CAPITULO IV
LA TIERRA HIPOTECADA
La
enfiteusis de Rivadavia
"Enfiteusis"
es el goce perpetuo o a largo plazo de la tierra mediante el pago de
un arrendamiento -canon- al propietario. Algunos ven en las leyes de enfiteusis de
la tierra pública dictadas entre 1822 y 1826 una política social
en beneficio de "los que
trabajan la tierra, los que la hacen producir directamente con su afán
y desvelos"[1]
que la tierra "dejara de
ser un arma política de corrupción y dominación"[2];
que "los elementos de la
naturaleza no deben ser objeto de la apropiación privada, y así
como a nadie se le consentiría titularse dueño del sol, del
viento, del mar o de los ríos, así tampoco debiera concedérsele
la propiedad de la tierra"[3]
y una tentativa de "evitar
que pasara al dominio privado un valor de gran necesidad para los
intereses nacionales"[4].
Nada
más lejos de la mentalidad de Rivadavia y los suyos que propósitos
semejantes. Era fundamentalmente un liberal, opuesto a toda asociación
o estatismo: el típico liberal argentino del laissez faire de Adams Smith, lleno de respeto por el capitalismo
extranjero civilizador. No estableció la enfiteusis porque creyese
a la tierra libre como el sol o el viento, ni repartió "parcelas" para fomentar la pequeña agricultura, ni retuvo su
dominio fiscal para custodia de los intereses nacionales. Dio
leguas, decenas de leguas, cientos de leguas, en largos
arrendamientos sin que sus minuciosos decretos dijesen una palabra
del máximo de la extensión a conferirse -del mínimo sí- ni de la
obligación de trabajarla. La dio en enfiteusis porque
no pudo darla en propiedad pues la había hipotecado a los
acreedores ingleses, amigos y socios después de todo. Esa fue su
política agraria.
El
origen de la enfiteusis: los "Fondos Públicos"
En
julio de 1821 el gobierno de la Provincia de Buenos Aires designa
una Comisión de Hacienda
para establecer el monto de la deuda interna nacional. Si la
provincia se había apoderado del impuesto Nacional por excelencia
-el de aduana- era justo corriese con los gastos nacionales, entre
ellos la deuda contraída en los años de la guerra de la
independencia aún pendiente
de pago. Consistía ésta en cupones de la "Caja Nacional"
de Pueyrredón (ex Lautaro II)
del año 1818, letras de tesorería en descubierto, jornales de
soldados, créditos de proveedores y aún expedientes coloniales
anteriores a 1810. En fin: pequeños acreedores que no tuvieron
padrinos influyentes para sacar adelante la orden de pago o cobrar
sus letras antes de la crisis del Estado Nacional en 1820. Ahora la Nación
había desaparecido, y sus créditos quedaban en el aire.
Como
la posibilidad de un cobro era remotísima y la urgencia de dinero
mucha, la mayoría de los titulares de esos créditos los habían
traspasado por la décima y aún vigésima parte de su valor. Al
nombrarse la Comisión de Hacienda, encargada de verificar el monto
de esta deuda interna, y suponerse la posibilidad de cobrar, se
produjo una puja para adquirir los créditos antes casi totalmente
despreciados. Comerciantes bien informados los compran a 30% los
anteriores a 1810, a 45% los posteriores, William Parish Robertson,
siempre bien informado, alienta a sus amigos ingleses a comprarlos
pues sabe que "serán sostenidos (bearing out) por el
gobierno".
La
Comisión de Hacienda se expide en octubre (1821); hay cerca de
1.600.000 pesos de deuda interna nacional (exactamente $ 1.598.224,
4 1/2); y el gobierno dicta el 30 de octubre la ley que crea la Caja de Amortización de Fondos Públicos encargada de canjear
los créditos por certificados de "fondos públicos" que
rentarán el 4% los anteriores a 1810 y 6% los posteriores. Se
emiten cinco millones de certificados: dos millones son canjeados
por los créditos impagos (después del informe de la Comisión se descubren
-y reconocen- otros $ 400.000 tal vez para redondear los dos
millones), y los restantes tres millones entregados en pago de
gastos extraordinarios realizados en 1822
.
Los
"fondos públicos" estaban garantizados con especial
hipoteca "sobre toda la propiedad mueble e inmueble de
la provincia" (art. 2°), gozaban el privilegio de recibirse a
la par en pago de derechos aduaneros, y sus servicios de intereses
"son pagados con la misma
puntualidad que los consolidados ingleses" informa
Robertson al Foreign Office
No debe extrañarse, por lo tanto, que su cotización subiera
a más de 90%. Resultó un excelente negocio comprar créditos
contra la Nación a los titulares de los derechos a 30 y 45%, y
canjearlos por "fondos públicos", y "quienes
atendieron las recomendaciones de Robertson dice Ferns se
beneficiaron grandemente".
