Los Colorados del Monte,
febrero de 2008.
Carta a don CARLOS FERNANDEZ.
Querido amigo, camarada y compatriota:
Mire: andaba yo pensando en estos días, cosa que no me ocurre con
frecuencia, cómo ha crecido el deterioro de nuestra comunicación
epistolar con este asunto del teléfono y de los otros que les
dicen mensajes de texto. Todas las cosas que se pierden y van a
dar al infinito sin provecho alguno. Al punto de decirle que hay
amigos que me preguntan si me he quedado manco. De manera que aquí
retomo la correspondencia por el tema que usted me ha pedido,
váyase a saber con qué intenciones, aunque viniendo de usted
siempre serán buenas, sin que le prometa cuánto podrá durar esta
segunda etapa.
Pero antes de comenzar con el tema le quiero contar un hecho
verídico que ha ocurrido para las fiestas de las Navidades (así
llaman aquí a la Natividad de Nuestro Señor), a unas seis leguas
de aquí con rumbo norte, en un paraje al que llaman Arroyo Hondo.
Resulta que allí hay una escuelita que, como todas, tiene su
cooperadora. Y esta Asociación armó para aquellas fechas unos
bailongos de esos que son fermentaderos: con patio de tierra,
tapada la pista a los lados con bolsas de la cosecha y que, entre
baile y jarana, digamos que en un descanso de los bailanta, salen
de entre la gente una chinitas con baldes para regar y evitar que
aquello se convierta en una nube de polvo; mientras uno,
rempujando el mostrador, enfría el cañote con algún beberaje
mixturado, de esos que hacen crecer pelos debajo de las uñas y
ponen el cerebro liso como una bocha de billar.
Una noche, que fue el 23, se cayó un aparcero de apelativo Calixto
Gauna, famoso domador, guitarrero y cantor de coplas. Hombre de
trabajo, manso pero bebedor, no de vicio, sino de profesión. Vea:
entre el ropaje y el poncho suele llevar una tablilla y, después
que le sirven el vino, ceremonioso tapaba el vaso con ella y nos
dice que es para que al zumo no se le vaya el espíritu. Mire usted
don Carlos la semejante delicadeza de este paisano. No: si
nosotros tenemos gente fina, lo que pasa es que no la valoramos y
por no tener capitalistas no los podemos promocionar. Eso es lo
que pasa.
Y como cuadraba la ocasión, a medianoche don Calixto ya no sabía
ni cómo se llamaba ni a dónde estaba del trancazo que sentía.
Sabedor el hombre que tenía puesta la perdigonada y para no dar
lástima ante comadres, guainas y los cunumí, se levantó
sigilosamente y, sin articular un adiós, se fue haciendo gambetas
por la oscuridad hasta la collera donde había dejado su flete, que
era un zaino negro picazo de patas blancas. Tampoco nadie sabe
como hizo para montar al pingo. Pero lo hizo; y tranqueando
despacito se fue yendo para su rancho que está como a una legua de
aquel lugar donde un albardón hace cumbre en medio del pajonal. El
caballo, tan ducho como él en estas correrías, sin que nadie le
indique lo llevaría hasta la querencia por la madrina que tenía.
Ya lo había hecho varias veces. De manera que la misión de don
Gauna era mantener el equilibrio. Nada más.
Al llegar a la ranchada le comenzaron a aparecer los
inconvenientes. A la perrada que él había educado a fuerza de
lonja y talero, le cambiaron los colores como si los hubiesen
bañado con lejía y, en lugar de alegrarse por verlo, le gruñían
de puro bravucones que eran. Al apearse de su montado don Calixto
pudo sentir en sus manos los bigotes de los perros y el frío de
los hocicos con la ansiedad de preguntarse quién era. Y así, como
si nada, se metió dentro del rancho que tenía la puerta entornada,
haciéndole el convite para descabezarse un sueño para que pase el
remezón. Como no encontró su catre de tientos, a los tumbos buscó
unas bolsas viejas para hacer recostadero y se tendió al rescoldo
del fogón, donde colgaba una morocha de tres patas con un poco de
guiso de guazuncho dentro. En otra ocasión hubiese estado lindo
para hincarle un pan con grasa.
Habrá estado así unos minutos cuando escuchó, que le digo parecían
lejanos, unos gritos de mujer. Todo lo cual lo terminó de
desorientar, porque don Calixto no tenía mujer y la única que una
vez tuvo, la Ernestina, se le mandó a mudar una tarde que le dijo
que iba a buscar agua al jagüel y nunca más se supo de ella hasta
hoy. Hundiéndose en estos recuerdos, tal vez hasta una sonrisa se
le dibujó en los bigotes entre rucios y trigueños de tanto pitar
del fuerte. Cuando no va, que le digo, se le dio por abrir un ojo
y pudo ver la enorme figura de doña Ursula, con una pollera hecha
de tela vasca que le llegaba a los tobillos, portando en sus
manos, que parecen un par de patas, una escoba de palma caranday y
cabo de aliso verde: arma de defensa personal que no necesita de
papeletas.
