las cosas no ocurrieron como habían sido planeadas: a pesar del abandono del
gobierno, Brown derrota a Mariath en Juncal el 9 de febrero y Alvear a
Barbacena el 20 en Ituzaingó. Canning, que ocupa la jefatura del
gabinete desde principio de año, se pone serio: si las cosas seguían así
Rivadavia ganaría la guerra y los argentinos entrarían victoriosos en Río de
Janeiro.
Pero
a Rivadavia, no obstante las victorias, no le interesa ganar la guerra pues la
constitución unitaria votada por el Congreso en diciembre había sido unánimemente
rechazada por las provincias que también habían desconocido su autoridad
presidencial; una liga de gobernadores dirigida por Bustos se había formado
para expulsarlo y "contìnuar la guerra con Brasil". Solamente con el
regreso del ejército de línea, cuya oficialidad pertenecía en su mayor parte
a la burguesía, podría evitarse el desmoronamiento del partido de las luces. Y
así a los dos meses escasos de Ituzaingó, García va a Río de Janeiro a
firmar la victoria de Brasil.
Vuelve
con el tratado el 20 de junio: la Cisplatina sería brasileña. Rivadavia
prepara el ambiente para su aprobación por el Congreso
[62].
Pero las cosas se han puesto espesas: la opinión pública porteña ha
celebrado con demasiada convicción a Juncal e Ituzaingó para resignarse ahora
a aceptar que se ha perdido la guerra. El 22 Ponsonby llama a la fragata inglesa
Forte a estacionarse frente a Buenos Aires para cuidar el orden; ya se
oyen gritos en las calles contra Inglaterra y contra el Presidente
[63].
El 22 aparecen cartelones que descartan la culpa de Rivadavia, engañado
por García e Inglaterra: "¡García nos ha vendido! -los traduce Ponsonby
en su informe al Foreign- y los ingleses tienen su parte en el despojo (share
in the spoil). Si no abrimos el ojo tendremos los tiempos de Beresford otra
vez"[64]. Ponsonby
corre al fuerte, pero Rivadavia, ocupado en su mensaje al Congreso no puede
recibirlo y le señala audiencia para el día siguiente. Extrañado habla con el
general Cruz, ministro de Relaciones Exteriores que le confiesa
"abruptamente (burted out)" que se había resuelto
"denunciar el tratado"; también que los cartelones habían sido
confeccionados en la imprenta oficial[65].
Comprende que Rivadavia, en un intento desesperado de recobrar
popularidad quiere darle la zancadilla: "Estando (Rivadavia) en sus últimas
boqueadas (last gasp) pero aún no muerto -informa al Foreign- vio
en el rechazo del convenio de García una última esperanza de salvarse apelando
a las pasiones patrióticas y presentándose él mismo como el salvador de la
Patria'[66].
De inmediato escribe a "Su Excelencia excusándole de la turbación
de una audiencia"[67],
y se retira a esperar los acontecimientos.
Nadie
cree en la conversión patriótica de Rivadavia, aunque su mensaje del 24
denunciando el tratado García fuera de vibrante tono nacionalista y los
discursos de los diputados unitarios en el Congreso traslucieron un emocionado y
ofendido civismo. El 25, Dorrego, misteriosamente informado, publica en El
Tribuno las hasta entonces desconocidas cartas de Rivadavia a Hullet
Brothers que demostraban la participación personal del Presidente en un negocio
de las minas del Famatina y cómo había trastrocado el régimen político del
país para que la compañía inglesa que el presidía tuviera la jurisdicción
del cerro argentífero. El escándalo es imponente y viene a sumarse a la
conmoción por la derrota diplomática. El 26, Rivadavia presenta con altivez su
renuncia: "Me es penoso no poder exponer a la faz del Mundo los motivos que
justifican mi irrevocable resolución". Fue aceptada por la casi unanimidad
del Congreso (48 votos en 50). No volvería a desempeñar otro cargo público.
