EL MAL
QUE AFECTA A LA
ARGENTINA ES SU EXTENSIÓN
(El
caballito de batalla liberal en la edad decimonónica)
Juan Pampero
El Estrecho de Magallanes íntegramente chileno. Como quería Sarmiento.
Como quería Inglaterra. Más con sus tierras adyacentes. Para que nadie,
nunca jamás, tenga dudas.
Dedico este trabajillo a los liberales y masones de esta
tierra, a la que han destruido con tanta prolijidad y esmero cuidadoso.
Hoy, asociados con los marxistas disfrazados de nosotros, también están
haciendo un muy buen trabajo. Sigan muchachos. Que Satanás los ilumine.
DOCUMENTO EN
FORMATO PDF:
PULSE AQUÍ
Para descargar el archivo y
guardarlo en su computadora:
PULSAR EL BOTÓN DERECHO DEL MOUSE Y LUEGO "GUARDAR DESTINO COMO"
Hacia la primavera de 1868, finales de la
presidencia de Bartolomé Mitre, había surgido, espontáneamente
por los mares de nuestro
Sur, un personaje
singular.
Un patriota. Que se
llamaba Luis Piedrabuena (1833 – 1883). Se trataba
de un marino
audaz. Capitán o Teniente, según
se decía, de la
Armada,
cuando hace mucho era
Argentina.
Por iniciativa propia
había
ocupado el
Islote
Pavón. Pero Mitre, atosigado con la guerra contra el
Paraguay, las deudas creadas por ella y las cuestiones diplomáticas,
no le ha hecho caso. Piedrabuena trabaja por
la
patria y Mitre no se sabe para quién lo hace.
Desde aquellas lejanías, don Luis ha traído consigo a Buenos
Aires, para llamar la atención, a un
famoso
cacique chileno. Manso el hombre pero muy llamativo.
Porque pretende
ocupar la costa del Estrecho de Magallanes.
Digamos que un punto tal desde el cual se domine desde la Primera
a la Segunda
Angostura
(cerca de donde hoy está Punta Arenas; digamos que por donde se
perdió Magallanes y casi pega la vuelta creyendo que el estrecho no
tenía salida).
Pero
es
claro que esto
último don Luis no
puede
realizarlo
sin
el
consentimiento y ayuda del gobierno nacional.
El marino ha llegado
a
Buenos Aires
cuando
todavía Mitre está en el poder (finales de
septiembre de 1868). Pide una audiencia. Mitre, que ya había
escrito sus poesías y asesinando el lenguaje junto con la métrica, se la
concede. Y convence
al Presidente de que es preciso hacer el
balizamiento de la costa de
Magallanes
e instalarse allí para fundar poblado. Mitre le promete
los elementos necesarios, más
veinte hombres armados, porque, en apariencia, aquello no sería más que
un destacamento formador de un futuro núcleo poblacional. Para ello se
embarcarían
en el Espora al personal,
elementos y víveres. Pero los soldados no aparecen y el quehacer se
estanca. Ante esta dificultad –que evidentemente se la puso Mitre-
el Presidente, que ya está entregando el poder, lo deriva al nuevo
presidente electo que es el Coronel Domingo F. Sarmiento (pronto
lo ascendería a General de un plumazo el Hermano Avellaneda),
ahora hecho doctor por los yanquis, aunque sabemos que,
como Niño Prodigio, terminó con dificultad la escuela primaria.
Sin alternativa
Piedrabuena
espera a
que el sanjuanino asuma el mando para volver a la carga.
La asunción ocurre el 12 de octubre. Por la mañana de ese día, vestido
de frac, Sarmiento se dirige al Congreso para la toma de juramento en un
carromato que parece el de una pompa fúnebre. Lo acompaña una gran
pléyade masónica (unos 200 Hermanos) y algunos argentinos que son
empleados del gobierno y no les queda otra alternativa que concurrir.
