Extraño caso el
de Daniel Scioli. Ha sido menemista, duhaldista y kirchnerista sin
que nadie haya tomado mal sus sucesivas metamorfosis, lo que en el
antropófago mundillo político de la Argentina es un auténtico
milagro. Además, pocos dudan que Scioli, con el desparpajo que
siempre lo ha caracterizado, podría aliarse mañana con Mauricio
Macri, Ricardo López Murphy, Roberto Lavagna, Elisa Carrió o
cualquier otro presunto presidenciable de la derecha, izquierda o
centro, aunque tal vez en adelante no tenga ninguna necesidad de
acoplarse a tales figuras puesto que parece ser perfectamente
capaz de recoger por sí solo los votos suficientes como para
mantenerse en la cumbre. De tomarse en serio las encuestas de
opinión, Scioli ocupa el tercer puesto en la liga política
nacional detrás de los integrantes de la pareja presidencial, pero
es legítimo sospechar que no le costaría mucho trepar al segundo
y, de cansarse la gente del estilo atrabiliario patentado por
Néstor Kirchner, erigirse en el más popular de todos.
¿A qué se debe tanto éxito? En parte a la amabilidad que le permite
congeniarse con una variedad extraordinaria de personas, desde
empresarios norteamericanos hasta progresistas criollos que se
sienten en guerra contra el imperio, desde las damas de la
oligarquía más rancia hasta los toscos intendentes del conurbano
bonaerense. A diferencia de su jefe actual, Scioli no suele
ofender a nadie. Antes bien, les brinda a los interlocutores de
turno la impresión de que entiende muy bien sus preocupaciones y
que se dedicará en seguida a solucionar los problemas que los
obsesionan. Se trata de un talento que para un político
profesional es muy útil y que muchos procuran cultivar, pero que a
juzgar por su trayectoria el vicepresidente tiene inscrito en su
código genético.
Otro motivo del éxito evidente de Scioli consiste en que sus
congéneres propenden a subestimarlo, a imputar su ascenso a nada
más que la suerte. Puede que estén en lo cierto quienes piensan
así y que en efecto Kirchner haya obrado bien al aceptarlo como
compañero de fórmula en el 2003 por querer verse acompañado por un
hombre que nunca jamás soñaría con tratar de hacerle sombra, pero
la verdad es que a esta altura sorprendería que Scioli no haya
fantaseado con aprovechar su buena imagen aspirando a algo más que
la vicepresidencia seguida, es de suponer, por la gobernación de
la Provincia de Buenos Aires. Al fin y al cabo, se creen
presidenciables muchos políticos cuyos índices de popularidad
apenas llegan al diez por ciento del ostentado por él. Scioli jura
que no le interesaría subir otro peldaño, pero ocurre que hasta
los políticos más ambiciosos siempre hablan de esta manera.
Se dice que
Kirchner es muy consciente de que tarde o temprano la moda
política cambiará y que después de la fase –que espera resulte ser
insólitamente prolongada– de predominio populista, progresista y
centroizquierdista que estamos viviendo vendrá otra signada por el
regreso de los conservadores liberales, razón por la cual
preferiría dar un paso al costado al fin del año, dejando las
tareas gubernamentales en manos de Cristina, para poder
concentrarse hasta el 2011 en reestructurar el PJ para que aquel
revoltijo variopinto refleje mejor sus propias prioridades. Sean
ciertas o no las versiones en tal sentido, el presidente no se
habrá equivocado si da por contado que el péndulo ideológico
continuará oscilando y que, tal y como están las cosas, es
probable que los próximos que sean beneficiados por sus
movimientos sean los centroderechistas.
Para Kirchner y sus colaboradores, el eventual repliegue así
supuesto ha de ser motivo de inquietud: aunque sus propias
credenciales progresistas distan de ser convincentes, han
insistido tanto en exhibirlas que les sería difícil transformarse
en conservadores confesos. En cambio, para Scioli el asunto
carecería de importancia. Como ha mostrado en muchas ocasiones
desde que Carlos Menem hizo de él uno de los logros más notables
de lo que después se daría en llamar la transversabilidad, Scioli
sabe flotar por encima de las corrientes ideológicas. Si los
vientos soplan hacia la izquierda, los deja llevarlo a dicha zona
política con la misma tranquilidad que manifestaría si comenzaran
a soplar hacia la derecha. Puede suponerse que en el fondo tiene
mucho más en común con Mauricio Macri, digamos, que con Kirchner,
pero no es hombre para sentir angustia por pormenores de esta
especie.
