Los Colorados del Monte,
agosto de 2007.
Carta a don RODOLFO.
Mi buen amigo y leal camarada:
¿Así que anduvo por Corrientes? Es decir, pasó por aquí y no me
vino a saludar, para intercambiar unos yerbeados y recordar los
tiempos idos y cuerear un poco los por venir. A menos que haya
viajado en avión, en cuyo caso queda perdonado. De no ser así, me
veo en la obligación de aplicarle un correctivo: va a tener que
pagar un copetín machazo como para que yo quede conforme, lo que
es equivalente a dos almuerzos en el Sheraton. Ya lo sabe.
Me
alegra que le haya gustado mi anterior. Comparto con usted y con
don Carlos que el tema tiene mucha más tela para cortar. Bueno,
¿qué quiere que le diga?: salió así. Pero el discurso de Isabel y
la bendición de Monseñor Tortolo, son demasiado elocuentes como
para que yo, en el papel de meterete, me ponga a agregarle
cosillas por aquí y por allá.
Lo
que le pasó a usted el 24 de marzo de 1976, creo que nos pasó a
todos. Con altibajos, desde luego. Por eso Dios nos hizo
distintos, para que no nos volvamos holgazanes y tengamos el alma
siempre tensa como las cuerdas de un violín sonador. Creo que la
reacción de todos fue de gente honesta: pensar bien. Aunque
el sur cargado anunciaba un vendaval, pero no de agua sino de
orines, que finalmente cayó sobre todos sin asco.
Y
releyendo su carta me recordé un segmento de mis Memorias
Dispersas, que no está editado y no sé si algún día se
editarán. Este escrito surge de charlas nocturnas tenidas con mis
hijas. Ellas grabaron lo que les iba contando, luego lo pasaron en
limpio, lo pulieron y me lo entregaron para que los corrigiese.
Este segmento dice así:
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De
esta manera llegamos al día viernes 19 de marzo de 1976. Como a
las nueve de la mañana pasó por el aula el Director de Estudios y
el Jefe de Curso, para comunicarnos que a las diez tendríamos una
reunión con nuestro General en el Salón de Actos. Y reunidos que
estuvimos, nuestro Director, rodeado a izquierda y derecha por su
Plana Mayor, nos anunció que estaba en marcha un golpe de Estado,
porque la situación del Estado Nacional era insostenible y que la
corrupción generalizada estaba acabando con las reservas morales y
materiales de la Patria. A nadie le sorprendió los motivos ni este
anuncio, porque recorría las calles y la primera plana de los
diarios de por lo menos quince días atrás, o tal vez más. Sin
embargo y por el momento el dicho golpe no tenía fecha por lo que
debíamos esperar órdenes, que seguramente vendrían de él en
persona. De todas maneras nos adelantó que cada uno de nosotros
iría a cubrir puestos en distintos lugares.
El
lunes 22, aproximadamente a la misma hora, volvió a hacerse otra
reunión con los mismos protocolos, y precedida la reunión con una
arenga muy parecida a la del viernes, nos dijo nuestro Director
que la fecha tentativa que habían fijado las altas autoridades,
completamente innominadas hasta entonces, era en la madrugada del
jueves 24 de marzo. Al finalizar agregó que al día siguiente se
nos darían los puestos a cubrir por cada uno de nosotros, según
los requerimientos que diese el Estado Mayor. Las clases, a partir
de ese día quedaban interrumpidas para regresar a principios de
mayo, con una seria amenaza que tuvimos de perder el año.
Y
así ocurrió que el martes 23 de marzo, precedida esa especie de
Asamblea donde uno solo hablaba, se dieron los puestos a ocupar. A
medida que se daban los nombres y apellidos, el nombrado debía
ponerse de pie, entonces el Director le daba su nuevo destino el
que debía ser anotado por el responsable en la libreta que cada
uno tenía. Allí me enteré que mi nuevo destino, al que debía
presentarme a las siete de la mañana del día miércoles 24, era en
el cuarto piso del Ministerio de Defensa, en una oficina que
atendía todas las cuestiones logísticas. Así concluyó aquel día, y
lo digo porque como no había más clases, nos despacharon a cada
uno para su casa, de manera que debo haber estado con ustedes no
más allá de las 11 de la mañana.
Al
día siguiente fui a mi nuevo destino. Me llevaron en automóvil
algunos amigos que habían sido destinados al Estado Mayor y
Ministerio de Economía. Tomé el ascensor, llegué al cuarto piso y
encontré la oficina de mi nuevo destino. Según me dijeron algunos
empleados que encontré por allí que el nuevo jefe de esa área era
un Comodoro de la Fuerza Aérea, que en ese momento no estaba. Y en
verdad no estuvo nunca porque no llegué a conocerlo ni en
fotografía. Pero existía porque algunos lo habían visto,
describiéndolo como un gordo pelado, con bigotes, desaliñado, etc.
En
esa oficina, de reducidas magnitudes, había una empleada, muy
elegante de unos 40 años de edad y alrededor de 20 en el
Ministerio. Al verme a mí comenzó a acarrar sus bultos y petates
para otro rincón, con la intención de cederme la poltrona.
Entonces no le acepté la mudanza y la hice regresar a su puesto.
Más aún: personalmente la ayudé a retornar hasta los cuadros que
había descolgado, entre ellos el de doña Isabel Martínez de Perón.
En verdad, esto no le gustó, tal vez para que sus compañeros no
piensen que estaba en arreglos con un Capitán. Pero entre ese día
y los siguientes, que fueron jueves y viernes, ya éramos amigos.
