CAPITULO VII
REFLEXIONES SOBRE
EL IMPERIALISMO
. Voluntad
de coloniaje
Imperialismo -dice el Diccionario de la Academia
es el dominio de un Estado sobre otro por medio de la fuerza". No es la
acepción empleada entre nosotros. La acción del Estado dominante es indirecta y sutil, y se apoya en la
voluntad de los dominados
o por lo menos de una parte destacada de ellos. No
es tanto una imposición desde afuera; es sobre todo una aceptación desde
adentro.
En apariencia el Estado sometido tiene las formas
exteriores de la soberanía. La Argentina de Rivadavia había declarado su
independencia, poseía un gobierno reconocido en el exterior y un orden jurídico
aparente, usaba bandera, escudo, himno nacional, y demás símbolos nacionales y
tenía sus contornos delineados en los mapas con colores propios. Pero no podemos considerarla nación
soberana porque no manejaba su
destino y su quehacer no se dirigía a las conveniencias de la propia comunidad.
Era una verdadera colonia manejada por una metrópoli; pero pocos tienen
conciencia de este sometimiento. Ni siquiera los federales, el partido
nacionalista, que tardarían en darse cuenta del vasallaje.
La relación imperialista entre una colonia y su metrópoli
poco tiene que ver con la debilidad de ésta y la fortaleza de aquélla. Un
país puede ser pequeño, económicamente subdesarrollado, y aún encontrarse
sometido por las armas, sin dejar de ser una nación
si tiene una mentalidad nacional y obra, dentro de sus posibilidades, con la
voluntad de manejarse a sí misma y la finalidad de sus exclusivas conveniencias.
Tampoco
caracteriza a una colonia el hecho de producir materias primas o
víveres o aceptar el capital foráneo, si los intereses mercantiles o
financieros extranjeros no tienen el control de su política. El ejemplo es
Brasil en 1826 colonizada económicamente por Inglaterra, pero que tiene una
mentalidad nacional expresada, entre otras cosas, por el conocimiento de este
sometimiento material y la voluntad de liberarse.
Solamente
un país es colonia cuando quiere serlo; cuando hay una voluntad de coloniaje
en sus gobernantes y en la clase social que los apoya.
La fuerza no construye nada durable, ya lo advertía Castlereagh al iniciar en
1809 la política del imperialismo mercantil británico. El dominio de la metrópoli
sobre la colonia se basa en una coincidencia de intereses entre los
metropolitanos y la clase gobernante indígena: aquellos producen manufacturas y
estos víveres, o aquellos exportan o controlan capitales que éstos
administran. También hay corrupción, como lo he demostrado en los capítulos
anteriores. Pero no basta ese acuerdo de
intereses ni la corrupción de los gobernantes para establecer el coloniaje; es
necesaria una coincidencia de mentalidades.
Que a la voluntad imperialista, dominante, de la metrópoli se pliegue
una voluntad de vasallaje, dominada, en la colonia que haga aceptar a los
nativos – y aún reclamarla- la ingerencia foránea.
El liberalismo
La finalidad imperialista es, en una primera etapa, sacar
beneficios de la colonia por la preeminencia de su posición económica. Cuando
Incalaperra es el monopolio productor de maquino-facturas, necesita el libre cambio para introducir sus
producciones abundantes y baratas que barren la industria artesanal nativa. Para eso debe hacerles
comprender los "beneficios de la
libertad", y antes de exportar sus hilados y tejidos, les enviará
libros de Adam Smith y Ricardo. Incalaperra no va a imponer el liberalismo,
aunque a veces necesite alguna pequeña presión diplomática como en el tratado
Apodaca-Canning de 1809. Para ser permanente y eficaz éste debe germinar en la
mente de los mismos nativos.
