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.Rivadavia y el
 Imperialismo financiero
(Cont. 19)

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CAPITULO VII

REFLEXIONES SOBRE
EL IMPERIALISMO

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Voluntad de coloniaje

       Imperialismo -dice el Diccionario de la Academia es el dominio de un Estado sobre otro por medio de la fuerza". No es la acepción empleada entre nosotros. La acción del Estado dominante es indirecta y sutil, y se apoya en la voluntad de los dominados o por lo menos de una parte destacada de ellos. No es tanto una imposición desde afuera; es sobre todo una aceptación desde adentro.

         En apariencia el Estado sometido tiene las formas exteriores de la soberanía. La Argentina de Rivadavia había declarado su independencia, poseía un gobierno reconocido en el exterior y un orden jurídico aparente, usaba bandera, escudo, himno nacional, y demás símbolos nacionales y tenía sus contornos delineados en los mapas con colores propios. Pero no podemos considerarla nación soberana porque no manejaba su destino y su quehacer no se dirigía a las conveniencias de la propia comunidad. Era una verdadera colonia manejada por una metrópoli; pero pocos tienen conciencia de este sometimiento. Ni siquiera los federales, el partido nacionalista, que tardarían en darse cuenta del vasallaje.

         La relación imperialista entre una colonia y su metrópoli poco tiene que ver con la debilidad de ésta y la fortaleza de aquélla. Un país puede ser pequeño, económicamente subdesarrollado, y aún encontrarse sometido por las armas, sin dejar de ser una nación si tiene una mentalidad nacional y obra, dentro de sus posibilidades, con la voluntad de manejarse a sí misma y la finalidad de sus exclusivas conveniencias. Tampoco caracteriza a una colonia el hecho de producir materias primas o víveres o aceptar el capital foráneo, si los intereses mercantiles o financieros extranjeros no tienen el control de su política. El ejemplo es Brasil en 1826 colonizada económicamente por Inglaterra, pero que tiene una mentalidad nacional expresada, entre otras cosas, por el conocimiento de este sometimiento material y la voluntad de liberarse.

       Solamente un país es colonia cuando quiere serlo; cuando hay una voluntad de coloniaje en sus gobernantes y en la clase social que los apoya. La fuerza no construye nada durable, ya lo advertía Castlereagh al iniciar en 1809 la política del imperialismo mercantil británico. El dominio de la metrópoli sobre la colonia se basa en una coincidencia de intereses entre los metropolitanos y la clase gobernante indígena: aquellos producen manufacturas y estos víveres, o aquellos exportan o controlan capitales que éstos administran. También hay corrupción, como lo he demostrado en los capítulos anteriores. Pero no basta ese acuerdo de intereses ni la corrupción de los gobernantes para establecer el coloniaje; es necesaria una coincidencia de mentalidades.  Que a la voluntad imperialista, dominante, de la metrópoli se pliegue una voluntad de vasallaje, dominada, en la colonia que haga aceptar a los nativos – y aún reclamarla- la ingerencia foránea.

El liberalismo

       La finalidad imperialista es, en una primera etapa, sacar beneficios de la colonia por la preeminencia de su posición económica. Cuando Incalaperra es el monopolio productor de maquino-facturas, necesita el libre cambio para introducir sus producciones abundantes y baratas que barren la industria artesanal nativa. Para eso debe hacerles comprender los "beneficios de la libertad", y antes de exportar sus hilados y tejidos, les enviará libros de Adam Smith y Ricardo. Incalaperra no va a imponer el liberalismo, aunque a veces necesite alguna pequeña presión diplomática como en el tratado Apodaca-Canning de 1809. Para ser permanente y eficaz éste debe germinar en la mente de los mismos nativos.

        Bajo el signo de la "libertad" nace el imperialismo británico: la "libertad mercantil", significa una igualdad en el trueque, a pesar de la desigualdad en los modos de producir, que pone todas las ventajas de su parte. No otra cosa es el liberalismo que la ventaja de los fuertes: quitadas las trabas aduaneras la industria manufacturada queda a merced de la maquinofacturada. Poco le interesan los talleres artesanales a la burguesía nativa que piensa como "clase" y deja de lado la "nación". Esa clase toma la libertad como culto nacional: adopta el liberalismo en su beneficio pues ha comprendido que la libertad favorece a los fuertes, y la burguesía será la fuerte en el medio nativo. Sostiene el liberalismo político que significa su preeminencia interna, apoyada naturalmente en el liberalismo económico que favorece a los foráneos. Con ambos liberalismos nace la colonia del siglo XIX. El Estado dominante que ya podemos llamar metrópoli favorecerá el liberalismo político que deja el gobierno y la preeminencia interina en manos de una clase sin mentalidad nacional, y garantiza con eso la permanencia del liberalismo económico exterior.

