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La ciudad de la Santisima Trinidad,

el Puerto de Buenos Aires y los portugueses

(¿La historia vuelve a repetirse o nunca cambió?)

Guillermo A. Eberle Patterson

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El primer acto

   Si hay dos entidades que se repiten asiduamente en nuestra historia son: las espeluznantes visitas de los piratas y las escalofriantes andanzas de los portugueses. De los piratas ya se sabe: poco se habla, porque los que escriben están al cabo de la calle: detrás de cada uno de estos malhechores, estuvo y está la Patronal que hoy, con toda lozanía, reina y gobierna. Y también se conoce que, empleado que habla mal del Patrón, poco futuro tiene. Entonces muchos pregoneros han hecho de escribir la historia un artesa: como el burro no se olvidan donde está el forraje, y se cuidan más de sacar los pies del plato que de remojarse en la cama.

   En cambio de los portugueses se ha hablado bastante. Comparativamente, desde luego Pero es asunto libérrimo hasta por ahí, no más, a pesar de que por ellos guerras hubo. Porque Portugal, pudiendo ser salón de baile y comedor por la opulencia de entonces,  prefirió ser dependencia de servicio y escusado de la casa, que del Mundo, hiciera su Graciosa Majestad Británica. De manera que tampoco es cuestión de ponerse a hacer rebatiña con el despojo de la Lusitania: porque se puede tocar sin querer a Su Majestad, y ya se sabe que, quien así lo haga, tiene los días contados en la tronchadota de cogotes. Hay que ser cautos por este lado a la vez de por aquel.

   Pero releyendo nuestra historia resulta que hubo dos tipos de portugueses. Digamos que dos modelos. Que  los separo de puro autoritario, porque nunca lo estuvieron en la realidad. De los que se discute pertenecen a cierto modelo. De los otros jamás nadie ha dicho ni puede decir nada, so  pena de ser pasado por el picador de carne rumbo a transformarse, de inmediato, en un chorizo empalado dorándose a la llama. Bien: Hernandarias de Saavedra tuvo que vérselas con estos últimos y así le fue. Hasta hoy mismo, en que el Túnel Subfluvial Hernandarias pasó a llamarse Uranga-Silvestre Begnis. Es decir: trocaron el nombre de nuestro primer prócer por el de un par de bribones de siete suelas, que bailaron, cuando todos estábamos de luto, hasta con un maricón disfrazado de María Antonieta con rulos incluidos, pero sin guillotina.

   Hace muy pocos días estuve trabajando en unos borradores viejos sobre un escrito que me pidieron unos amigos de allende esta costa. Sin querer, voy a darme con Hernandarias, y tras él con este asunto de los portugueses, que bien se ve en aquel entonces ya me había llamado la atención. Motivo por el cual paso a referir el asunto sin otro trámite.

Segundo acto

   Ocho años después de fundada la ciudad de Buenos Aires, el 1° de marzo de 1588, el licenciado Rufino Téllez, fiscal de la Audiencia de Charcas, escribía:

   “En las provincias del Río de la Plata se ha descubierto una nueva navegación del Brasil. Si este puerto (de Buenos Aires) no se cierra, se ha de henchir por allí al Perú de portugueses y otros extranjeros (…) porque cada día vienen navíos de portugueses con negros y mercaderías.”

   En ese entonces, Buenos Aires iba dejando de ser la ciudad de la Santísima Trinidad y comenzaba a ser “el puerto”. El trastocado no fue barato: y se puede decir que Sevilla fue a España, como Buenos Aires fue a sus hermanas del Río de la Plata. Ni en esto fueron originales, y transplantaron un modelo (inaugurado por una necesidad de la corona después de 1492) que, en aquel entonces, ya llevaba cerca de cien años y que terminó siendo la ruina económica de España y de sus posesiones ultramarinas (lo que en Sevilla costaba un maravedí, pasaba a América costando ochocientos).

Por las reiteradas quejas de otros puertos de España, Carlos V trató de cambiar esto abriendo nuevos ancladeros a la economía de Castilla (1526) con un éxito relativo. Porque los precios, los monopolios y los banqueros eran manejados desde Sevilla, y de allí bailaba el mono por sutiles piolines que se operaban desde Florencia, Nápoles, Génova, Amberes y Hamburgo, más con un tumor que ya se avecindaba llamado Cádiz, pegada luego a la Gibraltar británica.

