El
Virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros (1755-1828), fue la cabeza visible del
triángulo cuyos vértices estarían apoyados en los comerciantes usureros de la
City en Londres, sus operadores españoles en Cádiz y los mercachifles
arrastracueros del puerto de Buenos Aires. Esta triangulación, consecuencia de
Utrech, formada de 1714 en adelante por Incalaperra junto con una decena más
montadas en Hispanoamérica, se dedicaban con fervor al contrabando de
fruslerías, el saqueo de la corambre de las vaquerías y el fabuloso robo de la
plata del Potosí. Ya habían tenido su acto cumbre en las invasiones de la
Incalaperra en 1806 y 1807. Porque es bueno decirlo, para aquellos hechos
dolorosos, los ingleses no vinieron: los mandaron a llamar que es muy distinto.
Cisneros había llegado a Buenos Aires con instrucciones de invitar, muy
diplomáticamente, para que Liniers regresase a España. Los buhoneros manilargos
del puerto se habían dado cuenta que nada se podría hacer, de lo que después se
hizo (más de 40 firmas inglesas operando en Buenos Aires y con casas matrices en
Londres), con un Liniers en la ciudad. Entonces presionaron sobre los de Cádiz,
lupanar de la masonería, para que éstos, a su vez, lo hiciesen sobre la Junta
(que les debía plata a todos), designando como Virrey a un hombre “educado y
culto” (como querría después Rivadavia) que, a su vez, tendría la misión de
sacarse de encima a Liniers, dejándole el campo orégano al hatajo. Es la versión
remozada y rioplatense del cuento de Alí Babá y los cuarenta ladrones (aunque
aquí eran mucho más de cuarenta por el proceso inflacionario).
Con
la misma ternura diplomática con que le pidieron que se vaya, don Santiago, que
ya había cumplido sus 57 años, les pidió para quedarse. Una contrariedad en los
planes de la gavilla. Entonces Cisneros le hace jurar a Liniers la promesa de no
inmiscuirse en los asuntos públicos, y lo obliga a retirarse a un lugar distante
del epicentro de los negocios: Buenos Aires. Digamos que una cosa por
otra: en lugar de desterrarlo lo internaron, como se decía en aquellas
épocas. Pero con el mismo efecto: mantenerlo alejado “del progreso”. Aunque con
un poco de suerte, se podría morir en el olvido.
Este
juramento del Héroe de la Defensa y Reconquista, con treinta años de nobles
servicios a España sin interrupciones, es de donde se han prendido los
historiadores del Régimen Perverso con sus ataques de moralina, para decir que
Liniers recibió lo que se merecía por quebrantar un juramento. Y, ¿qué validez
tiene un juramento hecho ante esta versión remozada de Pilatos? La misma validez
que tiene la palabra devaluada del canalla que lo pide.
Liniers se trasladó a Córdoba donde compró una finca cercana a la localidad de
Alta Gracia. Los sucesos ocurridos en Buenos Aires el viernes 25 de mayo (fruto
de la tenida del 24 a la noche), llegaron a Córdoba el lunes 4 de junio.
Entonces el Gobernador Intendente, Capitán de Navío Gutiérrez de la Concha,
quien fuera jefe de le escuadrilla que transportó desde Colonia hasta el Arroyo
Las Conchas al ejército de Liniers para la Reconquista, se declara opositor al
pronunciamiento de Buenos Aires y arrastró tras de sí al Cabildo de Córdoba,
creándose el 6 de junio, ante la emergencia, una Junta Consultiva.
Para
constituir esta Junta, Gutiérrez de la Concha le pide a Liniers que se sume,
como ciudadano respetable y persona de honda raigambre popular, junto con el
Obispo Orellana, el oidor Victoriano Rodríguez, el deán de la Catedral, Gregorio
Funes y el tesorero de la hacienda pública, señor Moreno.