La metrópoli: imperialismo mercantil y financiero

         Incalaperra se convierte en el monopolio de mercaderías elaboradas mientras los países que adoptaron su liberalismo producirán exclusivamente, o casi, materias primas y víveres. Ha tenido su gran triunfo al extender más allá de su isla sus mercados de consumo. Pero no se detiene allí. Debe vigilar y cuidar a sus aliados nativos propensos a extralimitarse en el abuso de la recién conquistada libertad como niños que juegan con armas de fuego. "No debemos librar a su fantasía tan amables compañeros", decía Canning en 1825 porque recelaba que matarían a la gallina de los huevos de oro -el "culto a la libertad" - con sus intemperancias de dominación que podrían llevar a un levantamiento de las masas y el consiguiente despertar nacionalista. A los gobernantes nativos debería embretárselos y trazárseles el rumbo, claro es con tino y habilidad para no despertar recelos en otros: "Hispanoamérica es libre, y si sabemos dirigir bien el negocio es inglesa", decía el mismo Canning: "el Nuevo Mundo establecido, y si nosotros no lo echamos fuera ¡nuestro!".

         Tras el imperialismo mercantil, llega el financiero en forma de exportación de capitales o control de los capitales nativos. Lenín hablaba de él como etapa iniciada a fines del siglo XIX porque entonces se desenvolvería ininterrumpidamente y en gran escala[1]. Pero desde el segundo decenio del siglo pasado hay en Hispanoamérica una penetración de capitales ingleses en forma de monopolios bancarios, empréstitos, empresas mineras colonizadoras, etc. Su objetivo material es obtener una ganancia distribuida juiciosamente entre concedentes nativos y concesionarios ingleses, pero está presente en todo momento el interés político del Reino Unido. Con los monopolios bancarios y los empréstitos se trata de atar las nuevas repúblicas al dominio británico; pero la acción fracasa[2] pues la codicia de nativos e incalaperros bordea la estafa. La desaprensión de Rivadavia al manejar los intereses de sus empresas, sobre todo la Mining, lleva a una crisis que arrastra de contragolpe la influencia británica. Se levantan las masas - como había sido previsto - y ocurre el despertar nacionalista con Dorrego en 1828, aún impotente para comprender y sacudir el dominio extranjero.

         Tras una agonía de siete años se liquida la ingerencia británica, mercantil y financiera en el segundo gobierno de Rosas (ley de aduana de 1835, apoderamiento del Banco en 1836, desgravación de la tierra pública en 1838, etc.), y la penetración imperialista se ve obligada a recurrir al peligroso recurso de las intervenciones armadas. Que Rosas hace fracasar. Solamente podrá restablecerse después del aniquilamiento del gobierno popular en Caseros en 1852.

         Las ganancias provenientes del imperialismo mercantil o financiero, se distribuyen en forma de beneficios a los capitalistas reales o ficticios. Hasta el Banco de Incalaperra obtiene ventajas, pues ve aumentada su existencia de metálico cuando la circulación de onzas y patacones es reemplazada en la Argentina por billetes de papel. Pero desde mediados de siglo y sobre todo en la segunda etapa del imperialismo incalaperro (aquella que se inicia después de Caseros) estas ganancias se emplearán en satisfacer las demandas de aumento de salarios, mejor condición del trabajo y aspiraciones a una elevación de vida de las clases obreras inglesas. De esta manera el imperialismo obrará como seguro contra los desórdenes sociales de la metrópoli. El alto nivel de la vida obrera en la metrópoli -en todas las metrópolis imperialistas se paga con el bajo de las colonias-, el obrero metropolitano consigue bienestar - y por lo tanto lo satisface el sistema capitalista- a costa de la miseria del trabajador colonial. Porque siendo la cantidad de dinero la misma –según la ortodoxia liberal-, si en un lugar sobra es porque en otro falta. O dicho de otra forma: si en un rincón se está dando dinero de más, es porque en otro se está quitando.