   Como la adusta ciudad fundada por Garay no progresaba por la falta de mano de obra para trabajar la tierra (suertes de estancias) y manejar el ganado (no se pudo reducir a los pampas que aceptaron el Evangelio, “pero no cuidar vacas ajenas” como les dijo el cacique Bagual), de aquellos sesenta vecinos fundadores, en diez años se había pasado a quinientos o tal vez seiscientos habitantes. Y en el aspecto edilicio debió ser peor que el rancherío paupérrimo que pintara Acarette Du Biscay en 1658 (Relación de un viaje al Río de la Plata y de allí por tierra al Perú).

   De estos vecinos, la mayoría estaba empadronada en el Cabildo y formaban los alardes de la milicia cada vez que una vela extraña quebraba el horizonte, como fue el caso de Cavendish en 1588. Pero había otro grupo de habitantes domiciliados entre menestrales, artesanos y algunos estantes del Puerto de Santa María de Buenos Aires, todos ellos llegados por beneficios marítimos y comerciales. No eran los vecinos, eran los porteños, los abocados a los negocios del puerto, sin interesarles un rábano lo que ocurría a un tiro de arcabuz del muelle que no tuviese que ver con el chanchullo, el agio, la especulación, el robo y el contrabando. De manera que sin querer hemos encontrado una población que, pareciendo solidaria, estaba dividida: la vecindad trinitaria, aferrada a la tierra, y los porteños enganchados como garrapatas al negocio. Quien logre entender esto, puede llegar a deducir toda nuestra historia restante hasta el día de hoy.

   Como la corona española tenía otros planes para la ciudad de la Santísima Trinidad, ubicada en un lugar geopolítico envidiable, con un hinterland que entonces comprendía a toda la Pampa Húmeda, se dio cuenta, por los informes como el de Téllez que he citado, que en lugar de ser la ciudad cabecera de una gran empresa colonizadora y pobladora, pasaría a ser, de no mediar alguna medida, una factoría de mercaderes y un antro de traficantes inescrupulosos. Por este motivo el Adelantado Vera solicitó a la Corte el permiso para la introducción de quinientos negros de Guinea. Con ellos habría se suplirse la mano de obra inexistente por la negativa indígena.

   Con la medida se apoyaba a los vecinos feudatarios, aunque no se desalentó a los del puerto que, haciendo su jugada, también sacaron provecho de la medida auxiliadora. Y así, lentamente, el puerto se fue comiendo a la ciudad, hasta no dejar de la otra ni los huesos para los perros. Esta es la causa por la que la ciudad terminó teniendo el nombre del puerto.

   Después de cierto debate, en 1591 el Consejo de Indias aprobó la iniciativa. Deberían traerse los negros en barcas portuguesas (Portugal era posesión del Rey de España de 1589) y, para aprovechar el viaje, podrían llevarse de vuelta la harina de las chácaras y el sebo de los cimarrones de la pampa.

   La disposición fue cumplida, pero a la manera de los del puerto. En lugar de traer los portugueses el número fijado de esclavos, los transportaron de a miles en forma constante y no interrumpida para, luego de desembarcados, arrearlos hacia el opulento Potosí para su venta en riquísima plata que luego sacaban en retorno por el escasamente vigilado puerto de Buenos Aires. Los precios de los esclavos en el Potosí (en 1590: tenía 160.000 habitantes), alcanzaban un nivel que era imposible de conseguir por los miserables habitantes de la Santísima Trinidad (con unos 600 habitantes), y tampoco en ciudades de cierto desahogo como Lima (alrededor de 10.000 habitantes). Esta es la causa por la que no hubo negros en Buenos Aires y es lo que comentan admirados todos los cronistas y viajeros entre los siglos XVII y XIX. No fueron las causas que han inventado un montón de diletantes. Si nos diesen un dólar por cada macana que han dicho algunos delirantes de nuestra historia, en una semana pagaríamos la deuda externa.

   Establecido este negocio de pingüe beneficio, se instituyó rápidamente un collarín, cuya primera perla estaba en el puerto de Buenos Aires, pasaba por Córdoba y la última llegaba al Potosí. Los restantes aljófares estaban ubicados en las distintas ciudades por donde pasaba el arreo negrero. Las ganancias suculentas de los encargados de estos negocios en cada punto, y particularmente de los del puerto de Buenos Aires, contrastaban notoriamente con las obtenidas por los vecinos, labriegos todos, por las ventas de los producidos de sus chácaras, doblado el espinazo de sol a sol, quienes además debían cubrir los puestos de la milicia para la defensa de los corsarios y de las indiadas bravas, más con aquellos otros menesteres que eran considerados como carga pública.

