Quinta Los
Colorados del Monte,
agosto de 2008.
EL MONITO DEL DOCTOR
DON PEDRO GARCIA
(Una
consecuencia de escuchar las monsergas legislativas)
Así se lo imaginó mi pintora al
monito carayá de don Pedro.
Carta a
don Carlos Fernández.
Distinguido amigo, Viejo Camarada y leal compatriota:
Sabe
usted compadre que mi vida discurre entre los sobresaltos y la
haraganería, que es como decir
entre
la taquicardia de los pájaros y la bradicardia de los plantígrados. Y
para no ser tendencioso, y sí, antes bien, justiciero, le diría que a
estas dos cosas las tengo por partes iguales, y el corazón marcha
desasosegado. De manera que por un par de bujerías como estas, nunca
puede haber en mí peleas por preferencias, sólo cabiendo el darle las
muchas gracias a Dios por las mercedes recibidas y por los milagros que
veo El hace todos los días, sin que a nadie se le asome el pasmarse ante
tanta maravilla.
Verá
usted compadre, que pastoreando en el semiplano del haragán remachado
que soylo, para no hacer de perezoso y crea la gente que soy un
personaje importante, en una luna pasada me merendé, sin quejas ni
hesitaciones, todos los discursos del Charlamento Nacional por el asunto
del campo y, hace un puñado de días, los otros que versaron sobre el
rancio escandalote de aerolíneas. Y usted me dirá que haberlo hecho es
un acto heroico. Bueno: sin vanagloriarme, algo de eso hay. Pero no crea
don Carlos que esto será de balde. ¡Ah, no! A semejante sufrimiento lo
haré pesar cuando llegue al Purgatorio ante el regordete de barbas
rucias que allí hace de fiscal, con el mozalbete de ángel que tiene de
lector para que diga mi acusación, relatando, en unas trescientas fojas,
todas las fechorías que hice en mi vida. Sí: una por una. Mas al hacer
mi defensa, les recordaré de este martirio y otros tremendos, como leer
los versos de Mitre o los discursos de Menem, y flagelarme con los
pensamientos de José Ingenieros o Ernesto Sábato; y solicitaré un
treinta por ciento de descuento. Que no es mucho, pero como además
pediré el dos por uno, al final lo del Purgatorio será un paseo por la
hornalla y todos aquellos malos recuerdos se irán con el detritus. El
cura de San Ramón, mi confesor, me ha dicho que mi razonamiento es
correcto, mientras se embuchaba una parrillada que me mandaron de la
Colonia.
Bueno
mire: como le decía, hundido en mi poltrona sibarita escuché el regoldar
de los legisladores, que éstos en las dispepsias son crónicos y en el
bicarbonato fanáticos. De este frangollo no me interesa del uso que le
dan al castellano a pesar de ser en su mayoría abogados; tampoco me
preocupa que lo hayan asesinado tantas veces como aquellas otras en que
ha salido airoso, semejando una doncella con las crenchas al viento. Es
demasiado fuerte este idioma. Pero sí me preocupa la estrechez mental de
esta gente con menos imaginación que la de un tero picando isoca, y con
tan pocas ideas que ellas podrían caber en un dedal de costurera. Mire
vea: es como si les hubiesen robado el mate y es por eso que hacen, ora
tonterías por quintales, ora crímenes adocenados y dicen incongruencias
al centenal. Todas cosas sin patas ni cabeza. Y viendo todo esto me
recordé de lo que le pasó al doctor García con su monito carayá, por lo
que paso a contarle a usted sin más trámite.
Era el
doctor Pedro García un excelente médico, por sus conocimientos; e
increíble o extraño porque como galeno amaba a los seres humanos, aunque
usted no me crea y los médicos tampoco. Habitaban en él como veinte
especialidades: desde pediatra, pasando por partero y dermatólogo, y
terminando en psicólogo. Y a todos los curaba. Más de una vez lo
encontró la madrugada dormido en un sillón a los pies de un enfermo
moribundo. Andaba en una bicicleta negra; y cuando se la veía a ésta
estacionada junto a una puerta cancel, ya se sabía que allí había un
paciente y se corría la voz por el pueblo. Don Pedro vestía un traje
azul oscuro con chaleco en el invierno; en el verano lo cambiaba por uno
igual pero de colores claros y tela liviana. Hoy la gente agradecida lo
recuerda dándole su nombre a una avenida y a una plaza en el pueblo;
pensando como los romanos al decir que, si se repite muchas veces el
nombre de un muerto, éste no se va del todo al otro mundo y se queda a
vivir entre nosotros. Lo que me preocupa por Rivadavia y Alicia Moreau
de Justo. ¡Santo Cielo! ¿Se habrán quedado a vivir por aquí? Hay que
llamar a Interpol. Ya.