Hasta
aquí, aunque a los tumbos, estoy conteste con los historiadores vernáculos,
tanto del Régimen como no pocos militantes del revisionismo histórico. Porque a
partir de esta situación cada uno de éstos va dando su versión: que Liniers fue
un traidor; otros que un líder desertor; que cometió muchos errores; que no
escuchó las súplicas que le hicieran por carta Saavedra y Belgrano, e incluso su
suegro Martín de Sarratea; que quiso reivindicarse ante la opinión pública de
aquel incidente con el enviado de Napoleón, el Marqués de Sassenay (10 de agosto
de 1808); que era un agente napoleónico en Buenos Aires y, otros muchos, que
Liniers fue una mezcla de todo esto.
Confieso humildemente al lector que yo también me tragué estos sapos. Algunos
crudos y otros vuelta y vuelta en la sartén con ajo y cebollas. Porque si esto
escriben nuestros historiadores, cuya mayoría escribe para facturar, seguramente
no es cierto o por lo menos es motivo de revisión o de crítica histórica, si
prefiere el lector.
Liniers no fue un traidor, porque nunca comulgó con otra ideología que no sea su
lealtad a la Corona Española por la que terminó dando la vida; consecuentemente
tampoco fue desertor porque nunca estuvo adscrito a los complotados que había
producido el 25 de mayo; el único error cometido por Liniers fue el de dormir
con el enemigo: creerse que Cisneros era un virrey y no el cabecilla de un grupo
de quincalleros asociado a los ingleses; de las súplicas que le hiciera
Belgrano mejor no hablar: don Manuel (¡Oh, cuántas tiene en el debe el bueno de
don Manuel!), ya había hecho los borradores extremistas que servirían de base
para que el terrorista Mariano Moreno hiciese el Plano de Operaciones
(dado como secreto el 30 de agosto, según la copia en mi poder); las actitudes
de Liniers, respecto al Marqués de Sassenay, fueron suficientemente claras, y
la prisión que sufrió el enviado de Napoleón a manos de Elío fue injusta, prueba
de ello es que al ser remitido a Cádiz fue puesto de inmediato en libertad en
aquella ciudad y a Liniers jamás se lo molestó para preguntarle nada; etc.
Ahora
bien: ¿por qué Liniers –se preguntará el lector-, se opone a la Junta de Buenos
Aires, acompañado de insignes patriotas y leales servidores públicos, cuando le
hubiese sido más fácil aceptar el hecho consumado? Simplemente porque Liniers,
como antiguo vecino de la ciudad, aparte de haber sido su Virrey, conocía
perfectamente a cada uno de los integrantes de aquella Junta, lo que ellos
representaban y quiénes movían los hilos de estas marionetas. Aquellos no
representaban, precisamente, los intereses del pueblo, del rey ni de su
virreinato. Y si no me creen vean lo que sigue:
-
Miguel Azcuénaga,
militar, masón recalcitrante de los tiempos de Cabello y Meza, relacionado con
las familias más ricas de Buenos Aires en los inicios del siglo, terrateniente
y comerciante, fue el garante ante la burguesía porteña y los intereses de
la
Incalaperra,
de las finanzas de
la Junta de
Gobierno.
-
Manuel Alberti,
sacerdote, masón, con rico patrimonio personal, parte heredado de sus padres y
parte de lo que él había hecho con sus negocios clandestinos; intervino en las
reuniones conspirativas en la casa de Nicolás Rodríguez Peña (espía, masón,
asalariado de Su Majestad Británica hasta su muerte); ingresó a la Junta como
representante del clero criollo y como defensor de los bienes eclesiásticos
(y de los suyos desde luego).
-
Domingo Matheu,
comerciante catalán afincado en Buenos Aires, con conexiones internacionales
en Europa y, particularmente en Cádiz, sostenedor de las ideas del libre
comercio (recargando con un 300% las bagatelas inglesas), fue como tal el
representante de los comerciantes de Buenos Aires (los que, mayoritariamente,
eran ladrones y contrabandistas). Fue el garante ante
la Junta de los
comerciantes de la plaza de Cádiz
(uno de los vértices del triángulo).