         Este seguro social llegará a ser la causa principal para mantener la hegemonía imperialista en el siglo XX. La estabilidad del régimen capitalista en la metrópoli se consigue con el medio de descargar los problemas sociales en las colonias. De donde si existen problemas de índole socio-económicos en el imperio, buena es la hora en que sus colonias ajusten sus pantalones, porque les vendrá la guadaña sin asco.

El Estado-satélite

         El control de la metrópoli sobre las colonias no se reduce a conseguir ventajas materiales ni estabilidad social. El viejo imperialismo territorial se mantiene latente bajo las formas indirectas que toma la dominación internacional desde comienzos del siglo XIX. Hay una penetración política paralela a la penetración económica: una colonia debe conducir su política interna y exterior según el rumbo trazado por la metrópoli. No puede separarse de él; como un satélite sin luz propia debe necesariamente girar en la órbita del dominante. Y aquel loco que intente desvincularse de tal hegemonía atentará necesariamente contra la “libertad de comercio” y las “libertadas individuales” que en este momento, pero desde hacen muchos años, se ha dado en llamar Democacacracia. Y este es un delito de lesa humanidad.

         En el caso de Incalaperra, maestra de metrópolis, la dominación política es sutil e indirecta. No se dan órdenes, o se dan por excepción (como lo hacía Ponsonby), sino meras y diplomáticas insinuaciones que la mentalidad colonial nativa se adelanta a comprender. A veces los nativos van más allá de los propósitos metropolitanos: ocurrió con Alvear en 1815 al ofrecer el coloniaje a Strangford y Castlereagh, y más tarde con Florencio Varela en su misión ante Aberdeen en 1844.

         Pero las demás metrópolis -Francia o Estados Unidos- no poseen la habilidad inglesa ni los años de experiencia en la sutil política de dominación imperialista y la increíble capacidad para desplumar incautos. Valga el ejemplo del bloqueo francés fracasado en 1840 en el Plata, o el de los diplomáticos norteamericanos y la difícil estabilidad de su imperio colonial en la segunda mitad del siglo XX. Y así como en estos quehaceres Incalaperra fue una bailarina de valet con música de cámara, Estados Unidos, su socio, tiene la delicadeza de un hipopótamo en un bazar como el que tiene don Felipe, aquí a la vuelta de casa.

La colonia; la “mentalidad colonial

         Para que un Estado con los atributos exteriores de la soberanía se encuentre reducido a la condición de colonia, es imprescindible que su clase gobernante tenga mentalidad colonial. El solo hecho de una imposición guerrera, o aún económica, no significa coloniaje cuando no está acompañada de la correspondiente voluntad de vasallaje. Brasil permitiendo a Incalaperra los leoninos tratados de comercio y esclavatura en 1825 y 1827 no se constituyen en colonia británica pues lo hace consciente del despojo. Debe ganar la guerra a la Argentina y soborna al árbitro. Hipoteca su soberanía por quince años para recuperarla después. Es que la clase gobernante brasileña no tiene mentalidad colonial: es una aristocracia - en la acepción aristotélica del vocablo: de aristos, lo mejor y cratos, pueblo, lo mejor del pueblo; lo de aquí fue y es una plebeyocracia, y cuanto más plebeyos mejor -, que actúa con plena conciencia de ser conductora de una nación. Su patriotismo es firme y no se diluye en frases de retórica.

         Entre nosotros no ocurre lo mismo. La clase dirigente nativa no tiene madurez política y por lo tanto carece de mentalidad nacional. La reemplaza una mentalidad colonial, de colonia y no precisamente de baño, donde la noción del patriotismo está subvertida, y es la primera y auténtica subversión que uno encuentra al estudiar nuestra historia. Esta subversión es la madre de todas las otras que después vinieron.

         La Patria no es "la tierra y los muertos" de la conocida definición, ni el culto de las propias tradiciones, ni el orgullo de las virtudes vernáculas ni nada de aquello que identifique al hombre con su medio. Tampoco se debe permitir que sus habitantes se sientan orgullosos de nada: todo lo que hicieron nuestros mayores fue malo, irrecuperable, imposible de rescatar. Así de nuestras glorias el pueblo termina avergonzado. No se siente la Patria como una hermandad que habita un mismo suelo y tiene en común una historia. Para el unitario serán bárbaras las modalidades propias y civilizadas las foráneas.