"Una mitad de los “fondos públicos” -informa en 1824 el Cónsul
Parish al Foerign Office-
se supone que está en manos inglesas".
La otra mitad la tendrían los comerciantes criollos vinculados al
exterior, y los funcionarios del gobierno. Por
un estado de los bienes de Rivadavia en 1832 se lo sabe titular de
200 mil pesos en "fondos públicos"
Por eso y según Mitre, Rivadavia es el más grande hombre civil de
la tierra de los argentinos.
.
La
tierra como garantía de deuda
.
Esa
operación cumplida con seriedad británica era garantizada, como
dijimos, por especial
hipoteca sobre la tierra pública. Por decreto de 17 de abril
de 1822, se inhibió la provincia para disponer de su propiedad: se
prohibió a sí misma "dar
títulos de propiedad, ni rematar, ni admitir denuncia de terreno
alguno". Que no sé si habrá antecedentes de esto en la
historia del Mundo.
.
La
provincia inmovilizó su tierra pública. Si no se podía vender el
suelo, debería buscar otra manera de hacerlo producir y se pensó
en arrendarlo. Un decreto del 1º de julio "consultando el
medio que más puede en lo sucesivo aumentar el valor de la
propiedad más cuantiosa del Estado", ordenó "poner (las
tierras públicas) en enfiteusis con arreglo a la minuta de la Ley
sobre terrenos". Esta minuta había facultado al Escribano
Mayor de Gobierno a extender escrituras de arrendamiento, con mención
del canon a convenirse, a todos cuantos denunciasen terrenos baldíos;
nada decía de la extensión máxima a conferirse, ni de la duración
del arrendamiento, ni la obligación de poblar, quedando el canon sujeto a un acuerdo entre el denunciante y la provincia. No
se trataba, por lo tanto, de un plan de colonización agraria, sino
de un simple recurso financiero para satisfacer a los vivos de la
fuerza, antes que a las fuerzas vivas.
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Por
decreto de 27 de setiembre de 1824 se fijó el mínimo no el máximo
a darse en enfiteusis: "No podía ser menor de media legua de
frente por legua y media de fondo" (lo que se llamaba "una
suerte de estancia"), no fuera a crearse un proletariado rural
aprovechando las facilidades de la ley de terrenos. Las extensiones
menores denunciadas como baldíos pertenecerían al lindero a
"quien el gobierno considere con más derecho"
.
Se
extienden las fronteras
.
No
fueron muchas las solicitudes de enfiteusis entre 1821 y 1825;
apenas de algunos propietarios por baldíos fiscales contiguos a sus
propiedades. Es que la gran extensión de tierra sin dueño estaba más
allá de los fortines y los indios andaban bravos esos años. La
antigua frontera de 1810 que corría al norte del Salado por los
fortines de Chascomús, Ranchos, Monte, Lobos, Carmen de Areco,
Salto y Rojas se mantenía sin variantes diez años después de la
Revolución. Solamente algunos estancieros emprendedores y en buenos
términos con los indios (Rosas, Ramos Mexía, Anchorena) se habían
arriesgado a poblar el sur.
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En
1820 los ranqueles conducidos por José Miguel Carrera habían
maloqueado por el Salto: la equivocación del gobernador Rodríguez
para quien todos los indios eran iguales, vengó en 1os pampas del
sur los desmanes cometidos por los ranqueles del oeste.
Se produjo la insurrección de las numerosas tribus pampas hasta
entonces mantenidas en términos pacíficos: los malones fueron
continuos entre 1821 y 1825 y las expediciones punitivas de Rodríguez
resultaron ineficaces.
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Solamente
a mediados de ese último año el gobernador Las Heras, dada la
posibilidad de una guerra con Brasil, buscó la mediación pacifista
de Juan Manuel de Rosas encomendándole un tratado de paz y limitación
de "fronteras"; Rosas, que hablaba la lengua indígena y
era respetado y estimado por los caciques, consiguió reunirlos en
diciembre en un gran "parlamento" junto a la laguna del
Guanaco. Tuvo un notable triunfo diplomático pues los indios
reconocieron la soberanía Argentina, juraron la bandera azul y
blanca y se comprometieron a cesar en sus malones y rechazar una
posible invasión brasileña, a cambio de una ayuda anual de azúcar,
alcohol y carne de yegua que les pasaría el gobierno. Quedó señalada
la nueva "frontera": de Bahía Blanca a la laguna del
Potroso (hoy Junín), pasando por el volcán (cercanías de
Balcarce), Tandil y Cruz de Guerra (actual 25 de Mayo). Se ganó,
por lo tanto, toda la extensión entre la vieja línea y la Sierra,
abriéndose posibilidades de llegar a Bahía Blanca.
