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SOBRE LOS TIEMPOS DEL "TIRANO
PRÓFUGO" Y LOS QUE LE SIGUIERON

   Los Colorados del Monte, junio de 2007.

   A don CARLOS FERNÁNDEZ.  

   Querido y paciente amigo:

   A este tema que trataré en seguida me lo ha pedido usted, de manera que apriete que va la marca y ha de brotar el humito. Haber si de esta forma, que se ve no hay otra, usted escarmienta de una vez por todas y me deja andar sin tanta literatura.

   Como usted recordará, siendo que fue por aquel entonces vecino de buena laya, que yo hice mi escuela primara, de tercer agrado en adelante, en la escuelita Fray Cayetano, que se encuentra sobre la calle del mismo nombre frente a la Plaza Flores y a una cuadra de Rivadavia. Allí tuve maestros excepcionales, que no quiero nombrar porque todos fueron mejores y los quise de corazón. Muy exigentes con el deber, pero paternales en el trato y conocedores de los límites de cada uno, incluidos los de ellos, lo que no deja de ser una virtud acrisolada.

   Así discurrían nuestros días tan felices, aunque una grave circunstancia contrapesaba nuestras almas. Porque aquellos tiempos eran los de la Segunda Tiranía; y a 30 minutos de colectivo de aquella escuela (o un poco más si se iba en los tranvías 5 ó el 49 que pasaban por Caballito), se encontraba sentado en su poltrona el Tirano Sangriento que trabajaba sin desmayos para nuestra infelicidad y la destrucción de la Patria.

   A media mañana de aquel entonces pasaba la portera enfundada en un flamante guardapolvo azul empujando un carrito de varios pisos. En los de arriba había una desigual vajilla de tazones con leche, algunas con matecocido (mi preferido), otras con té e iguales con cascarilla. En los estantes de abajo del carricoche se exhibían panecillos con membrillo, otros con queso y varios sin nada. De manera que cada uno hacía el menú según su gusto y paladar, aunque algunos quedaban con gusto a fósforo en la boca si llegaban tarde a la partija. Sin embargo había días en que todos los panes venían con su rodaja de membrillo (mi alegría); en otras oportunidades traían queso solamente y en algunas el pan pelado como lo había mandado don Pedro, que era el panadero que horneaba ahí nomás, contra las vías del Ferrocarril Sarmiento.

   Cada tres meses, aproximadamente, el Tirano Sangriento nos mandaba regalos, que normalmente eran libros de autores argentinos preferentemente, aunque a veces venían los de Emilio Salgari, Daniel de Foe y Julio Verne. También mandaba golosinas y en una ocasión juguetes para los de Primero Inferior y Primero Superior y pelotas de fútbol para los de Quinto y Sexto grado. La bandera argentina, que a mí me parecía inmensa, se izaba y arriaba siguiendo una rigurosa lista que llevaba el Director, de manera que a fin de año todos habían subido o bajado la enseña por lo menos una vez, aun los más pequeñitos. La maestra de Música acompañaba desde el piano estas ceremonias con alguna canción o marcha patriótica, enseñada por ella, y que nosotros coreábamos con fervor.

   Y así, rodando el sol por el azul del firmamento, llegó el tan esperado día en que cayó el Déspota Inhumano y por fin pudimos gozar de la Libertad. Primeramente nos dolió mucho que echaran a nuestro Director, que fue como un padre bueno para todos: se lo acusaba de haber sido un incondicional al régimen depuesto. Seguidamente echaron a dos de nuestros más queridos maestros por adoctrinar a la juventud en las ideas del Tirano Prófugo. Creo que toda la escuela los lloró y ellos también lloraron. En su lugar mandaron a dos docentes que nos dijeron, de entrada nomás, que ellos eran socialistas, aunque nadie sabía qué era ser un socialista. Recuerdo que andaban de traje negro, camisa blanca y no usaban corbata, sino un moñito de cinta negra como el que ostentan los protestantes. Al Padre Francisco, que era de la Basílica de San José de Flores, que está ahí nomás, no se le permitió el ingreso a la escuela: esto también nos afectó mucho porque este cura estaba todo el día con nosotros y era un amigo de ley.

   Como al mes de estos acontecimientos el Director hizo sacar todos los crucifijos del aula y, al salir un mediodía, nos dijo en la formación que las aulas no eran lugares para que se exhibiesen elementos de tortura (se refería a la cruz) y quien creyese en esas cosas debía ir a donde deben estar (la iglesia). Días después un par de albañiles con sendos martillos y cortafierros sacaron de su nicho a la imagen de Nuestra Señora de Luján que estaba en la entrada. La imagen, que estaba bendecida, estuvo tirada en un montón de escombros que había en el patio del fondo. Como nosotros corrimos a avisarle al Padre Francisco, éste encomendó a dos mujeres de la cofradía para que hiciesen el rescate, el cual se verificó con nuestra ayuda.