La patria de los coloniales

         Los hombres de Mayo habían sentido la Patria, aunque no atinaron a expresarla. Moreno acuñó la frase de "la nacionalidad americana oprimida tres centurias" que trasladaba la Patria al imperio de los Incas; los coros de niños entonaron ante la pirámide la Canción Patriótica aprobada por la Asamblea del XIII: "se remueven del Inca las tumbas / y en sus huesos revive el ardor / lo que ve renovando a sus hijos / de la patria el antiguo esplendor", y los diputados de Tucumán votaban el 9 de julio la resurrección legal de la patria de Atahualpa al "romper los violentos vínculos que ataban a España, y recuperar los derechos de que fueran despojados”, mientras buscaban un descendiente de los Incas para restaurarlo en el Cuzco.

         Aquello era artificioso, una entelequia, pero traducía un sentimiento nacionalista aunque ingenuo y equivocado, y, sobre todo -cualidad excelente para roussonianos - justificaba la Revolución en el Contrato Social por que los españoles no habían preguntado la opinión de los indios al hacer la conquista como hubiera sido lo roussonianamente correcto. No hay un solo hecho en las luchas por la libertad e independencia de la Patria en la que hayan participado comunidades indígenas. De manera que a ellos con los españoles no les iba tan mal, si a las pruebas nos atenemos. Y no se puede darles el indulgente “se borraron” porque nunca estuvieron. Mientras los gobiernos patrios buscaban recursos y hombres bajo tierra para armar ejércitos, los indígenas hacían malones. Así, aunque sin quererlo, fueron la quinta columna de los españoles en nuestras luchas por la emancipación. Cuesta decir esto, pero es la verdad.

         Pero en los unitarios de Rivadavia la Patria eran las luces que solamente ellos poseían, la libertad (para pocos), la constitución que quitaba el voto a los asalariados y jornaleros; y opuestos a la patria eran los desprovistos de luces, los montoneros seguidores de caudillos, los federales enemigos de la constitución.

   La patria rivadaviana no sólo era compatible con el dominio imperialista; necesitaba la ayuda extranjera para mantenerse contra la antipatria nativa. A través de esas abstracciones el unitario sentía a la patria como la exclusividad política y económica de su clase social, como la sienten los coloniales de todo el mundo y en todas las épocas. El pueblo no cuenta, o cuenta como factor negativo que debe mantenerse en forzado alejamiento hasta que adquiera "mentalidad patriótica" y se resigne mansamente a una situación deprimida política y económica. Sarmiento, que empezaba a usar la palabra democracia, llamaba a esto -sin ironía-, "educar al soberano"[3]. Y hoy mismo, si algún despistado intentase cuestionar esta democracia, llevada al paroxismo de una religión, de su cuerpo sólo quedarían las hilachas para exhibirlas en plaza pública. Mas hoy la mentada democracia es el Régimen que ha montado un Sistema que es un verdadero cepo del que nadie escapa ni escapará.

La "historia" de los coloniales

         Como la patria de los coloniales es exclusivamente una clase social privilegiada, su "historia" no puede contener el ingrediente pueblo y debe necesariamente tratar a los jefes populares como tiranos enemigos de la patria. Con mayor razón si bregaron, como Rosas, por la liberación nacional resistiendo -y venciendo- hasta las intervenciones armadas de los países dominantes. Hoy esta clase social se encarna en la autodenominada clase política, que en buen romance no es otra cosa que una nueva oligarquía, se encuentra por sobre todas las clases sociales que integran la Nación, sobre la Patria y sobre la voluntad de su pueblo.

         La historia de los coloniales debe ser un instrumento para crear o fortalecer la mentalidad de vasallaje. No debe hablar de movimientos populares sino para condenarlos como montoneras, fuerzas anarquistas o apoyos de tiranía. Debe enseñar que la patria es la "libertad" (aunque nadie sepa bien para qué será esa “libertad” y quiénes serán sus exclusivos usufructuarios); sus mejores próceres quienes hicieron posible su advenimiento, y su natural enemiga la barbarie e incomprensión nativa.