Bajo el signo de la "libertad" nace el
imperialismo británico: la "libertad mercantil", significa una
igualdad en el trueque, a pesar de la desigualdad en los modos de producir, que
pone todas las ventajas de su parte. No otra cosa es el liberalismo que la
ventaja de los fuertes: quitadas las trabas aduaneras la industria manufacturada
queda a merced de la maquinofacturada. Poco le interesan los talleres
artesanales a la burguesía nativa que piensa como "clase" y deja de
lado la "nación". Esa clase
toma la libertad como culto nacional: adopta el liberalismo en su
beneficio pues ha comprendido que la libertad favorece a los fuertes, y la
burguesía será la fuerte en el medio nativo. Sostiene el liberalismo
político que significa su preeminencia interna, apoyada naturalmente en el
liberalismo económico que favorece a los foráneos. Con
ambos liberalismos nace la colonia del siglo XIX. El Estado dominante que ya
podemos llamar metrópoli favorecerá el liberalismo político que deja el
gobierno y la preeminencia interina en manos de una clase sin mentalidad
nacional, y garantiza con eso la permanencia del liberalismo económico
exterior.
La metrópoli: imperialismo mercantil y
financiero
Incalaperra se
convierte en el monopolio de mercaderías elaboradas mientras los países que
adoptaron su liberalismo producirán exclusivamente, o casi, materias primas y víveres.
Ha tenido su gran triunfo al extender más allá de su isla sus mercados de
consumo. Pero no se detiene allí. Debe vigilar y cuidar a sus aliados nativos
propensos a extralimitarse en el abuso de la recién conquistada libertad como
niños que juegan con armas de fuego. "No debemos librar a su fantasía tan
amables compañeros", decía Canning en 1825 porque recelaba que matarían
a la gallina de los huevos de oro -el "culto a la libertad" - con
sus intemperancias de dominación que podrían llevar a un levantamiento de las
masas y el consiguiente despertar nacionalista. A los gobernantes nativos
debería embretárselos y trazárseles el rumbo, claro es con tino y habilidad
para no despertar recelos en otros: "Hispanoamérica es libre, y si sabemos
dirigir bien el negocio es inglesa", decía el mismo Canning: "el
Nuevo Mundo establecido, y si nosotros no lo echamos fuera ¡nuestro!".
Tras el imperialismo mercantil, llega el financiero en
forma de exportación de capitales o control de los capitales nativos. Lenín
hablaba de él como etapa iniciada a fines del siglo XIX porque entonces se
desenvolvería ininterrumpidamente y en gran escala[1]. Pero desde el segundo
decenio del siglo pasado hay en Hispanoamérica una penetración de capitales
ingleses en forma de monopolios bancarios, empréstitos, empresas mineras
colonizadoras, etc. Su objetivo material es obtener una ganancia distribuida
juiciosamente entre concedentes nativos y concesionarios ingleses, pero está
presente en todo momento el interés político del Reino Unido. Con los
monopolios bancarios y los empréstitos se trata de atar las nuevas repúblicas
al dominio británico; pero la acción fracasa[2]
pues
la codicia de nativos e incalaperros bordea la estafa. La desaprensión de
Rivadavia al manejar los intereses de sus empresas, sobre todo la Mining,
lleva a una crisis que arrastra de contragolpe la influencia británica. Se
levantan las masas - como había sido previsto - y
ocurre el despertar nacionalista con Dorrego en 1828, aún impotente para
comprender y sacudir el dominio extranjero.
Tras una agonía de siete años se liquida la ingerencia
británica, mercantil y financiera en el segundo gobierno de Rosas (ley de
aduana de 1835, apoderamiento del Banco en 1836, desgravación de la tierra pública
en 1838, etc.), y la penetración imperialista se ve obligada a recurrir al peligroso recurso de las
intervenciones armadas. Que Rosas hace fracasar. Solamente
podrá restablecerse después del aniquilamiento del gobierno popular en Caseros
en 1852. Las ganancias provenientes del imperialismo mercantil o
financiero, se distribuyen en forma de beneficios a los capitalistas reales o
ficticios. Hasta el Banco de Incalaperra obtiene ventajas, pues ve aumentada su existencia de metálico
cuando la circulación de onzas y patacones es reemplazada en la Argentina por billetes de papel. Pero
desde mediados de siglo y sobre todo en la segunda etapa del imperialismo
incalaperro (aquella que se inicia después de Caseros) estas ganancias se
emplearán en satisfacer las demandas de aumento de salarios, mejor condición
del trabajo y aspiraciones a una elevación de vida de las clases obreras
inglesas. De esta manera el imperialismo
obrará como seguro contra los desórdenes sociales de la metrópoli.