Un día
llegó de arribada un barco paraguayo que venía de lejos pidiendo puerto.
Todos pensaron que era para hacer recalada. Lo que fue parcialmente
cierto, porque en realidad lo que traían era a su capitán enfermo y en
un solo grito. Cuando el buque terminó de atracar ya estaba don Pedro
con su bicicleta y la chanchita, que era como él llamaba a su maletín
negro donde había de todo: desde una colección de botellitas hasta una
bolsa de caramelos para los chicos que lo seguían por la calle, y un
monedero para repartir chirolas a los mendigos, porque él decía que en
la cara de ellos veía la cara de Dios. Tal vez por ello sea que casi
todas las casas de ayuda, también llevan su nombre
Lo que
tenía el capitán del carguero era una apendicitis. Pero como entonces no
había ambulancias, ni clínicas, ni hospital, llevaron al doliente a
brazo en una camilla hasta una casa cercana a la barranca, donde se
improvisó un quirófano, con una mesa de camilla y un mantel de sudario.
Al atardecer del día siguiente el hombre ya estaba reposando en su
camarote y tomando una sopa de palomas monteras con un arroz prosaico,
de esas que a uno le hacen salir pelos debajo de las uñas. En una de las
visitas que le hizo el doctor García, el paraguayo le comentó que no
tenía plata para pagarle, pero que de alguna manera él se la haría
llegar, porque siempre estaba haciendo la carrera de Asunción a Rosario
llevando y trayendo carga variada.
Así
pasaron los meses y ni el carguero ni su capitán aparecieron. Hasta que
un día, estando don Pedro en su consultorio, se apareció un marinero
portando entre sus brazos a un cachorrito de mono carayá. Era un
obsequio del capitán de la nave, con el mensaje agradecido de que a su
regreso harían recalada en el muelle para saludarlo personalmente.
Imagínese el lector, del trabajo de atracar semejante barco para dejar
un mono, más con el otro trabajo que hay que hacer para la zarpada. Es
para no creer. Son cosas que solamente pasan en este pueblo. Pero los
paraguayos son así y no creo que vayan a cambiar.
El monito
carayá fue criado con mucha ternura por don Pedro y su esposa, hasta que
tomó tamaño mediano, porque de adulto es una sabandija grande y,
despabilándose, comenzó a tomar confianza y a frecuentar el patio
trasero donde había una morera que era el deleite del animalito.
Siguieron pasando los días, hasta que en un atardecer le trajeron la
noticia al doctor que habían visto al monito haciendo travesuras por el
puerto, y la gente tenía miedo que se lo roben o que se lo merendaran
los perros, los que muy taimados, ya le habían echado el ojo para hacer
pitanza.
Pero cuando en las
mañanitas don Pedro se asomaba por la galería, con su mate galleta en la
mano izquierda y la pava renegrida en la derecha, el monito estaba
siempre en la morera mirándolo con los ojillos que parecían los números
de una caja registradora por lo movedizos. Entonces se dijo a sí mismo
que aquello del puerto no podía ser. Seguramente, el animal visto en el
surgidero, debía ser otro mono del vecindario, pero el suyo no, que era
poco menos que un santito.
Y vino a
ocurrir que en el turno tarde de la Escuela Modelo, cuyos fondos daban
con la casa del doctor García, comenzaron a suceder hechos misteriosos.
Resulta que los chicos, que en los recreos jugaban en el patio cerca de
donde había una pieza que parecía un altillo, recibían por turno, un
terrible golpe en la cabeza que les dejaba un tolondro parecido a cuando
uno lleva una naranja en el bolsillo. El objeto utilizado para el cocazo
era un mate lleno de yerba usada, que después de magullar, quedaba
rodando por el patio, entre los llantos de la víctima y la cruel
algaraza de sus compañeros. Al día siguiente le tocaba el turno a otro
de los risueños. Pero cuando la directora ponía a una maestra de
vigilante, no ocurrían estos sucesos.