         La acción de los imperialismos debe borrarse, o disimularse, figurando como una altruista cooperación extranjera en beneficio de la patria liberal. Claro que esta labor exige un amaño o tergiversación del pasado, pero la misión patriótica que cumple perdona estos pecados. La historia debe tener "falsedades a designio", como decía Sarmiento: enseñarse "preparada para el pueblo", como quería Alberdi, “uniforme” como la hizo Mitre y “difundida” como la confeccionaron Grosso, Levene, Astolfi y una nueva cáfila que en nuestros días ha aparecido para re-falsificar la historia. Es que Mitre debe ser actualizado y el Régimen justificado. Y diariamente de ser posible.

La oligarquía

         Como la clase privilegiada de una colonia se entiende a sí misma como la patria y gobierna en exclusivo beneficio de sus intereses de clase y sus mandantes de ultramar. Ella no puede ser llamada aristocracia. Carece de la "virtud política", que quería Aristóteles, para interpretar a la comunidad íntegra. No es una clase dirigente porque nada dirige; simplemente medra. Por eso la he llamado privilegiada y no dirigente.No es una aristocracia, sino una oligarquía dentro de la clasificación aristotélica de los gobiernos: la "aristocracia del dinero" - la llama Dorrego en las sesiones del Congreso Nacional- "que pueden poner en giro la suerte del país y mercarlo".

         Pocas veces encuentra la oligarquía defensores teóricos (pues se prefiere defender los abstractos conceptos de la "libertad" o de la "democracia" formal. Pero algunas veces los hubo. Manuel Antonio de Castro contestaba a Dorrego que "nunca puede dejar de haber esta aristocracia (la del dinero) que se quiere hacer aparecer como un monstruo (…) es la que hace conservar el orden y la sociedad (…) la aristocracia del dinero nace de las naturalezas de las cosas: cada uno debe tener tanta parte en la sociedad cuantos son los elementos (con) que entran en ella"[4]. Y en 1853 escribía Sarmiento en defensa de la constitución dictada en Santa Fe que "son las clases educadas las que necesitan una constitución que asegure las libertades de acción y de pensamiento: la prensa, la tribuna, la propiedad (…) una constitución no es la regla de conducta pública para todos los hombres: la constitución de las masas populares son las leyes ordinarias los jueces que las aplican y policía de seguridad"[5]. Es que a decir verdad: el 80% de las cosas que se hicieron después de 1853 no se hubieran podido llevar a cabo de no existir el Libro Santo, la Constitución de Santa Fe. Porque ella respalda todo, hasta el Fraude Patriótico y la Década Infame. Tal fue y es su importancia. Violar lo que nunca debió haber existido merece el rechinar de dientes en el horno de la Gehená.

El pueblo y el caudillo         

         La nacionalidad, como todos los valores sociales -religión, lenguaje, derecho- fluye de abajo hacia arriba, de las clases inferiores a las superiores. El pueblo pese a quienes quieran educar al soberano en el acatamiento colonial, es fermento del nacionalismo y acaba por imponerse. Su nacionalismo puede ser informal, intuitivo o salvaje, sin plena conciencia, falto de conductor y de oportunidad, pero está latente como una sorda resistencia a la mentalidad foránea de la clase privilegiada.  Por esta razón es que desaparece y vuelve a renacer cíclicamente, a punto que diría es inmortal. A veces es estrepitoso y revolucionario, llevándose por delante la "patria colonial” y el “orden oligárquicocuando ha dado con un caudillo con espíritu del pueblo, que por sus palabras y gestos exprese el sentimiento colectivo. Si es un estanciero, como Rosas o Quiroga convivirá con los gauchos, y sentirá y obrará como ellos, si es un jefe militar como Dorrego o Estanislao López encontrará su apoyo en las milicias ciudadanas más que en los cuerpos de línea.