   Y así, como arrachadas, nos fueron llegando las brisas nuevas de la Libertad. Un ejemplo lo ilustrará mejor: en la esquina de Fray Cayetano (continuación de Rivera Indarte) y la avenida Rivadavia, había un quiosco atendido por un italiano rubio, de esos que vinieron escapando de la guerra. Cuando mi madre me despedía me daba una moneda de 20 centavos para que me comprase caramelos. Por esa moneda el gringo me daba, en los  aciagos tiempos del Tirano Prófugo, un puñado de caramelos de leche, de esos cuadrados, grandes, que me duraban toda la mañana. Y no pasó mucho tiempo que para comprar un caramelo tuviese que darle un puñado de monedas de 20 centavos. Así muchas cosas fueron cambiando en la Argentina hasta que supimos comer charaira y morder la lona.

   Bueno, pero mire don Carlos: le pido disculpas, porque siendo que una palabra trae la otra me le fui por las ramas. En verdad yo no le quería contar esto; sí no lo que sigue. Mi maestro de tercer grado quería uniformidad en el curso, seguramente por el asunto de los inspectores que se caían a la escuela cada dos por tres en la época de la Segunda Tiranía y los tenían al trote a los maestros. Entonces a comienzos de clase nos pidió que, dentro de las posibilidades de cada uno, comprásemos un cuaderno de 200 hojas Rivadavia que eran una novedad porque acababan de salir. Realmente un producto de muy buena calidad. Al día siguiente todos nos caímos con nuestro cuaderno y empezamos a dibujarle la carátula. Yo dibujé la cara de Perón con una bandera argentina detrás. Nadie me dijo nada.

   Intercaladas entre las hojas del cuaderno venían segmentos de la biografía de Bernardino Rivadavia. Una forma de homenajear al prócer. El autor de tales síntesis era anónimo y en algunas partes era tan breve, que solamente enumeraba las obras sin más ni más. En estas láminas estaba regolfándome cuando leo que Rivadavia creó la biblioteca pública, que antes me habían dicho a mí que la había fundado Mariano Moreno; también hablaba de los bienes que trajo al país la ley de enfiteusis, un robo sin asco a la Santa Iglesia Católica, y de ser el autor de una canción patriótica desconocida, que seguramente compuso don Bernardino entre las tres y las cuatro de la mañana de algún día, antes de firmar las sentencias de fusilamiento por la conjura de Alzaga. ¡Qué maravilla Goyo, qué maravilla! Este hombre se daba tiempo para todo, no de balde llegó a ser prócer. Tiempo después fusilarían de igual modo al General Valle y a los Coroneles Cogorno e Ibazeta. Pero no sé si en el ínterin Aramburu, con el Jefe de la Casa Militar, Paco Manrique, habrían hecho una canción patriótica.

   Pese a mi empeño, que usted sabe don Carlos no es poco, jamás pude encontrar una corchea ni una semifusa de la Canción Patriótica compuesta por Rivadavia que, según parece, lo único que sabía tocar era el timbre, y encima desafinaba. Si alguno la encuentra o la ha encontrado, por favor avísenme, no sean malos.

   Porque vea don Carlos que a los rosistas nos tienen catalogados como fanáticos, pero yo no conozco a uno que haya puesto entre las “obras” del Ilustre Restaurador los fusilamientos de Camila O’Gorman y del cura Gutiérrez. Por más que usted me diga que ella era una canalla y hereje y el cura un sinvergüenza y ladrón. No. Yo no vide esto. ¿Será acaso porque los rosistas tenemos más criterio o porque nunca se nos dio por hacer cuadernos?

   Lo dejo don Carlos por más que pataleé. Estoy leyendo los discursos de Menem y me vino de golpe flojedad de vientre. Hace unos días leí los primeros versos editados por Cortázar en 1938: casi muero de una disentería. ¿Sabe cuantos ejemplares tuvo esa edición de artista tan genial? Doscientos ejemplares, o sea menos que el Para Ti que leía mi abuela. Pero el librero, un mendocino, se quejó porque sólo pudo vender 100, y 100 le quedaron de clavel. Cortázar no se los pagó y le quedaron como él: de moco.

   Un abrazo querido amigo. Siempre en Cristo Nuestro Salvador  y María Su Madre Santa.

                                                                                                                                                                                    JUAN

                                                                                                                                                            Milico Corazón Azul y Blanco

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