El alto nivel de la vida obrera en la metrópoli -en todas las metrópolis imperialistas se paga con el bajo
de las colonias-, el obrero metropolitano consigue bienestar - y por lo tanto lo
satisface el sistema capitalista- a costa de la miseria del trabajador colonial.
Porque siendo la cantidad de dinero la misma –según la ortodoxia liberal-, si
en un lugar sobra es porque en otro falta. O dicho de otra forma: si
en un rincón se está dando dinero de más, es porque en otro se está quitando.
Este seguro social llegará
a ser la causa principal para mantener la hegemonía imperialista en el siglo
XX. La estabilidad del régimen
capitalista en la metrópoli se consigue con el medio de descargar los problemas
sociales en las colonias. De donde si
existen problemas de índole socio-económicos en el imperio, buena es la hora
en que sus colonias ajusten sus pantalones, porque les vendrá la guadaña sin
asco. El
Estado-satélite
El control de la metrópoli sobre las colonias no se
reduce a conseguir ventajas materiales ni estabilidad social. El viejo
imperialismo territorial se mantiene latente bajo las formas indirectas que toma
la dominación internacional desde comienzos del siglo XIX. Hay una penetración política paralela a la
penetración económica: una colonia debe conducir su política interna y exterior según el rumbo
trazado por la metrópoli. No puede separarse de él; como un satélite sin
luz propia debe necesariamente girar en la órbita del dominante. Y aquel loco
que intente desvincularse de tal hegemonía atentará necesariamente contra la
“libertad de comercio” y las “libertadas
individuales” que en este momento, pero desde hacen muchos años, se ha
dado en llamar Democacacracia. Y este es un delito de lesa
humanidad.
En el caso de Incalaperra, maestra de metrópolis, la
dominación política es sutil e indirecta. No se dan órdenes, o se dan por
excepción (como lo hacía Ponsonby), sino meras y diplomáticas insinuaciones
que la mentalidad colonial nativa se adelanta a comprender. A veces los nativos
van más allá de los propósitos metropolitanos: ocurrió con Alvear en 1815 al
ofrecer el coloniaje a Strangford y Castlereagh, y más tarde con Florencio
Varela en su misión ante Aberdeen en 1844.
Pero las demás metrópolis -Francia o Estados Unidos- no
poseen la habilidad inglesa ni los años de experiencia en la sutil política de
dominación imperialista y la increíble capacidad para desplumar incautos.
Valga el ejemplo del bloqueo francés fracasado en 1840 en el Plata, o el de los
diplomáticos norteamericanos y la difícil estabilidad de su imperio colonial
en la segunda mitad del siglo XX. Y así
como en estos quehaceres Incalaperra fue una bailarina de valet con música de cámara,
Estados Unidos, su socio, tiene la delicadeza de un hipopótamo en un bazar como
el que tiene don Felipe, aquí a la vuelta de casa.
La colonia; la “mentalidad colonial”
Para que un Estado con los atributos exteriores de la
soberanía se encuentre reducido a la condición de colonia, es imprescindible que su clase gobernante tenga mentalidad colonial.
El solo hecho de una imposición guerrera,
o aún económica, no significa coloniaje cuando no está acompañada de la
correspondiente voluntad de vasallaje. Brasil permitiendo a Incalaperra los
leoninos tratados de comercio y esclavatura en 1825 y 1827 no se constituyen en
colonia británica pues lo hace consciente del despojo. Debe ganar la guerra a
la Argentina y soborna al árbitro. Hipoteca su soberanía por quince años para
recuperarla después. Es que la clase gobernante brasileña no tiene mentalidad
colonial: es una aristocracia - en
la acepción aristotélica del vocablo: de aristos,
lo mejor y cratos, pueblo, lo mejor del pueblo; lo de aquí fue y es una plebeyocracia, y
cuanto más plebeyos mejor -, que actúa con plena conciencia de ser conductora de una nación. Su
patriotismo es firme y no se diluye en frases de retórica.