   Por este motivo los vecinos trinitarios, los compañeros de Garay y sus descendientes despreciaban a los portugueses. Pero este desprecio tenía un trasfondo muy particular: los portugueses, aparte de mercaderes, eran todos cristianos nuevos, aunque más les vendría el nombre de marranos que les daban en España. Es decir cristianos de antigua fe mosaica o si se prefiere judíos que se decían conversos. Ellos, los vecinos antañones, no se dieron cuenta de  que con el correr de los años los recién llegados habrían de suplantarlos social y políticamente. Más aún, con el tiempo caerían en la cuenta del gran beneficio que se tenía al ponerse al servicio de los dueños del dinero, y pasaron a ser sus sirvientes.

Tercer acto

   Pero aparte del negocio negrero, que permitía un rápido enriquecimiento con un riesgo cero, los portugueses comenzaron a quedarse con los mejores solares urbanos haciendo una inversión miserable de riego nulo: prestaban dinero a los siempre apurados vecinos trinitarios, poniendo como garantía su propiedad. Como los vencimientos eran imposibles de cubrir por la usura sin conmiseración, porque se llegaba a pagar el interés del interés, estos amplios lotes terminaban en manos de los portugueses.

   Sin embargo se produjo un fenómeno digno de comentario. Inicialmente los portugueses no fueron por las chácaras ni las suertes de estancias como seguramente el lector estará pensando. Es decir, las medianas y grandes extensiones terrenas, sino por las propiedades urbanas. Y esto se puede explicar solamente arguyendo los siguientes motivos: no alejarse del puerto, aparentar cierto feudalismo y darse posición y lustre ante la vieja sociedad. De esta manera los portugueses fueron propietarios antes que vecinos, lo que no sé si tendrá parangón en la historia de otros países del mundo.

   Esta prosperidad cierta, atrajo a su vez a cientos, o tal vez miles, de esta colectividad de portugueses que llegaron para hacer la Patria. Porque arribados a la ribera en las sentinas de los barcos, harapientos y comiendo mendrugos, al poco tiempo deambulaban por las calles con vestuarios de grandes señores y, en menos que canta un gallo, ya tenían fijado su domicilio en la urbe. Después hay algunos que andan diciendo que los milagros no existen. Aquí les dejo uno para que lo comenten.

   El desprecio de los vecinos viejos hacia los portugueses no iba tan lejos como para que algunos no autorizasen el casamiento de sus hijas. De esta manera ellas salían de carpir la tierra, de azotarse en los solazos del estío, de vivir en ranchos de adobe y paja, y bañarse a los baldazos, para pasar a vivir en casas de ladrillos y a ser señoras de posibles. No me digan que es poca la diferencia. Sólo había que cambiar de colectividad.

   Y hablando de ella, su cabeza en 1599 era el judío converso Bernardo Sánchez (posiblemente el primer rabino del Río de la Plata), que retirado ya con una fortuna cuantiosa se hacía llamar Hermano Pecador,  y haría pública penitencia de su vida pasada. Mientras que su hijo, convertido en vecino  de influencia, casado con la hija de un antiguo poblador (Diego de Trigueros), llegaba a ser, con el irreprochable apellido castellano de Barragán, regidor perpetuo del Cabildo y una de las figuras señeras de la sociedad.

   En 1606 a Buenos Aires se la conocía secretamente como la Ciudad de los Judíos. Y no era para menos. Otros personajes han llegado hasta nosotros como el caso del acaudalado portugués y judío converso Diego López de Lisboa. Este había sido gerente del tráfico negrero en Córdoba y por sus buenos servicios lo mandaron a Potosí, que era donde se recogía el metálico que, al final de cuentas, era lo que interesaba para ser embarcado en Buenos Aires en naves inglesas que lo llevaban a Europa. Otro contrabandista de nota y metido hasta los sobacos en la empresa negrera era el piadoso Fray Francisco de Victoria, que fuera Obispo del Tucumán (uno de los puntos de estación del arreo de negros), judío converso para algunos de su tiempo, y marrano para sus correligionarios.

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