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Las
concesiones de enfiteusis en la nueva frontera
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En
Londres los comisionistas del empréstito habían dado, el 1º de
julio de 1824, validos de los "amplios poderes" otorgados
por la ley, "todos los bienes, rentas, tierras y
territorios" de Buenos Aires como garantía del empréstito
concertado con Baring: el Bono General estableció, pues, una segunda hipoteca a favor de
los tenedores de títulos exteriores sobre la tierra ya gravada con
primera hipoteca en garantía de los títulos internos.
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A
fines de 1824 se reúne el Congreso Nacional. Por Ley de Consolidación
de la Deuda de 15 de febrero de 1826, extiende a toda la nación
la garantía hipotecaria que gravaba a la tierra de Buenos Aires.
"Queda especialmente afectada al pago de la deuda nacional la
tierra y demás bienes inmuebles de propiedad pública cuya
enajenación se prohíbe". El reglamento de la ley de fecha 6
de marzo debido a Rivadavia -presidente de la República desde el 8
de febrero- destaca que "están
especialmente hipotecadas todas las tierras y demás bienes
inmuebles".
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La
tierra ganada a los indios en Buenos Aires y la seguridad por la paz
del Guanaco, fue la causa de muchas concesiones de enfiteusis a
partir de 1825 en los partidos de Dolores, Monsalvo (sur de Dolores), Lobería, Volcán (sobre la sierra de este nombre) y Fuerte
Independencia (actual
Tandil). El presidente de la Legislatura porteña, Manuel Arroyo y
Pinedo, denuncia doce leguas en Monsalvo, los representantes
Bernardo José de Ocampo, José Arriaga, Sebastián de Lezica, Pedro
Trápani, Pedro Echegaray, José Capdevilla, Manuel Domínguez,
Francisco Sáenz Valiente, José B. Gallardo, etc., diversos lotes
que iban de cuarenta leguas (Lezica) a tres (Echegaray), bien que
aquél en las arriesgadas fronteras del Volcán y éste en el
custodiado Pergamino. ¿Sería una casualidad que prácticamente
todos estos y los que siguen más abajo hayan sido Lautaro
II? Entonces, ¿vale o no vale la pena ser masón? Y en nuestro
presente azaroso, ¿cómo será?
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En
1826, después de la ley de Capitalización, en Monsalvo solamente
se dieron cien leguas a la sociedad Aguirre y Rojas, veinte a
Ambrosio Crámer, cuarenta y tres a José A. Capdevilla, cincuenta a
Juan N. Fernández (que además consiguió treinta en
Independencia), treinta y una a Patricio Lynch (dueño de otras
treinta en el Volcán), dieciséis a Laureano Rufino, treinta a
Prudencio Gómez, veintisiete a Santiago Tobal, veinticuatro a la
sociedad Vela y Cornet. Era zona fronteriza y no todas pueden
considerarse en rigor "latifundios" por su sola extensión.
Pero casi todas tomaron ese carácter porque sus concesionarios no
las explotaron directamente limitándose a subarrendarlas o dejarlas
improductivas a la espera que pasasen los 33 años de la amortización
del empréstito.
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Las
concesiones de enfiteusis no se redujeron a las tierras ganadas a
los indios. Agrimensores hábiles localizaban baldíos en regiones
colonizadas de antiguo, y hubo solicitudes y concesiones de
enfiteusis en Luján, Cañuelas, Chascomús y hasta San Isidro,
Quilmes y Chacarita. Felipe Senillosa denuncia doce leguas en San
Vicente, Galup y Lagos veinticuatro en Monte, Juan de la Fuente
veinte en Pergamino, Juan Cano once en Rojas y Arrecifes. Pero nadie
llega al misterio topográfico del inglés Juan Millar, el amigo de
San Martín, que encuentra treinta y siete leguas fiscales en Cañuelas;
o de la sociedad de Félix Frías e Iramain que localizaron sesenta
y tres en pleno Salto.
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La
fiebre de las concesiones llevó a algunos -ilusos o especuladores a
denunciar más allá de las fronteras: el general Eustoquio Díaz Vélez,
titular de veinte leguas en Monsalvo, pide y obtiene ochenta y cinco
entre Quequén Grande y Bahía Blanca; Facundo Quiroga por su
apoderado Braulio Costa, denuncia doce leguas al oeste de Bragado; y
Tomás Manuel de Anchorena, con quince leguas en el Fuerte
Independencia y diecinueve y media en Monsalvo, solicita sesenta y
ocho al sur de este punto. Eran derechos "en expectativa"
de una futura extensión de las fronteras.
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