Los Colorados del Monte,
agosto de 2007.
Carta
a don ALBERTO BUELA.
Estimado
amigo; distinguido compatriota:
Sepa
usted que, de manos de don Carlos Fernández, he recibido hace muy
poco un artículo suyo que trata sobre la Revista Ñ del
diario Clarín, coronado por una expresión de aquel maestro
incomparable que fuera don José Luis Torres, a quien llama el
Fiscal de la Década Infame y yo lo he bautizado como El
Ultimo Periodista, porque detrás de él vinieron otros, mas no
de su tenacidad y su pluma.
Verá
usted que hace tiempo que no recibo un artículo tan bueno: de
extrema sencillez y de gran profundidad, es decir, como siempre
concluye siendo la verdad. Lo único que me ha llamado la atención
de aquel escrito, son sus juicios, que desde luego le son poco
favorables, sobre ese diletante llamado Alejandro Rozitchner
(observe que la mitad de su apellido es igual al de nuestro
Presidente, que también es del plantel hebreo), al que denomino
sin más remilgos el Campeón del Silogismo y el Paladín
del Sofisma. Si usted toma sus proposiciones retorcidas para
silogismear (como decía Leopoldo Lugones), mechadas con las
conclusiones mentirosas, tipo de las de la escuela de Elea, la
patria de Zenón y de Parménides, para sofismear (como dice Juan
Pampero), y las expone en un lenguaje vulgar, con gestos
chabacanos y ademanes de un basto para hacerse el popular, obtiene
un Rozitchner químicamente puro. Y así son todos los de la
sinagoga que usted cita: de la misma laya y materia. Aunque entre
ellos hay algunos peligrosísimos, con mohines doctorales capaces
de convencer al cabeza dura más aventajado y a otros de cedazo
fino en el intelecto.
Viendo
este exordio usted se estará preguntando que tiene que ver su
artículo con el retrato con que he adornado la portada, y que
hiciera Max Wulfart (otro paisano) de este prócer alrededor de
1921. Bueno, le diría que mucho, como verá por lo que sigue.
Don
Alberto Einstein (nuestros periodistas gustan llamarlo Albert
que es más fino), es un hijo Elegido y Predilecto del
Señor de Israel. De manera que desde ya sean dados loas y
alabanzas, respetos y genuflexiones. Y, mientras quemo incienso en
mi sahumerio y lo revoleo para esparcirlo, le digo que vivió en
este mundo, como usted puede colegir, 76 años, que no es poco si
se mira bien, y más para un 1955, cuando la expectativa de vida de
una persona andaba arañando los 55 años.
Sepa
usted, estimado y admirado amigo, que hubo un tiempo en que me
dediqué a leer la biografía de cuanto hombre famoso existió en
este Valle de Lágrimas. Entiéndame: un berrinche, un pasatiempo,
que me tomó un tiempo y me largó hilachiento como soy. Porque en
término de aventar vacilaciones, junté más de ellas, y en lugar de
alegrías, recogí tristezas. Es así la cosa. De esto yo le podría
redactar un buen panfleto como para que usted tome el sueño en una
tardecita de estío con 40° C a la sombra. Pero no es la finalidad
de esta carta. Motivo por el cual concentro mi lupa en un asunto
más específico.
Si usted
se toma el trabajo de leer la vida de Galileo Galilei y de Isaac
Newton, por ejemplo, aunque también lo podríamos meter a mi tocayo
Leibniz, que son todos contemporáneos con un poco de indulgencia,
le resultarían ya dos cosas: la primera y más importante, que son
hombres que dedicaron sus vidas enteras a la investigación y, la
segunda, que las ideas de uno fueron continuadas por los otros, o
trabajaron sin saberlo sobre un mismo tema, como es el caso
irrepetible de Newton y Leibniz que descubrieron juntos las
operaciones trascendentes (las que trascienden el álgebra, es
decir el cálculo infinitesimal).
A su
vez estos hombres, tremendamente empecinados, murieron en la
búsqueda de expresiones y desarrollos matemáticos, y no conforme
con esto dejaron para la posteridad un buen número de obras
escritas, que son las madres de las que hoy tenemos y usamos
diariamente. Entonces, viendo esta continuidad, se justifica el
decir, por ejemplo, que los tres son los padres de la
Mecánica Clásica. Más aún, cuando se trata de cualquier tema
de la Mecánica Clásica (la mecánica de este macro
mundo en que vivimos), no se puede dar más de dos pasos sin
mencionar a alguno de estos tres sabios (por el escolio tal, el
principio aquel o la ley cual). Quiero decirle con esto que veo en
ellos, por sus vidas, una gran coherencia. Pero no son los únicos
desde luego. Fíjese usted en un Gauss, El Príncipe de las
Matemáticas: ¿dónde encontrará, mi amigo, una vida enteramente
dedicada a la investigación como esta? Y se murió en esta ley:
investigando, resolviendo, aconsejando, ideando sistemas, dando
métodos, corrigiendo errores y recogiendo aplausos de la Academia
de Ciencias. Tal vez usted quiera otros ejemplos, entonces le cito
a un Pasteur, o bien a laureados Leloir y Houssay que son
nuestros.