No obstante ello ya había pasado 72 horas en esa dependencia sin
haber hecho nada, a no ser tomar café, que rápidamente reemplacé
por el mate, previo autorizar a todos que tomasen mate. Y mi
holganza era simplemente porque no tenía misión, ni encargo, ni
alguna alma que me viniese a decir: “perejil, tienes que hacer
esto o aquello”. No. Nada.
El
lunes 28 de marzo llegué al Ministerio alrededor de las siete
menos cuarto. Al intentar tomar el ascensor se me interpusieron
tres tipos, digamos como de mi altura, pero gordos. Dos vestidos
de civil y uno con el uniforme de la Fuerza Aérea, pero los tres
con mucha pinta de mugrientos. Uno de los que estaba de civil me
interpeló:
-
¿Se puede saber a dónde va usted mi amiguito?
-
¿Se puede saber quién es usted –le repliqué medio
calentito-, que me está faltando el respeto, cuando yo estoy con
el uniforme de Capitán?
-
¿A dónde va usted? –me preguntó otro de bigotes y
voz ronca, mientras le hacía señas a dos soldados que estaban en
la puerta de entrada para que se pusieran a su costado.
Seguramente eran los refuerzos.
-
Al cuarto piso… –le dije agregándole el nombre de
la dependencia y el grado y apellido de mi jefe que, como era de
aeronáutica, seguramente habría de sosegarlos.
-
No, no, no –me interrumpió el de uniforme-. No
señor. Usted está equivocado. Usted no pertenece a esa dependencia
–y se cruzó de brazos mirándome detrás de sus mofletes brillosos
por la grasa que tenía en la cara-.
Como estos tres sujetos cubrían la puerta del ascensor, el pasillo
se iba llenando de empleados porque esa era la hora de entrada.
Comenzaron los murmullos.
-
Y, ¿qué tengo que hacer ahora? –pregunté
completamente desorientado.
-
Mire señor –me respondió el de uniforme-, lo que
usted va a hacer a mi no me interesa. Pero aquí no se queda, ni
sube, ni baja. Se va.
-
¿O sea que me echan? –agregué.
-
Bueno, usted puede llamarlo así. Vuelva a su
destino… No sé –me contestó mirando hacia abajo mientras movía la
cabeza a los lados.
-
¡Pero los denunciaré! – le repuse con aire de
matón.
-
Vea señor: justamente es lo que le estaba por
decir. No se olvide de denunciar esto.
Ya
en la calle, el aire fresco me reanimó un poco. Había transpirado
tanto que era como si hubiese tomado una ducha. Pero, ¿cómo haría
para regresar a mi trabajo para dar esta novedad? Vestía de
uniforme, a cuatro días de un golpe de estado. No era fácil aquel
asunto. Entonces crucé la avenida y me puse a la espera de un
colectivo frente del Edificio del Estado Mayor. Al final llegó uno
que me llevó hasta Luis María Campos y Dorrego. Por Dorrego subí
hasta Cabildo. A los diez minutos estaba con el Jefe de Estudios,
el único que quedaba en la dependencia, a quien hice referencia de
lo sucedido.
-
Haber –me dijo- déjeme que haga una llamada
telefónica. Debe haber algún error. Espere afuera por favor.
No
habrían pasado cinco minutos cuando me llamó para que ingrese a su
despacho.
-
Si. Es verdad –me aseguró-, usted no pertenece más
al Ministerio de Defensa…
-
Muy bien, mi Teniente Coronel, dígame entonces qué
debo hacer –le espeté.
-
¡Pero alégrese hombre! ¡Se quedará acá, conmigo!
¡Con tanto que lo necesito!
-
Disculpe mi Teniente Coronel, ¿en qué carácter
quedo a su lado?
-
Bueno…como mi Ayudante… y respecto a otros niveles
como reserva.
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Esta fue, mi querido amigo, toda, absolutamente toda mi
participación en el golpe de Estado que desencadenó el llamado
Proceso de Reorganización Nacional. Quedé muy apenado por ello.
Porque aparte de pasarme más de un mes de vacaciones que ni
guardias hacía, en agradecimiento a la Santísima Virgen por la
gracia concedida de no obligarme a vivir entre los cerdos, hice mi
primera peregrinación a pie a Luján. Linda experiencia don
Rodolfo. Créame. Si puede se la aconsejo. También Dios Bendito
quiso que a los “camaradas” de la Fuerza Aérea no los viese más
hasta el día de hoy. Otra suerte incomparable. No, si es como yo
le digo a la gente. Dios existe, es grande y misericordioso. Esta
es la causa por la que jamás fui denunciado por nada, ni citado
por un juez, ni se me entabló querella alguna. Porque no tuve nada
que ver.
Los
que me abrieron causas criminales fueron los militares. Ellos me
dieron de baja y así estuve una semana hasta que me
reincorporaron. ¿La causa? Posibles actividades comunistas. O sea
que yo era un comunista para los procezoicos. Cuídese don Rodolfo.
Hasta el próximo querido amigo. Que Dios lo bendiga y su Santa
Madre también.
JUAN
Milico Bolche
NOTA: Necesariamente este fragmento está mutilado. Faltan aquí
muchos nombres y apellidos, hechos y otros incidentes que los
vinculan, algunas veces malamente. Como son casi todos vivos,
aunque algunos han muerto, he creído conveniente resguardar sus
nombres, solamente para resguardar el mío. ¿Una cobardía dirá
usted? Sí. De eso tengo un poco. Con todos ellos no tengo ninguna
vinculación. Nada. Absolutamente nada: hace 21 años que no los
veo. Ni quiero tener nada hasta el día en que me llame Dios a
contemplar la Luz de su Divino Rostro.
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