A inicios de su
gestión, los kirchneristas, instigados por Cristina que es la
ideóloga de la familia, intentaron expulsar a Scioli del redil.
Fracasaron. El intruso optó por mantener un perfil bajo a
sabiendas de que sus verdugos en potencia no se arriesgarían
provocando una crisis constitucional fenomenal que podría
costarles muy pero muy caro. A partir de entonces, merced a la
afabilidad por la que es famoso, Scioli consiguió consolidarse
hasta tal punto que, luego del balde de agua helada que le tiraron
los misioneros, a Kirchner se le ocurrió que sería una idea genial
postularlo para suceder en Buenos Aires a Felipe Solá, la víctima
más eminente del nuevo tabú reeleccionista. Aquella maniobra
sembró pánico en las filas opositoras porque temieron que Scioli
podría arrasar sumando los votos de macristas convencidos de que
pese a su cargo actual es en realidad un centroderechista a los
proporcionados por los peronistas movilizados por la maquinaria
clientelista bien aceitada del oficialismo. También desconcertó a
los porteños que hasta entonces creían que Scioli se conformaría
con probar suerte en su ciudad.
Todos concuerdan en que fue muy astuto de parte de Kirchner
persuadir al vice que le aguardaba un destino bonaerense. No sólo
logró desbaratar los planes de los macristas y otros que pensaban
que con Solá eliminado tendrían una buena posibilidad de adueñarse
de un distrito clave, sino que también tendió una trampa sutil a
un hombre que andando el tiempo podría ocasionarle muchos dolores
de cabeza. Por cierto, Kirchner no tiene intención alguna de
repetir el error de Menem que, cuando entregó Buenos Aires a
Duhalde, le aseguró que tendría bastante dinero como para
manejarla con comodidad además, claro está, de construir para su
propio uso un aparato político imponente. Si Scioli gana en la
provincia, cuyas finanzas ya están haciendo agua, dependerá por
completo de la largueza de la Nación, es decir, del ocupante de la
Casa Rosada, de suerte que no le convendría en absoluto emular a
Duhalde tratando de convertirse en un barón territorial con la
capacidad de enfrentarse con cualquier presidente.
Además de salir
airoso del trámite electoral, antes de mudarse a La Plata Scioli
tendría que superar una barrera constitucional que en un país
cuyos dirigentes fueran más respetuosos de las reglas le impediría
presentarse. Pero aunque Chiche Duhalde y otros caciques
opositores están protestando con furia porque a menos que Scioli
fuera un niño tan prodigioso que alcanzó la mayoría de edad a los
trece años no tiene ningún derecho a aspirar a ser gobernador de
su provincia, es de presumir que los abogados kirchneristas sabrán
demostrar que sería groseramente inconstitucional tomar al pie de
la letra lo que dice con claridad la Constitución bonaerense. E
incluso si, para asombro de muchos, los bonaerenses deciden
anteponer sus leyes a la voluntad de Kirchner, éste por lo menos
tendría la satisfacción de ver caer a tierra a Scioli, si bien
entendería que gracias a la capacidad excepcional del
vicepresidente para sobrevivir con elegancia a desastres que
hundirían a otros mortales, podría recuperarse del traspié con
rapidez inverosímil.
Para Kirchner y su esposa es sin duda frustrante la presencia
cercana de un hombre como Scioli cuyo atractivo se basa en que en
opinión de los demás sus atributos son radicalmente distintos de
los suyos. No finge ser progresista. Nunca es agresivo. Se lleva
bien con Menem y, hasta hace poco, con los Duhalde. No tiene por
qué sentir odio por los militares: es de suponer que como tantos
otros adolescentes de su condición fue amigo del Proceso durante
al menos algunos meses. A su modo, Scioli es un porteño típico de
la clase media adinerada, aunque para no levantar ampollas
prefiere definirse como "un muchacho de barrio" sin ambiciones
exageradas. Sea como fuere, es innegable que la imagen que
proyecta el ex deportista le ha servido para convertirse en una de
las estrellas más relucientes del firmamento político nacional,
una que, de apagarse ciertas otras, podría brillar todavía más, lo
que no necesariamente sería bueno ni para él ni para el país
porque gobernar la Provincia de Buenos Aires, para no hablar de la
Argentina, requiere cualidades que acaso no posea. Si en realidad
es tan liviano como le gusta hacer pensar, los resultados de una
hipotética gestión sciolista serían a lo mejor mediocres; a menos
que le sonriera la coyuntura, podrían ser catastróficos
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