Respetuoso don Gauna se hizo el saludador y quiso sentarse en su
jergón, y ahí nomás le vino una lluvia de escobazos de la dama que
le curó la tranca en un santiamén. Despavorido alcanzó a manotear
el sombrero y atropelló la puerta queriendo disparar. Pero al
salir al limpio del patio, bañado de luna llena, se encontró con
el gringo Minchiotti, que es el marido de doña Ursula, que acababa
de llegar. Don Calixto trató de explicarle que allí había un
error, pero el gringo que tiene unas manazos que para hacerle un
guante hay que carnear una vaca, a puñete limpio le hizo cobrar al
contado sueldo, aguinaldo y vacaciones. Mientras doña Ursula le
seguía acomodando escobazos en los costillares.
Bueno: usted dirá, qué había pasado. Mire don Carlos, nada más que
don Calixto se equivocó de flete y le revoleó la pata al caballo
de Minchiotti que estaba cerca del suyo. El pobre animalito, al
quedar con rienda suelta y siguiendo su instinto fiel, se fue para
su querencia que era la casa del gringo, donde se desencadenó lo
que llegó a ser casi una tragedia. Por esta referencia, no vaya a
pensar don Carlos que yo ando en estos reza bailes camperos,
haciéndome el galán con las chinitas o con sus mamás, gringas
hermosas, todas de cachetes sonrosados y chapecas rubias,
querendonas por demás, bañadas en agua florida; y de paso
aprovecho para empinarme una garnacha. No. Ya sabe que soy muy
serio, y reservado con el polleraje, lo que siempre me ha dado
tranquilidad y buen rédito.
También me dirá usted qué tiene que ver este relato con lo que
usted me pidió. Mire que le digo: mucho. Porque es lo mismo que le
va a pasar al arqueológico de don Lavagna con la prendida de
garrón que se mandó con don Birola, que para ser caballo sólo le
falta relinchar y bostear al trote. Ha tomado algún litro y además
el caballo equivocado, y se fue a dar a un rancho ajeno. Y no debe
preocuparse usted, como lo vide el otro día, porque a estas
facturas las va a pagar de golpe y al contado.
Escuché por allí que el vulpejo de Lavagna tiene un origen
peronista. Mire vea: si no me engañan los recuerdos el origen de
este don, es radical. Y dentro de los antipersonalistas de Alvear,
perteneció a la UCRI de don Arturizi Fronduro (cuarto candidato a
Diputado Nacional por la Unión Democrática en 1945), llevado de la
mano de Rogelio Frigerio, a tan retorcido este fulano, que era
capaz de recitarle las Cartas Paulinas, pero al revés. Queda por
saberse qué hizo durante los virreinatos de Onganía, Levingston y
Lanusse: porque es hábil con la lengua, que según Confucio vale
más que cincuenta alpargatazos. Reapareció rechoncho con
Tiradentes Camporita; y, junto al Tartufo Caffiero lo mandaron de
interventor a la Bodega Giol, donde le reventó el asunto de la
vasija vinaria. Un choreo sin abuela. Y para juntar las treinta y
tres, Caffiero se robó el piano de cola de la Casa de Gobierno de
Mendoza. Con doña Isabel,
La
Bailarina Prostituta,
no pudo hacer nada porque lo cepilló de entrada. Pero sería
interesante conocer qué fue de su vida durante el Proceso.
Por su parte don Birola, que anda montando andamios desde Olivos y
usa a Lavagna de albañil, pertenecía como abogado nuevecito y en
tiempos procezoicos, a una inmobiliaria cuyos dueños eran un señor
General y un señor Coronel (hoy ambos finados), que su tiempo se
hacían, mientras combatían a la subversión, para juntarse unas
rupias de este modo con la ayuda del letrado santacruceño, hoy
enemigo ciego de los uniformes. De manera que si usted busca de
allá para acá y viceversa, siempre la cuenta le dará igual, porque
todos estos tipos son lo mismo disfrazados de nosotros, la gilada
que masca el freno. ¿No dijo Videla que él comenzó a conspirar el
mismo día que murió Perón? Mientras el pueblo lloraba al Caudillo,
el cocinaba el frangollo. Un subversivo. ¿Acaso los asesinos
terroristas no habían pasado unos meses antes a la clandestinidad
para derrocar a un gobierno constitucional? Subversivos. ¿No fue
Camporita el fundador del Peronismo Revolucionario, al que
pertenecía Cepernic de quien el Birola era secretario, el que
también pasó a la clandestinidad? Subversivos. Y tres cosas
iguales a una cuarta son iguales entre sí: subversivos. No le ande
buscando el moño al gato porque esto es así de sencillo.
Le dejo un abrazo y el saludo a nuestro estilo con un hasta la
próxima.
JUAN
PAMPERO
Milico
Redomón (por la Gracia de Dios y la Virgen)
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