Entonces
la comadres sentenciosas, asistidas por unas curanderas y alguna
sibilina de las que tiran las cartas y leen las ceras, diagnosticaron
que aquel fenómeno estaba producido por el Alma de la Monja. Cuando me
enteré de esta mojiganga me revolcaba en el colchón de risa. Pero la
gente del pueblo no, porque es creyente. Y menos el mujeraje, que
entonces andaba de mantilla por la calle. Y la deducción venía porque en
1905, cuando se estaban haciendo los cimientos de la escuela, los
alarifes se toparon con un ataúd. Dentro de él hallaron el cuerpo de una
monjita intacto. Porque en otra época ese terreno había pertenecido a
las Hermanas Mercedarias y seguramente usaron una parcela de él como
cementerio. Cuando se mudaron a su actual domicilio, en el apuro, se
olvidaron de este detalle y tal vez de otros.
Entonces
sobrevino el escándalo: las madres amenazaron con retirar sus hijos de
la escuela. Intervino la policía con su jefe el Negro Machuca. También
el Juez de Paz que era el gordo Arredondo y un montón de comedidos. Y
como la misa dominical se había transformado en una asamblea discursiva,
el Cura Párroco que era el Padre Schleimer se fue un día con los
monaguillos y asperjó la escuela con agua bendita y rezó cantando un
Salve Regina y las chinitas el rosario angá. A mi pedido también le dio
con el hisopo abundante a un retrato de Sarmiento: porque hay que
vacunar a los diablejos. Aunque no creo que el agua bendita le haga algo
a Sarmiento, porque además habría que lavar la pared donde estuvo
colgado el cuadro con abundante agua, jabón, lavandina y algún
desinfectante fuerte, como curabichera.
Y así
andaban todos ensimismados con este asunto, sin que se hable de otra
cosa en las esquinas y en el almacén de ramos generales, hasta que un
día, al finalizar su siesta, el doctor García fue a la cocina, cuya
puerta da a la galería, a calentar agua para el mate y vio en el fondo,
contra el gallinero, al monito carayá trabajando muy ensimismado.
Llevaba y traía cosas y luego las tapaba con ladrillos y cascotes que
estaban amontonados en otro extremo. Pero, ¿qué estaría haciendo este
bicho? Don Pedro se hizo el distraído y siguió en lo suyo, porque el
mono se dio cuenta que lo habían descubierto; de un salto subió a la
morera y, sentado, se rascaba la mollera mirando para arriba como
esperando el ataque infernal de un taguátó. Mas, al regresar de la
recorrida rutinaria de la tarde, valiéndose de un ardid, don Pedro
encerró aquella sabandija en un retrete que daba al exterior porque era
para la servidumbre.
Seguidamente el médico, ya libre del mono, se fue al lugar donde lo
había sorprendido haciendo su torería. El sol ya había tomado la cuesta
abajo y se iba buscando a la luna, su novia fugitiva. Levantando unos
ladrillos descubrió don Pedro algo increíble: por lo menos una docena y
media de mates de todo tipo, tamaño y color, bien cargados con yerba
usada, en algunos ya seca y en la mayoría todavía húmedos. Un poco más
allá, donde la tierra parecía removida, hurgó don Pedro y vino la
segunda sorpresa: encontró no menos de veinte bombillas, algunas muy
finas y trabajadas, algunas más o menos y el resto chanfaina. Por estas
señales vino a descubrirse todo lo anterior: a la hora de la siesta, de
la que todos los parroquianos son fieles devotos dormitándola a pata
suelta; cuando Febo quema soltando hilachas de fuego, salía el monito y
se metía en las casas del vecindario, robándose el o los mates que
encontraba en las cocinas, y se los llevaba a su almacén al lado del
gallinero. Allí hacía la separación, de mates por un lado y bombillas
por el otro. Y eran estos mates los que le arrojaba por la cabeza a los
chicos que se acercaban al altillo, produciéndoles chichones
fenomenales. Muy hábil el animalito, porque no se dejaba ver y por ello
nunca fue descubierto; y ni la policía, ni el mamerto del Juez de Paz
pudieron con él.
Y como le
decía enantes don Carlos, recordándome de esto, ¿no será que por el
Charlamento Nacional anduvo de garufa el monito carayá de don Pedro y
les robó el mate a todos? No me diga que la teoría es mala. No. Porque,
si nos atenemos a las cosas que hacen y dicen, parecen descerebrados o
afectados de una oligofrenia discreta. Pero la teoría tiene una falla
insoslayable:¿a dónde tiraría el mono todos los mates de estos
chanchulleros sin abuela? Tampoco tenemos al doctor García para que
descubra el cementerio de mates que ocuparían algunas hectáreas. Y este
fingido mono, ladrón de mates, a quién le tiraría con el mate de un
legislador que es tan pequeño que ni cosquillas le haría a la supuesta
víctima, antes que un frondoso pocoto tumefacto.
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