-
Juan Larrea,
catalán como el anterior, comerciante de los llamados frutos del país y
también armador, estaba seriamente comprometido con los grupos ingleses
a los que siempre fue obediente. Es considerado como el banquero de
la
Junta de Mayo.
-
Juan José Paso,
abogado, amigo íntimo de Moreno, vinculado a los intereses ingleses en el Río
de la Plata. Este personaje es todo un misterio: ¡permaneció en el gobierno
desde mayo de 1810 hasta la llegada de Rosas que lo echó! Poco o nada se sabe
de su vida porque todos sus papeles públicos y privados han desaparecido
cuidadosamente. Pero en verdad: no se sabe por qué fue incluido en
la
Junta, quedando solamente en pie sus vinculaciones con los comerciantes
británicos.
-
Mariano Moreno,
abogado (el ausente durante las invasiones inglesas y el mudo del Cabildo del
22 de Mayo), representó a los intereses ingleses, con la habilidad de
presentarlos como españoles. Carlos Roberts lo llama excelente abogado del
comercio
inglés y abogado de última hora. El acercamiento ideológico con
Castelli (primo de Belgrano), proviene de que
ambos eran abogados de los ingleses en el Río de la Plata. Moreno se destacó
en la ignominia que se llamó Representación de los Hacendados (en
1809, con patrocinio del Virrey Cisneros donde hizo el papel de chancho
rengo), y Castelli en varias defensas de comerciantes ingleses sorprendidos en
el delito de contrabando o en el quebrantamiento de leyes consagradas. Cuando
Moreno envía a Castelli al norte como comisario político, se quedó con
el partido de él en Buenos Aires, y lo superó en los planteos de libre
comercio a favor de los buques de bandera inglesa.
-
Manuel Belgrano,
abogado y economista aficionado, con amplias y fuertes vinculaciones con
comerciantes del Paraguay y ganaderos del Uruguay. Esta es la causa de la
aparición, de la noche a la mañana, del Belgrano militar en la campaña al
Paraguay y su posterior traslado a
la Banda
Oriental,
cuando en realidad se había destacado como abogado y economista. Se
sabe que Belgrano redactó la introducción y confeccionó el boceto del Plano
de Operaciones citado más arriba. Moreno al componerlo, respetó la
introducción belgraniana y, en línea generales, su proyecto, aderezándolo
luego con sus crueldades propias de Caracalla. Pero don Manuel conoció el
documento: a esto no hay quien lo niegue, como se sabe que no abrió la boca
para oponerse ante semejantes barbaridades. El documento, encontrado por
casualidad en Sevilla por don Eduardo Madero a fines del Siglo XIX, está
redactado en tono canallesco, subversivo y terrorista: después me vienen a
hablar del Proceso de Reorganización Nacional que es un bebé de pecho al lado
de don Mariano y de don Manuel, ¡que son próceres indiscutidos!
Dios
Santísimo: ¿para qué me haces conocer estas cosas? ¿Acaso yo no sería más feliz
de otra forma? Pero: hágase Tu Voluntad y no la mía. Prosigo entonces.
Llegado a esta altura, le pregunto al lector: ¿y usted que hubiese hecho? ¿Tal
vez adherirse a esta Junta, o haría lo que hizo Liniers, después Artigas y
finalmente Alzaga? Diga usted. Porque después de todo lo que hizo el Cabildo de
Buenos Aires fue tomar la decisión de crear una Junta municipal de gobierno.
Le correspondía luego invitar a las demás provincias hermanas a un congreso
revolucionario para lo cual, cada una de ellas, debía dar, como requisito
previo, un golpe político como el de Buenos Aires. De esta manera
la Primera
Junta hubiese sido nada más que una promotora de la revolución nacional.