Pero
fíjese que con don Alberto, estas cosas no ocurren. Es
completamente excéntrico o atípico si prefiere. Pésimo alumno en
las escuelas elementales, lo fue igualmente en las superiores, al
extremo que una de ellas aconseja su expulsión por el enjambre de
aplazos que tenía. Y su talón de Aquiles era, justamente, todo lo
concerniente a lo físico-matemático, es decir el campo donde él
brillaría y por el cual obtuvo el Premio Nóbel en 1921. Cuando
irrumpe en 1907 con su teoría, tenía 28 años, y nadie conoce que
haya publicado trabajos anteriores o cuente haberlo visto
trabajando en las primeras hipótesis, supuestos y enunciados como
puntos de partida. No tuvo compañeros, colegas o discípulos que
hayan testificado su ímproba labor. Nada. Tampoco se lo conocía en
aquel reducido mundillo de la ciencia especulativa, y la prueba de
ello es que al hacer su primera publicación nadie le llevó el
apunte, simplemente porque era un Juan de los Palotes. Antes bien,
en esos 28 años era conocido como un calabacín trotacalles,
mamerto, mujeriego y trasnochador, y no como un científico. Con su
segunda publicación, que creo fue en 1917, le pasó lo mismo. Pero
en 1920 se hizo ciudadano norteamericano y un año después le
darían el Nóbel como galardón y premio a sus esfuerzos. Una
casualidad salida de yanquilandia.
La
teoría de Einstein vino a modificar la Mecánica Clásica (galileo-newtoniana)
y da paso a la Mecánica Cuántica, base y sustento de la
Teoría Atómica en la cual él, siendo el papá de la criatura,
no hizo ni un solo aporte. Igualmente modifica la Ley de la
Gravitación Universal de Newton. O a la Geometría de los
Espacios Curvos superadora y distinta de la euclideana,
en donde don Alberto no participa, no existe. Es decir de las
consecuencias de sus enunciados se dieron cuenta otros. El, el que
más sabía del estofado, no. Ni una carilla escribió. Desde 1921
hasta su muerte en 1955, es decir unos 34 años, don Alberto no
enunció ni anunció nada. Se hizo pacifista y embajador itinerante
de la paz del país que le arrojó dos bombas atómicas al Japón. No
me diga que no era un alma caritativa. Como el judío Truman que
las tiró.
Cuando
muere en 1955, dice que estaba trabajando sobre las constantes C,
H y G (eléctrica, magnética y de la gravitación). Nadie conoce a
qué resultados llegó, que seguramente fue ninguno, porque es como
tratar de demostrar la relación que existe entre la naranjada y el
somormujo tibetano. Porque usted sabrá que donde aparece una
constante es porque se acabó la matemática. Las constantes, sean
del orden que fueren, son de origen empírico esencialmente. No
existe la constante deducida a partir de. Hay
que ir al laboratorio, sala de ensayos o bancos de pruebas. No le
queda otra. De manera que es esta otra patraña.
Este
caso de Einstein (en alemán sería una piedra, y no
ladrillo peludo como han sugerido algunos), viene a romper la
tesis que dice que los judíos jamás inventaron nada, ni son dueños
de ninguna cultura, sino que copiaron todo y lo que pudieron se lo
robaron. Es como el caso de los filósofos que usted cita con sumo
detalle. Sus biógrafos son todos saltimbanquis circenses: hay
profundidades en la vida de este judío que las pasan al trote como
su niñez y adolescencia en su Ulm natal; sus relaciones con la
señorita Webster, una hermosa alemanita, católica, profundamente
enamorada de este esperpento, y brillante física-matemática, se
nominan como un chichón en el asfalto. Dicen las malas lenguas que
la Webster es la descubridora de la Teoría. No sé. Lo del
paisano Einstein es tremendamente raro. Le repito: con amenaza de
plagio como los filósofos de su artículo. Pero vaya usted don
Alberto a ponerle el cascabel a este gato sin que se lo coma. La
Liga Antidifamatoria y la Logia B’Nei Brito, a la
cual Einstein pertenecía (se hizo masón en Austria en 1914),
caerían sobre usted para hacerse un salpicón de repollo y perejil.
Le mando
un abrazo y saludo a nuestro estilo. Que Dios lo cuide y lo
proteja, y su Santa Madre lo cobije con su manto Celeste y Blanco,
que son los colores de la Patria Amada.
JUAN, Milico con
Pésimos Antecedentes
|