 

¿Por qué hubo caudillos populares en la primera mitad del siglo XIX, y después desaparecieron? El caudillo de la primera mitad del siglo es sobre todo, el estanciero; no el simple propietario de campos como podría serlo Anchorena o Martín Rodríguez, sino el patrón que trabaja personalmente su estancia y convive con sus peones y habla, viste, se expresa y siente como ellos. Estancieros son Ramírez, Quiroga, la mayoría de los caudillos; verdaderos jefes de esas pequeñas comunidades que son las estancias: gerentes de la empresa económica, jueces que imponían penas a las faltas de convivencia, legisladores que dictaban  sabios reglamentos camperos, sacerdotes de sotana que rezaban el rosario a la  caída de la tarde codo a codo con su mesnada, bautizaban "de socorro" a los recién nacidos y casaban de apuro hasta que llegase el párroco distante; capitanes de la milicia formada por los peones en las horas de los malones o cuando había que irse en una patriada a la ciudad; médicos que curaban gratuitamente con sus conocimientos empíricos y, sobre todo, patriarcas que sabían dar el consejo oportuno, sentencioso y sensato a los que necesitaban ayuda moral. Aunque su origen fuese ciudadano, se habían hecho gauchos, príncipes de los gauchos, como dirían los Robertson de Francisco Antonio Candioti, el primer caudillo santafesino. Nada hace que usasen poncho de vicuña y aperos de plata; lo importante es que usasen poncho y recado.

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Eran los jefes. Sentían e interpretaban la comunidad, y puede decirse que la comunidad gobernaba a través de ellos. Eran "aristócratas" como los he llamado, con protesta de quienes no han leído a Aristóteles y no saben dar a la palabra su acepción correcta: por que un aristócrata es un auténtico representante del pueblo y no por su cuna, sino porque ha demostrado ser el mejor entre los del pueblo a través de los años. Solo se da la aristocracia en función del pueblo gobernado.

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Cuando la minoría dirigente está de espaldas al pueblo o se encierra en su propio circulo y su exclusivo orgullo, no es una aristocracia sino una oligarquía. Tal es el caso de los políticos de la actualidad que se han autoproclamado “clase política” y en realidad son una nueva oligarquía. La aristocracia poco tiene que ver con la sangre ni con el dinero, porque ni el dinero ni la sangre dan "la virtud política" de que hablaba Aristóteles: condición de anteponer los intereses de la comunidad a los propios intereses pero no he de seguir hablando de esto, que ya parece un diálogo entre sordos.  

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Aunque como última posibilidad de entendernos no les diré a los intelectuales del "progresismo de quiosco” que los caudillos eran aristócratas, sino que eran "el sindicato de los gauchos", como con propiedad lo ha dicho Jauretche. Espero que así me entiendan. Siempre que no se me pierdan reflexionando (todo buen “progre” siempre está reflexionando sobre las hormiguitas del jardín, mientras le pasan al lado los elefantes al trote), que los señores feudales debieran ser también del “sindicato protector e intérprete de los siervos de la gleba”, pues encastillados en su progresismo de palabras rechazarán con suficiencia mi apreciación tildándola de  reaccionaria (todo aquel que le da en la tecla a un “progre” es reaccionario y el que los calza con un hacha en un ojo por sus sinvergüenzadas es un “facho”; esta es una Ley, y observe el lector: cuando no saben qué contestar, el interlocutor es reaccionario o facho, tal es su sapiencia y tal imaginación). 

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La religión y el nacionalismo

 

Volviendo a la Argentina de la primera mitad del siglo XIX, diré también a los izquierdistas, a muchos derechistas y, por qué no a un montón de curas que nadie sabe hoy en día qué son, que la defensa de la religión católica por las masas y los caudillos llevaba implícita una defensa de la nacionalidad. No en vano nuestra religión ha sufrido ataques frontales y a mansalva, hasta que comprendieron que hay que eliminarla lentamente. De a poco y con la inapreciable ayuda de las sacristías y de algunos Monseñores de sexo indefinido. En la Reforma Universitaria de 1918 quemaban los templos; hoy lanzan la Ley de Divorcio y, créame el lector que yo no sabría decirle cual de las dos cosas es la peor. Porque un templo se reconstruye, pero vaya usted a reconstruir una sociedad desquiciada por el divorcio.

 

Se defendía el catolicismo porque era una manera de defender la propio cuando la nacionalidad no estaba todavía consolidada, porque los invasores eran protestantes en su mayoría, y en el grito "¡Religión o muerte!" de Facundo no había tanto una posición teológica sino una manera de combatir a los gringos herejes que venían a apoderarse de la patria. O cuando casi se pierde la Revolución por las herejías perpetradas por Castelli y Monteagudo, que llegó a celebrar una Misa Negra, en el Alto Perú (este es un aspecto gravísimo, oscuro, que nuestros historiadores, los reyes de la gambeta, jamás han tratado; y eso que Castelli estaba con un cáncer en la lengua: imagine el lector si no lo hubiese tenido).