Entre nosotros no ocurre lo mismo. La clase dirigente
nativa no tiene madurez política y por lo tanto carece de mentalidad nacional.
La reemplaza una mentalidad colonial,
de colonia y no precisamente de baño, donde la noción del patriotismo
está subvertida, y es la primera y auténtica
subversión que uno encuentra al estudiar nuestra historia. Esta subversión
es la madre de todas las otras que después vinieron.
La Patria no es "la
tierra y los muertos" de la conocida definición, ni el culto de las
propias tradiciones, ni el orgullo de las virtudes vernáculas ni nada de
aquello que identifique al hombre con su medio. Tampoco se debe permitir que sus
habitantes se sientan orgullosos de nada: todo lo que hicieron nuestros mayores
fue malo, irrecuperable, imposible de rescatar. Así de nuestras glorias el
pueblo termina avergonzado. No se siente
la Patria como una hermandad que habita un mismo suelo y tiene en común una
historia. Para el unitario serán bárbaras las modalidades propias y
civilizadas las foráneas. La
patria de los coloniales
Los hombres de Mayo habían sentido la Patria, aunque no
atinaron a expresarla. Moreno acuñó la frase de "la nacionalidad
americana oprimida tres centurias" que trasladaba la Patria al imperio de
los Incas; los coros de niños entonaron ante la pirámide la Canción Patriótica
aprobada por la Asamblea del XIII: "se remueven del Inca las tumbas / y
en sus huesos revive el ardor / lo que ve renovando a sus hijos / de la patria
el antiguo esplendor", y los diputados de Tucumán votaban el 9 de
julio la resurrección legal de la patria de Atahualpa al "romper los
violentos vínculos que ataban a España, y recuperar los derechos de que fueran
despojados”, mientras buscaban un descendiente de los Incas para restaurarlo
en el Cuzco.
Aquello era artificioso, una entelequia, pero traducía
un sentimiento nacionalista aunque ingenuo
y equivocado, y, sobre todo -cualidad excelente para roussonianos - justificaba
la Revolución en el Contrato Social
por que los españoles no habían preguntado la opinión de los indios al hacer
la conquista como hubiera sido lo roussonianamente correcto. No hay un solo hecho en las luchas
por la libertad e independencia de la
Patria en la que hayan participado comunidades indígenas. De manera que a
ellos con los españoles no les iba tan mal, si a las pruebas nos atenemos. Y no
se puede darles el indulgente “se borraron” porque nunca estuvieron. Mientras
los gobiernos patrios buscaban recursos y hombres bajo tierra para armar ejércitos,
los indígenas hacían malones. Así, aunque sin quererlo, fueron la quinta
columna de los españoles en nuestras luchas por la emancipación. Cuesta decir
esto, pero es la verdad.
Pero
en los unitarios de Rivadavia la Patria eran las luces que solamente ellos poseían,
la libertad (para pocos), la constitución que quitaba el voto a
los asalariados y jornaleros; y opuestos a la patria eran los desprovistos de
luces, los montoneros seguidores de caudillos, los federales enemigos de la
constitución.
La patria rivadaviana no sólo era compatible con el dominio imperialista; necesitaba
la ayuda extranjera para mantenerse contra la antipatria
nativa. A través de esas abstracciones el unitario sentía a la patria como
la exclusividad política y económica de su clase social, como la sienten los
coloniales de todo el mundo y en todas las épocas. El pueblo no cuenta, o
cuenta como factor negativo que debe mantenerse en forzado alejamiento hasta que
adquiera "mentalidad patriótica" y se resigne mansamente a una
situación deprimida política y económica. Sarmiento, que empezaba a usar la
palabra democracia, llamaba a esto -sin ironía-, "educar al
soberano"[3].
Y hoy mismo, si algún
despistado intentase cuestionar esta democracia,
llevada al paroxismo de una religión,
de su cuerpo sólo quedarían las hilachas para exhibirlas en plaza pública.
Mas hoy la mentada democracia es el Régimen
que ha montado un Sistema que es un verdadero cepo del que nadie escapa ni
escapará.