La
"jactancia republicana"
Ponsonby
no alcanza a entenderse con el Presidente sustituto López, ni con su ministro
Anchorena, ni menos con Dorrego gobernador de la restablecida Buenos Aires, y
encargado de las relaciones exteriores en agosto, que quieren seguir la guerra
"hasta sus últimas posibilidades", mas ahora que la paz reina en el
interior como consecuencia de la caída del partido presidencial, Brasil para
apurar a Inglaterra, ha terminado por firmar el 17 de agosto el tratado de
comercio hasta entonces retenido, cuyas ventajas encomia el Board of Trade.
Ahora más que nunca Gran Bretaña debería darle la victoria al Imperio. Pero
las cosas no andaban bien en el Plata: "Es la jactancia republicana en todo
su vigor" describe Ponsonby el momento al nuevo canciller, Lord Dudley, of
Ward. Uno de los federales, sobre todo, lo impresiona no obstante ser un simple
comandante de campaña: Juan Manuel de Rosas: "He hablado con él -dice a
Dudley- porque estoy seguro de que con el tiempo ha de jugar un papel de gran
importancia"[68].
Dorrego
quiere seguir la guerra, pero Ponsonby le demostrará que no es posible sin la
anuencia británica: da instrucciones al Banco Nacional -dirigido por ingleses y
anglófilos de "no facilitarle crédito sino por pequeñas sumas para pagos
mensuales" a fin de "hacerlo trabajar para la paz"[69].
Pero esa paz ya no podía ser la victoria del emperador: los mercenarios
resultaron pésimos guerreros, la situación interna del Imperio era difícil y
se hacía claro que Brasil jamás obtendría una victoria militar. A Lord Dudley
le fue fácil obligar al emperador al stalemate con el "estado
independiente", aunque a Pedro I le costó la corona.
Con
ingenuidad Dorrego quería desatarse las ligaduras coloniales: tenía los
"factores de poder" en contra: "Mi propósito -escribe Ponsonby a
Dudley el 2 de diciembre de 1827- es conseguir medios de impugnar al coronel
Dorrego si llega a la temeridad de insistir sobre la continuación de la
guerra"[70];
y más tarde "veré su caída con placer"[71].
Y aún después de resignarse Dorrego al stalemate y enviar a
Balcarce y a Guido a hacer una paz "honorable" a Río de Janeiro,
Ponsonby, que ya ha movido los "factores de poder" (la masonería de
Montevideo y de Argentina) para dar un
golpe al peligroso gobernante argentino, anuncia a Londres: "Dorrego
será desposeído de su puesto y muy pronto"[72].
Suena como la sentencia de una logia.
No
tuvo el gusto de presenciar la caída de Dorrego. Debió irse a Río de Janeiro
a vigilar las negociaciones de paz y hacerse cargo de la Legación británica.
Tuvo una borrascosa audiencia de despedida con Dorrego donde ambos discutieron
con los ánimos exasperados -Dorrego hablaba correctamente inglés -sobre el
porvenir de América española. Ya embarcado en el Thetis quiso darle un
buen consejo, tal vez para ahorrarle la caída y algo peor, y le escribió:
"Su Excelencia no debería hacer caso a las ideas de algunos crudos teóricos
de que América puede tener una existencia política separada de los
intereses de Europa. El
comercio y los intereses comunes de los individuos han formado lazos de unión (léase:
la masonería) que el poder de ningún
hombre podría quebrar. Mientras existan esos intereses (masónicos) Europa
(Inglaterra) tendrá el derecho, y con
certeza no le faltarán los medios, para intervenir en la política de América
cuando fuere necesario para la seguridad de sus intereses"[73].
Se
fue a Brasil a esperar se le levantase su disimulado destierro. Tampoco le gustó
Brasil, aunque por lo menos estaba en una monarquía que era una colonia británica
desde 1808. Dos años después muere Jorge IV y puede volver a Londres.
FINAL DEL CAPITULO I
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