Esta actitud de Buenos Aires de arrasar con las autonomías provinciales y
municipales se repetiría constantemente, se reflejaría en la Constitución
Nacional y se puede ver hoy en día, donde los Gobernadores, pero
fundamentalmente los Intendentes Municipales (donde reside la auténtica
soberanía popular), son felpudos del gobierno central.
Desbandada la tropa de Liniers y Gutiérrez de la Concha al primer amague,
siguieron los dos fugitivos con sus amigos, sin una escolta que les brinde
protección, y se refugian en Villa del Chañar, a unas 50 leguas de Córdoba. Allí
los alcanza y detiene el Capitán José María Urien, que los venía rastreando,
quien comete la arbitrariedad de tratarlos con todas las brutalidades que uno se
puede imaginar, incluidos los azotes. La Pasión
de don Santiago de Liniers
había comenzado en manos de los esbirros del Robespierre porteño, Mariano
Moreno: el que en la noche del 25 de Mayo lloraba sentado en las escaleras del
Cabildo por las represalias que habría de tomar el rey contra ellos a su regreso
“por majaderos”. Esta es la verdadera causa de su misterioso viaje a Inglaterra
que dijeron lo hacía en misión diplomática: le aterrorizaba la idea del regreso
del rey. En verdad fue un exilio disfrazado con misterios, como su muerte que
resultó de un fecaloma: hacía una semana que no iba de vientre y el capitán
inglés le suministró un purgante fenomenal. Una hora después estaba con una
peritonitis y se fue por la avenida ancha sin semáforos. Pero volvió reencarnado
en los periodistas que tenemos que lo han tomado por apóstol.
Detenidos los cabecillas del desacato, debería corresponderse con el final de
este triste capítulo de nuestra historia. Pero no fue así, porque es realmente
aquí donde comenzó. Porque, ¿qué hacer con Liniers, el Gobernador Gutiérrez y el
manojo de amigos encadenados? A Córdoba no los podían regresar, porque muchos de
los soldados patricios que formaban los regimientos a las órdenes del Coronel
José Antonio González Balcarce admiraban y amaban a Liniers y a Gutiérrez por
haber luchado codo a codo con ellos en las jornadas de 1806 y 1807. Algo
parecido ocurriría con la población civil, memoriosa del trato paternal y
deferente de Liniers durante su virreinato.
Entonces, ¿qué
tenemos por aquí? Tenemos un problema insoluble a nivel de dirigentes. El mismo
problema que se les repetiría con Artigas, Alzaga, Dorrego, don Juan Manuel y,
si el lector quiere, el de Perón: su inmensa popularidad. ¿Qué hacer con
un tipo que supuestamente hace lo que no debe hacer y sin embargo goza de
abrumadora popularidad? La respuesta no está en los manuales liberales,
ni en las películas de Hollywood de yanquilandia, donde el derrocado es un
tiranuelo de cuarta. ¿Qué hay que hacer con un tipo en cuya contra se han
ensayado todas las argucias y todas ellas, de a una, han ido fallado? A este
tipo hay que matarlo, porque la popularidad para los liberales es un bien
peligrosísimo. A Liniers y Dorrego, El Coronel Arrabalero, les
costó la vida. El Restaurador se les escapó con un hilo de la pata. Y Perón se
salvó de milagro, si se tienen en cuenta desde bombardeos hasta una docena de
atentados, comenzando por el de Villa Rica en Paraguay.
En verdad la Junta
municipal de Buenos Aires, vulgo llamada Primera Junta, ha pensado en el
destierro, medida que se le aplicó al compinche Cisneros con todo éxito,
pero que con don Santiago sería un fracaso. Alguien ha madurado en hacerlo
desaparecer, pero es imposible porque ya todo el mundo sabe que está en manos de
sus captores. Reverdece entonces la idea de asesinarlo, pero cómo. Envenenarlo
sería muy evidente. A un iluminado de la caterva se le ocurre simular un malón
de indios que atacarían la caravana y lo asesinarían sin misericordia. En los
alrededores de Buenos Aires hay muchos indígenas que por una damajuana de
aguardiente serían capaces de despellejar a su madre. Pero ocurre que a ¡don
Santiago de Liniers también lo quieren los indios porque ha sido muy compasivo
con ellos! Entonces, si una salida “culta y educada”, resuelven matarlo ellos
mismos. Fusilando de esta manera se cargarían de poder coercitivo, desalentando
resistencias latentes: digamos que a lo Valle, Cogorno e Ibazeta el 9 de junio
de 1956.