La
"historia" de los coloniales
Como la patria de los coloniales es exclusivamente
una clase social privilegiada, su "historia" no puede contener el
ingrediente pueblo y debe necesariamente tratar a los jefes populares
como tiranos enemigos de la patria. Con
mayor razón si bregaron, como Rosas, por la liberación nacional resistiendo -y
venciendo- hasta las intervenciones armadas de los países dominantes. Hoy
esta clase social se encarna en la autodenominada clase política, que en buen romance no es
otra cosa que una nueva
oligarquía, se encuentra por sobre todas las clases sociales que integran
la Nación, sobre la Patria y sobre la voluntad de su pueblo.
La historia de los coloniales debe ser un
instrumento para crear o fortalecer la mentalidad de vasallaje. No debe hablar
de movimientos populares sino para condenarlos como montoneras, fuerzas
anarquistas o apoyos de tiranía. Debe
enseñar que la patria es la "libertad" (aunque nadie sepa bien
para qué será esa “libertad” y quiénes serán sus exclusivos
usufructuarios); sus mejores próceres
quienes hicieron posible su advenimiento, y su natural enemiga la barbarie e
incomprensión nativa.
La acción de los imperialismos debe borrarse, o
disimularse, figurando como una altruista cooperación extranjera en beneficio
de la patria liberal. Claro que esta labor exige un amaño o tergiversación del pasado, pero
la misión patriótica que cumple perdona estos pecados. La historia debe tener "falsedades
a designio", como decía
Sarmiento: enseñarse "preparada para el pueblo", como quería
Alberdi, “uniforme” como la hizo Mitre y “difundida” como la
confeccionaron Grosso, Levene, Astolfi y una nueva cáfila que en nuestros días ha aparecido para
re-falsificar la historia. Es que Mitre debe ser actualizado y el Régimen
justificado. Y diariamente de ser posible.
La oligarquía
Como la clase privilegiada de una colonia se entiende a sí misma como la patria
y gobierna en exclusivo beneficio de sus intereses de clase y sus mandantes de
ultramar. Ella no puede ser llamada aristocracia.
Carece de la "virtud política",
que quería Aristóteles, para interpretar a la comunidad íntegra. No
es una clase dirigente porque nada dirige; simplemente medra. Por eso la he
llamado privilegiada y no dirigente.No es una aristocracia, sino una oligarquía dentro
de la clasificación aristotélica de los gobiernos: la "aristocracia
del dinero" - la llama Dorrego en las sesiones del Congreso Nacional-
"que pueden poner en giro la suerte del país y mercarlo".
Pocas veces encuentra la oligarquía defensores teóricos
(pues se prefiere defender los abstractos conceptos de la "libertad" o de la "democracia"
formal. Pero algunas veces los hubo. Manuel Antonio de Castro contestaba a
Dorrego que "nunca puede dejar de
haber esta aristocracia (la del dinero) que se quiere hacer aparecer como un monstruo (…)
es la que hace conservar el orden y la sociedad (…) la
aristocracia del dinero nace de las naturalezas de las cosas: cada uno debe
tener tanta parte en la sociedad cuantos son los elementos (con) que entran en ella"[4]. Y en 1853 escribía
Sarmiento en defensa de la constitución dictada en Santa Fe que "son
las clases educadas las que necesitan una constitución que asegure las
libertades de acción y de pensamiento: la prensa, la tribuna, la propiedad
(…) una constitución no es la regla de conducta pública para todos los
hombres: la constitución de las masas populares son las leyes ordinarias los
jueces que las aplican y policía de seguridad". Es que a decir
verdad: el 80% de las cosas que se hicieron después de 1853 no se hubieran
podido llevar a cabo de no existir el Libro
Santo, la Constitución de Santa Fe. Porque ella respalda todo, hasta el Fraude
Patriótico y la Década Infame.
Tal fue y es su importancia. Violar lo que nunca debió haber existido merece el
rechinar de dientes en el horno de la Gehená.