Los Hermanos acompañantes son los que le han dado la bienvenida
en la noche del 23 de septiembre en el Templo (hoy Banco de la
Nación), en donde Mitre dijera su célebre alocución, seguida
de otra oratoria, divagante esta vez, a cargo del Maestro Ejemplar,
donde declararía: Si la Masonería ha sido instituida para destruir
el culto católico, desde ahora declaro que yo no soy masón. Como
se puede ver, la primera parte de esta frase es pura sinceridad. La
segunda no. Es una frase sarmientina: 50% de verdad y 50% de hipocresía.
Pasados estos escarceos, el Comandante
Piedrabuena le pide una audiencia. El Gran Sanjuanino
se la concede. Y el marino le hace entender que la oportunidad que se
nos ofrece de recuperar las tierras magallánicas es única. Para ello él
tiene
simpatías entre
los indios y conoce los recursos de que puede
disponer
Chile en
tan
lejanos territorios porque ha estado viviendo allí. ¿Qué
hará Sarmiento? ¡Qué encrucijada! Porque sus palabras de
exiliado, resentido y fracasado están por volver. ¿Consentirá en que se
le quite a Chile lo que Chile posee por reiterado consejo suyo? ¿Se
expondrá a
una
guerra para que nuestra patria recupere esa región que
íbamos a perder, por la campaña antiargentina que hiciera para lograr un
sueldito que le permitiese comer, mientras, para agradecerle el
hospedaje, le robaba la mujer –doña Benita- a su mejor amigo? ¿Primará
en su espíritu el patriotismo, si alguna vez lo tuvo, sobre la ventaja y
comodidad burguesa y sibarita que se manifiesta en su abdomen grasiento,
de vivir en paz con Chile? ¿Se mostrará argentino, aceptando la
recuperación de lo nuestro, o rechazará todo intento de volver esas
regiones a nuestro poder?
A estas preguntas me las hago yo mismo de
puro metido. Nada más. No se las hace a sí mismo Piedrabuena,
quien tal vez ignora la obra de Sarmiento que por años ha
esparcido su ponzoña desde los periódicos chilenos. Mas esto no le
impide esperar con ansiedad una respuesta. La contestación que le dio
Sarmiento es consignada por don Luis en una página que
tituló: Memorándum escrito en Buenos Aires,
el 13 de enero de 1872, sin tener
a
la vista mi diario, guiándome sólo de mis recuerdos.
Estas palabras fueron dictadas a su hijo, y
el
original se encontraba en su poder. Fue él quien se las
mostró y luego permitió que las copiase el escritor Armando Braun
Menéndez, que las incluye en el Capítulo XVII de su
Pequeña Historia Patagónica. Según el patriota
Piedrabuena, el masón Sarmiento le dijo:
que no teníamos marina, que costaba mucho mantener un
buque de guerra; que estábamos muy pobres
y
que ese territorio más bien les convenía a los chilenos
por ser el paso para el Pacífico, y que si poblaba con la guardia
proyectada, tendría que vivir como perros y gatos con los chilenos; y,
por último, que no había gente que darme. No me dijo que fuera ni que me
quedara; pero que procediera con prudencia con las autoridades chilenas.
Tremendas, tristes palabras en boca del Presidente de los argentinos:
que ese territorio más bien les convenía a los chilenos, dice
amargado don Manuel Gálvez (Vida de Sarmiento, Cap.
XIV, pp. 299 y 230, Ed. Tor, Bs. As. junio de 1957). Pero
si las razones que da Sarmiento no son buenas –termina diciendo
don Manuel, tratando de componer el desastre que es la vida de su
biografiado-, en cambio parece tener razón –lo cual no
impide que yo me mande un impúdico ¡oh! o un prosaico ¡Uyuyui!-.
La ayuda a Piedrabuena significaría la guerra con Chile.
¿E íbamos a meternos en otra guerra, cuando aún no
se había terminado la que manteníamos contra el Paraguay? ¿Y no sería
esa guerra con Chile desastrosa para nosotros?