 

Como tampoco en la política religiosa de Rivadavia contra el clero regular hubo un propósito escatológico sino político: el liberalismo buscaba restarle fuerzas a las órdenes religiosas, porque su unidad y su riqueza podían perturbar la obra de la intromisión imperialista. Así como hoy se expulsan las monjas de los hospitales públicos para facilitar la venta de recién nacidos, el aborto indiscriminado y las eutanasias por decisión de las familias. Todo es una cuestión de dinero. Nada más.

 

Por eso la masonería - punta de lanza de la invasión británica - combatía la religión por todos los medios; por eso también, los caudillos y el pueblo la defendían.  Sus motivos no eran confesionales, o no lo eran tanto como nacionalistas.  Quiroga, el de “¡Religión o muerte!”, no era un practicante asiduo y es posible que sus continuas lecturas de la Biblia – su libro de cabecera - lo hubiesen arrastrado fuera de una ortodoxia católica. Pero eso no tiene importancia, como tampoco la tiene que Quiroga en su fuero interno prefiriese el unitarismo al federalismo como sistema político. Lo importante era que militase por nacionalismo en el partido federal, y comprendiese que la religión era un arma necesaria para luchar contra la penetración inglesa y que estaba encarnada en el pueblo, como también lo estaba el federalismo. Tampoco Rosas era un asiduo practicante católico, y pocas veces fuera de las festividades oficiales concurría a misa y nunca tomaba los sacramentos.   Pero veló por la religión y fomentó su culto porque la entendía en un sentido diametralmente opuesto al de Rivadavia. Que, ese sí, era practicante asiduo, y hasta se daba disciplinazos y silicios en la Casa de Ejercicios, sin perjuicio de combatirla en el quehacer político.

 

Rivadavia tenía un concepto íntimo de la religión, y Rosas lo tenía político. Por eso, también, la subordinó a su gobierno y a su obra: defendió el patronato contra las pretensiones de Roma, hizo jurar a los obispos defender la "Santa Causa de la federación", veló porque la Iglesia militante mantuviese una actitud nacionalista, y llegó a expulsar a los jesuitas, a quienes antes había llamado, cuando le pareció que su enseñanza ortodoxamente católica no era tan ortodoxamente federal. Por esto es que su figura es la del Ilustre Restaurador.

 

El odio

 

La lucha por la liberación se hace entre un pueblo nacionalista y una minoría extranjerizada. Todo lo demás, inventado por los “progre” no sirve o esta de más.  A veces el cipayismo vernáculo se apoya en factores de poder de mentalidad colonial, como lo fue en 1828 la oficialidad militar, que antepuso las conveniencias de su clase y de su partido a los intereses permanentes de la Nación; o una jerarquía eclesiástica, penetrada por la masonería hasta el caracú y excesivamente romanista según convenga, y por lo tanto suficientemente antinacional, como pasaría más tarde. Y bien dicho sea que el pueblo los perdonó echando las miserias al zurrón descocido del olvido. Porque la Iglesia y el Ejército son elementos que les dan identidad al pueblo. No son los partidos políticos, inventos de trasnochados que han envenenado el alma de la Patria, ni las instituciones que han fracasado todas las veces que las pusieron a marchar. No. Y los “progre” los saben: un solo General que se identifique con su pueblo les puede hacer tronar el escarmiento; y media docena de curas que se larguen a predicar por la Patria, como San Vicente Ferrer, valen más que cuatro Almirantes Rojas cañoneando Berisso y la Ensenada. 