El pueblo y el caudillo
La nacionalidad, como todos los valores sociales -religión, lenguaje,
derecho- fluye de abajo hacia arriba, de las clases inferiores a las
superiores. El pueblo pese a quienes quieran educar al soberano
en el acatamiento colonial, es
fermento del nacionalismo y acaba por imponerse. Su
nacionalismo puede ser informal, intuitivo o salvaje, sin plena
conciencia, falto de conductor y de oportunidad, pero está latente
como una sorda resistencia a la mentalidad foránea de la clase
privilegiada. Por
esta razón es que desaparece y vuelve a renacer cíclicamente, a
punto que diría es inmortal. A veces es estrepitoso y
revolucionario, llevándose por delante la "patria colonial” y el “orden
oligárquico” cuando ha
dado con un caudillo con espíritu del pueblo, que por sus palabras y
gestos exprese el sentimiento colectivo. Si es un estanciero, como
Rosas o Quiroga convivirá con los gauchos, y sentirá y
obrará como ellos, si es un jefe militar como Dorrego o Estanislao
López encontrará su apoyo en las milicias ciudadanas más que en los
cuerpos de línea.
¿Por
qué hubo caudillos populares en la primera mitad del siglo XIX, y
después desaparecieron? El caudillo de la primera mitad del siglo es
sobre todo, el estanciero; no el simple propietario de campos
como podría serlo Anchorena o Martín Rodríguez, sino el patrón que
trabaja personalmente su estancia y convive con sus peones y habla,
viste, se expresa y siente como ellos. Estancieros
son Ramírez, Quiroga, la mayoría de los caudillos; verdaderos jefes
de esas pequeñas comunidades que son las estancias: gerentes de la
empresa económica, jueces que imponían penas a las faltas de
convivencia, legisladores que dictaban sabios
reglamentos camperos, sacerdotes de sotana que rezaban el rosario a la caída de la tarde codo a codo con su mesnada, bautizaban
"de socorro" a los recién nacidos y casaban de apuro hasta
que llegase el párroco distante; capitanes de la milicia formada por
los peones en las horas de los malones o cuando había que irse en una
patriada a la ciudad; médicos que curaban gratuitamente con sus
conocimientos empíricos y, sobre todo, patriarcas que sabían dar el
consejo oportuno, sentencioso y sensato a los que necesitaban ayuda
moral. Aunque su origen fuese ciudadano, se habían hecho gauchos,
príncipes de los gauchos, como dirían los Robertson de
Francisco Antonio Candioti, el primer caudillo santafesino. Nada hace
que usasen poncho de vicuña y aperos de plata; lo
importante es que usasen poncho y recado.
.
Eran
los jefes. Sentían e interpretaban la comunidad, y puede decirse que
la comunidad gobernaba a través de ellos. Eran "aristócratas"
como los he llamado, con protesta de quienes no han leído a
Aristóteles y no saben dar a la palabra su acepción correcta: por
que un aristócrata es
un auténtico representante del pueblo y no por su cuna, sino porque
ha demostrado ser el mejor entre los del pueblo a
través de los años. Solo
se da la aristocracia en función del pueblo gobernado.
.
Cuando
la minoría dirigente está de espaldas al pueblo o se encierra en su
propio circulo y su exclusivo orgullo, no es una aristocracia sino una
oligarquía. Tal es el caso de
los políticos de la actualidad que se han autoproclamado “clase
política” y en realidad son una nueva oligarquía. La
aristocracia poco tiene que ver con la sangre ni con el dinero, porque
ni el dinero ni la sangre dan "la
virtud política" de que hablaba Aristóteles: condición de
anteponer los intereses de la comunidad a los propios intereses pero
no he de seguir hablando de esto, que ya parece un diálogo entre
sordos.
.
Aunque
como última posibilidad de entendernos no les diré a los
intelectuales del "progresismo de quiosco” que los caudillos eran aristócratas, sino que eran "el sindicato
de los gauchos", como con propiedad lo ha dicho Jauretche. Espero
que así me entiendan. Siempre que no se me pierdan reflexionando (todo buen “progre” siempre
está reflexionando sobre las hormiguitas del jardín, mientras le
pasan al lado los elefantes al trote), que los señores feudales
debieran ser también del “sindicato protector e intérprete de los
siervos de la gleba”, pues encastillados en su progresismo de
palabras rechazarán con suficiencia mi apreciación tildándola de reaccionaria
(todo aquel que le da en la tecla a un “progre”
es reaccionario y el que
los calza con un hacha en un
ojo por sus sinvergüenzadas es un “facho”;
esta es una Ley, y observe
el lector: cuando no saben qué contestar, el interlocutor es reaccionario o facho, tal
es su sapiencia y tal imaginación).