Sin contradecir al maestro que fuera don
Manuel Gálvez, el andador con el que dimos los primeros pasos en la
juventud, digo que lo pensado y pretendido por el Comandante
Piedrabuena no era necesariamente una declaración de guerra. Y esto
por dos motivos: el primero es que en aquellos tiempos, tanto el
estrecho como sus tierras aledañas, eran motivo de disputa y no de
una soberanía ejercida fehacientemente; y segundo, porque entre la
paz y la guerra existe, según nos ha enseñado la Historia Militar,
un terreno previo, que puede ser muy largo, aunque a veces breve, que se
debe transitar, y en el cual prevalecen las gestiones diplomáticas en
particular y los mediadores neutrales en general, hasta su
agotamiento.
Sin embargo, detrás del telón de este
proscenio, alcanzo a divisar la punta de los botines que calza el pie de
la sota de bastos. Se trata de Inglaterra, afligida para
terminar cuanto antes el perfil que habrían de tomar las nuevas
repúblicas (ya sometidas por el endeudamiento compulsivo, como es
hoy la deuda externa) para explotarlas sin conmiseración. Y, con
respecto a nuestra patria, subsistían dos cuestiones que desvelaban a
Su Majestad y sus empleados de allá, más con los corifeos y
arrastrados que siempre tuvo acá. Me refiero a las dos salidas al
Pacífico que tenía el antiguo Virreinato
del Río de
la Plata:
la del sur, que arranca desde el río Maipú hasta la
Isla Grande
de Tierra del Fuego;
y la del norte, que partiendo de unos 200 Km de Santiago llegaba hasta
los contrafuertes peruanos (el perdido Alto Perú por obra y
gracia del Gran Estratega y Padre de
la Patria
que fuera San Martín al renunciar al Frente Norte y
marcharse a Mendoza, replegando la frontera sobre Jujuy a
cargo de otro Gran Estratega y Dechado de Virtudes que
fuera Güemes a quien hoy se le rinden honores por lo
maravilloso que fue perder casi un millón de kilómetros cuadrados).
La Argentina de aquel entonces era
una nación bioceánica y, conforme a la definición geopolítica,
una Nación Continente, y por tal, una potencia en ciernes.
Pero Inglaterra no quería liderazgos ni potencias. Con ella como
líder y potencia alcanzaba y sobraba. Sarmiento, ¿sabía esto?
¡Claro que sí! Y trabajó con fervor para enajenar la parte sur pagado
con el oro chileno. Y los ingleses sabían que lo que era de Chile era
inglés y se quedaron con el Estrecho, imprescindible por
encontrarse frente a Malvinas, inglesas desde 1833 (y Malvinas
de 1982, como una maldición, vino a ratificar que esto sigue
vigente). Con la Guerra
del Pacífico,
los chilenos (pueblo hermano) se quedarían con la Puna,
Bolivia sin salida al mar y el Perú mutilado. Así el viejo
Reino de Chile pasó de ser una albóndiga geográfica en tiempo de los
españoles, a tomar la forma que hoy tiene de una longaniza estrafalaria:
tiempos de los liberales de allá y de sus compinches de acá.
Y las tropas que quería ahorrar el
Maestro Ejemplar; los dineros que pretendía economizarle a la
Nación; los buques que decían eran tan caros de adquirir y mantener;
todo ello lo empleó y sin asco en contra de las tres justas
sublevaciones del General Ricardo López Jordán en Entre Ríos.
Para el Padre del Aula, equipar tropas para una cruzada
patriótica en nuestro desprotegido sur en ejercicio de nuestra
soberanía, era caro, embarazoso y peligroso porque los chilenos se
podían enojar. Para matar (cazar) gauchos a mansalva con los fusiles
Rémington cargados con balas explosivas, con las ametralladoras
Gattling (batalla de Don Gonzalo: 2.500 muertos en cuatro
horas; cuatro veces más que los muertos en Malvinas en tres
meses), con los modernos cañones Krupp de retrocarga y munición
Sraphnell, para tomar las ciudades ribereñas a cañonazos (las
andanzas del vapor Rosetti), no, para eso había plata, había
ganas, había soldados, existía fervor, predominaba el coraje y el
talento. Si; es como yo digo: por esto Sarmiento es Inmortal
como lo dice su Himno que ahora es obligatorio en las escuelas.