 

A veces puede ocurrir que domine en el ejército o la Iglesia la mentalidad nacional. De cualquier manera el conflicto entre nacionalistas y extranjerizados no es un conflicto de clases poseedoras y desposeídas como lo presentan algunos, o mejor dicho no se agota en un conflicto por el apoderamiento de la riqueza y su defensa. Hay algo más. Es una guerra entre dos maneras de sentir a la “Patria” o a la "patria", y por eso será tan cruenta y moverá rencores tan implacables como después de Caseros o de la Involución Libertadora de 1955. Terroríficos actos, por el Santo Cielo. ¿Una guerra entre hermanos? Pero, ¿acaso Martínez de Hoz es mi hermano, Videla, Alfonsín, Menem, de la Rúa y Kirchner también lo son, las sierpes llamadas Bonasso y Verbistzky son de mi laya y estirpe? ¿Son acaso adversarios o enemigos? ¡Que lo conteste el Virrey Cisneros, el Coronel Gutiérrez de la Concha, el Coronel Dorrego, Alzaga, el Coronel Chilavert y el General Jerónimo Costa o, para ser más modernos, el General Valle o los Coroneles Cogorno e Ibazeta!

 

 La patria es un culto, y quienes no lo comparten son tenidos por herejes dignos de la hoguera, porque es imposible renegar de la abnegada Madre Tierra que todo nos da sin pedirnos más que nuestro amor de hijos. Entonces la guerra adquiere las características de una guerra religiosa, que es como debe ser. Es guerra santa. Se odia lo que no se comprende y los extranjerizados odian la patria de los nacionalistas como éstos la de aquellos. Hay sus graduaciones: odian más los débiles, porque odiar es propio de impotentes; de los fuertes no puede decirse que odian sino que ignoran al extranjerizado, que ignora al pueblo y que todavía está fuerte en su "patria" colonial; cuando empieza a odiarlo es que se sabe débil.

 

Y entonces - cuando se odia al pueblo - es que la oligarquía se sabe débil, y está cercana la hora de la liberación nacional.

 

¿Y a través de la guerra? No sabemos los designios de Dios en cuyas manos encomendamos nuestras almas, tomando el Santísimo Sacramento con una mano y con la otra afilando el hacha que nos supo hacer grandes. ¿Execrar la guerra? ¡No!, como decía don Rafael Obligado, no es de argentinos el hacerlo, ¡porque es hija de ocho guerras nuestra Noble Patria!

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Bibliografía, notas y comentarios  
  • [1] El imperialismo, etapa superior del capitalismo.  

  • [2] En las mencionadas notas de Ortega Peña y Duhalde se dice que el imperialismo financiero británico fracasó después de la muerte de Canning en 1827, porque "no existía en Inglaterra una acumulación de capital suficiente como para asegurar formas capitalistas de consolidación". Algo hubo de eso, pero tampoco las condiciones del país permitían en la primera mitad del siglo XIX la invasión capitalista. Tuvo que desaparecer la clase de los estancieros (de los estancieros que convivían en sus estancias) para que no hubiese movimientos populares. Las nuevas modalidades de la producción pecuaria darían otro tipo de estanciero que obró en armonía, con los mercaderes y profesionales del puerto. Este ya no fue un aristócrata, sino un oligarca; con casa aparte en la estancia, donde vivía poco, y sin contacto con la población de su heredad. Cuando no vivía en París, que fue común desde 1880 en adelante. En la segunda mitad del siglo XIX el pueblo no encontró conductores, porque había desaparecido la "aristocracia" de los estancieros caudillos. La obra persiguió sin tregua al pueblo y por eso fue posible la dominación financiera brasileña del Banco Mauá desde Caseros a la guerra del Paraguay (que no es exactamente un imperialismo británico pese a las conexiones de Mauá con la Banca Rothschild ) , y el posterior adueñamiento británico que se extiende desde el final de la guerra del Paraguay hasta la segunda guerra mundial.  

  • [3] Mientras tanto el nacionalismo, pese a las persecuciones del "coloniaje" posterior a Caseros, no deja de crecer. Hacia 1916 ha llegado a las clases medias y en la actualidad empieza a conquistar a los intelectuales. Hoy en día es una verdad fuera de dudas que la conciencia nacionalista ha batido a su rival en el campo de la inteligencia. Para que el país llegue a la liberación completa sólo falta sacudir el andamiaje del extranjerismo (prensa, universidades, academias, partidos políticos, "factores de poder") que todavía subsisten.

  • [4] Conflicto y armonía de las razas en América.

  • [5] Al discutirse el Art. 7º de la Constitución de 1826  (sesión del 25 de septiembre).  

  • [6] Comentarios a la Constitución de la Confederación Argentina.