.
La
religión y el nacionalismo
Volviendo
a la Argentina de la primera mitad del siglo XIX, diré también a los
izquierdistas, a muchos derechistas y, por qué no a un montón de
curas que nadie sabe hoy en día qué son, que
la defensa de la religión católica por las masas y los caudillos
llevaba implícita una defensa de la nacionalidad. No en vano
nuestra religión ha sufrido ataques frontales y a mansalva, hasta que
comprendieron que hay que eliminarla lentamente. De a poco y con la
inapreciable ayuda de las sacristías y de algunos Monseñores de sexo
indefinido. En la Reforma Universitaria de 1918 quemaban los templos;
hoy lanzan la Ley de Divorcio y, créame el lector que yo no sabría
decirle cual de las dos cosas es la peor. Porque un templo se
reconstruye, pero vaya usted a reconstruir una sociedad desquiciada
por el divorcio.
Se
defendía el catolicismo porque era una manera de defender la propio
cuando la nacionalidad no estaba todavía consolidada, porque los
invasores eran protestantes en su mayoría, y en el grito "¡Religión
o muerte!" de Facundo no había tanto una posición
teológica sino una manera de combatir a los gringos herejes
que venían a apoderarse de la patria. O cuando casi se pierde la
Revolución por las herejías perpetradas por Castelli y Monteagudo,
que llegó a celebrar una Misa Negra, en el Alto Perú (este es un
aspecto gravísimo, oscuro, que nuestros historiadores, los reyes
de la gambeta, jamás han tratado; y eso que Castelli estaba con
un cáncer en la lengua: imagine el lector si no lo hubiese tenido).
Como
tampoco en la política religiosa de Rivadavia contra el clero regular
hubo un propósito escatológico sino político: el liberalismo
buscaba restarle fuerzas a las órdenes religiosas, porque
su unidad y su riqueza podían perturbar la obra de la intromisión
imperialista. Así como hoy se expulsan las monjas de los
hospitales públicos para facilitar la venta de recién nacidos, el
aborto indiscriminado y las eutanasias por decisión de las familias.
Todo es una cuestión de dinero. Nada más.
Por
eso la masonería - punta de
lanza de la invasión británica - combatía la religión por
todos los medios; por eso también, los caudillos y el pueblo la
defendían. Sus motivos no eran confesionales, o no lo eran
tanto como nacionalistas. Quiroga,
el de “¡Religión o muerte!”, no era un practicante asiduo y es posible
que sus continuas lecturas de la Biblia – su libro de cabecera - lo
hubiesen arrastrado fuera de una ortodoxia católica. Pero eso no
tiene importancia, como tampoco la tiene que Quiroga en su fuero
interno prefiriese el unitarismo al federalismo como sistema
político. Lo importante era
que militase por nacionalismo en el partido federal, y comprendiese
que la religión era un arma necesaria para luchar contra la
penetración inglesa y que estaba encarnada en el pueblo, como
también lo estaba el federalismo. Tampoco Rosas era un asiduo
practicante católico, y pocas veces fuera de las festividades
oficiales concurría a misa y nunca tomaba los sacramentos.
Pero veló por la religión y fomentó su culto porque la entendía en
un sentido diametralmente opuesto al de Rivadavia. Que, ese sí,
era practicante asiduo, y hasta se daba disciplinazos y silicios en la
Casa de Ejercicios, sin perjuicio de combatirla en el quehacer
político.