Llega a Córdoba el
decreto para la ejecución. La población recibe la noticia con claras muestras de
disgusto. El Coronel Balcarce y el gobernador interino nombrado por la Junta,
que fue Juan Martín de Pueyrredón, se enteran que el Regimiento de Patricios,
alojado en la casa de Ejercicios Espirituales, se está por sublevar para
rescatar a Liniers. Les cierran todas las puertas y les colocan tres regimientos
a su alrededor para que nadie salga ni entre. Unas 100 religiosas y religiosos
que allí prestan servicios padecen la cuarentena, aunque son completamente
inocentes: es la primera herejía de las muchas que luego harían en el Alto Perú
contra la Santa Religión. Ortiz de Ocampo hace como Pilatos: se lava las manos y
decide remitir al prisionero a Buenos Aires. En realidad le tiene miedo a la
pueblada y algunos regimientos que no le han querido rendir honores.
La Junta se entera
de esto y resuelve que Liniers no debe entrar en Buenos Aires. Para ello
acuerdan que Castelli y French, con algunos efectivos del Regimiento Estrella,
salgan al encuentro de la columna y fusilen a Liniers donde lo encuentren. Sin
embargo aparecen otros problemas, aparte del cáncer de lengua que lo tiene mal a
Castelli, los soldados del Estrella ponen las cosas en claro: ellos acompañan
pero no fusilarán a Liniers. Los comisionados alcanzan la columna que viene de
Córdoba en Cabeza de Tigre, una posta a la altura de Cruz Alta. Allí los espera
otro frentazo: los soldados de la escolta que traía a Liniers, también se niegan
a fusilarlo. ¡Estos negros de mierda, siempre creando problemas! No, si es como
decía Sarmiento: es una raza maldita. Porque no habían nacido debajo de una
higuera como él.
Pero alguien había
sido más previsor que todos estos complotados para asesinar. En Córdoba vivían
desde hacía unos dos o tres años un número considerable de soldados ingleses que
fueron internados después del escabroso asunto de Luján. Algunos tenían
chacra, familia y otros se habían afincado definitivamente. Alguien los habló y
ellos aceptaron fusilar gustosamente a Liniers, el autor de su derrota, su
prisión, su internación y su vergüenza. Y previendo que pasaría lo que pasó los
llevaban a la cola de la columna.
Y así fue como en
la mañana del 26 de agosto, el mes de la Gloriosa Reconquista, de 1810, una
docena de soldados de su Graciosa Majestad Británica fusilaron a don Santiago de
Liniers, cubierto de sangre por los castigos y cinco de sus compañeros todos
malheridos. El tiro de gracia se lo dio French, el cartero de Buenos Aires,
devenido ahora en Teniente Coronel de la noche a la mañana, el que fuera enlace
entre las logias masónicas montadas por Rodríguez Peña y el cura Agüero. En las
ropas de Liniers se encontró su despacho como Virrey firmado por el rey, que
Castelli ordenó quemar: estaba el papel tinto en sangre.
A esto último lo
descubrió el historiador Julio Lafont al que por poco lo matan. Pero jamás
pudieron desmentirlo, hasta el día de hoy porque está muy bien documentado. Al
resto, que no es de Lafont, los invito a los historiadores a que me desmientan.
Pero, ¡cuidado!, porque a lo mejor no me callo de cosas que aquí he callado.
VOLVER AL
ÍNDICE DE "HISTORIA"
kkkkkkkkkkkkkkkkkkkkkkkkkkkkkkkkkk
|