Rivadavia tenía un concepto íntimo de la religión, y Rosas lo
tenía político. Por eso, también, la subordinó a su gobierno y a
su obra: defendió el patronato contra las pretensiones de Roma, hizo
jurar a los obispos defender la "Santa Causa de la
federación", veló porque la Iglesia militante mantuviese una actitud nacionalista, y
llegó a expulsar a los jesuitas, a quienes antes había llamado,
cuando le pareció que su enseñanza ortodoxamente católica no era
tan ortodoxamente federal. Por esto es que su figura es la del
Ilustre Restaurador.
El
odio
La
lucha por la liberación se hace entre un pueblo nacionalista y una
minoría extranjerizada.
Todo lo demás, inventado por los “progre” no sirve o esta de
más. A veces el
cipayismo vernáculo se apoya en factores de poder de
mentalidad colonial, como lo fue en 1828 la oficialidad militar, que antepuso las conveniencias de su clase y de su partido a los
intereses permanentes de la Nación; o una jerarquía eclesiástica,
penetrada por la masonería hasta el caracú y excesivamente romanista
según convenga, y por lo tanto suficientemente antinacional, como
pasaría más tarde. Y bien dicho sea que el pueblo los perdonó
echando las miserias al zurrón descocido del olvido. Porque la
Iglesia y el Ejército son elementos que les dan identidad al pueblo.
No son los partidos políticos, inventos de trasnochados que han
envenenado el alma de la Patria, ni las instituciones que han
fracasado todas las veces que las pusieron a marchar. No. Y los
“progre” los saben: un solo General que se identifique con su
pueblo les puede hacer tronar el escarmiento; y media docena de curas
que se larguen a predicar por la Patria, como San Vicente Ferrer,
valen más que cuatro Almirantes Rojas cañoneando Berisso y la
Ensenada.
A
veces puede ocurrir que domine en el ejército o la Iglesia la
mentalidad nacional. De
cualquier manera el conflicto entre nacionalistas y extranjerizados no
es un conflicto de clases poseedoras y desposeídas como lo presentan
algunos, o mejor dicho no se agota en
un
conflicto por el apoderamiento de la riqueza y su defensa.
Hay algo más. Es una guerra entre dos maneras de sentir a la
“Patria” o a la "patria", y por eso será tan cruenta y
moverá rencores tan implacables como después de Caseros o de la
Involución Libertadora de 1955. Terroríficos actos, por el Santo
Cielo. ¿Una guerra entre hermanos? Pero, ¿acaso Martínez de Hoz es
mi hermano, Videla, Alfonsín, Menem, de la Rúa y Kirchner también
lo son, las sierpes llamadas Bonasso y Verbistzky son de mi laya y
estirpe? ¿Son acaso adversarios o enemigos? ¡Que lo conteste el
Virrey Cisneros, el Coronel Gutiérrez de la Concha, el Coronel
Dorrego, Alzaga, el Coronel Chilavert y el General Jerónimo Costa o,
para ser más modernos, el General Valle o los Coroneles Cogorno e
Ibazeta!
La
patria es un culto, y quienes no lo comparten son tenidos por herejes
dignos de la hoguera, porque es imposible renegar de la abnegada Madre
Tierra que todo nos da sin pedirnos más que nuestro amor de hijos.
Entonces la guerra adquiere las características de una guerra
religiosa, que es como debe ser. Es guerra santa. Se
odia lo que no se comprende y los extranjerizados odian la patria de
los nacionalistas como éstos la de aquellos. Hay sus
graduaciones: odian más los débiles, porque odiar es propio de
impotentes; de los fuertes no puede decirse que odian sino que ignoran
al extranjerizado, que ignora al pueblo y que todavía está fuerte en
su "patria" colonial; cuando empieza a odiarlo es que se
sabe débil.
Y
entonces - cuando se odia al pueblo - es que la oligarquía se sabe débil,
y está cercana la hora de la liberación nacional.
¿Y
a través de la guerra? No sabemos los designios de Dios en cuyas
manos encomendamos nuestras almas, tomando el Santísimo Sacramento
con una mano y con la otra afilando el hacha que nos supo hacer
grandes. ¿Execrar la guerra? ¡No!, como decía don Rafael Obligado,
no es de argentinos el hacerlo, ¡porque es hija de ocho guerras
nuestra Noble Patria!
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