Conciencia Ambiental

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DICIEMBRE DE 1828: FUSILAMIENTO DE DORREGO

1.-MANUEL DORREGO, VIVIO COMO UN HEROE Y MURIO COMO UN MARTIR

Por: Roberto Bardini

 (BAMBUPRESS,

desde México especial para

ARGENPRESS.info)

(Fecha publicación:12/12/2003)

 

Faltaban 11 días para Navidad. A la orden de '¡fuego!', un pelotón de fusilamiento unitario acribilló de ocho tiros en el pecho al coronel federal Manuel Dorrego, ex gobernador de Buenos Aires. Había sido estudiante de leyes, militar indisciplinado en los cuarteles pero valiente en el campo de batalla, apasionado político y patriota hasta los huesos. Fue una víctima más del crónico desencuentro entre argentinos.

 Dorrego nació el 11 de junio de 1787 en Buenos Aires. Fue el menor de cinco hermanos, hijos del rico comerciante portugués José Antonio de Dorrego y la argentina María de la Ascensión Salas. En 1803, a los 15 años, ingresó en el Real Colegio de San Carlos y a inicios de 1810 comenzó a estudiar Derecho en la Universidad de San Felipe, en Santiago de Chile. Pronto abandonó las aulas y se unió al movimiento independentista chileno. Exaltado, cambió el traje civil y los libros por el uniforme y las armas. En la milicia del país andino ganó las tres estrellas de capitán al sofocar un movimiento contrarrevolucionario. Tenía 23 años.

 Antes de concluir 1810, Dorrego regresa a Buenos Aires y con el grado de mayor se une a las fuerzas armadas encabezadas por Cornelio Saavedra rumbo al norte. En el combate de Cochabamba sufre dos heridas y gana el ascenso a teniente coronel. Más tarde, bajo las órdenes de Manuel Belgrano, lucha en Tucumán (24 de septiembre de 1812) y Salta (20 de febrero de 1813). El ejército de Belgrano marcha hacia Potosí sin Dorrego: se queda en la retaguardia, arrestado por indisciplina. Eso le evita las derrotas de Vilcapugio (1º de octubre de 1813) y Ayohuma (14 de noviembre de 1813), y quizá la muerte en servicio.

 El payador uruguayo José Curbelo lo recuerda así:

 

Argentino, Americano

En la idea y en los hechos

Impulsivo y corajudo

En los embates guerreros

Recibió sendas heridas

En Sansana y Nazareno

Y le pidió a sus soldados

Para seguir combatiendo

Lo alzaran sobre el caballo

Así fue Manuel Dorrego

 A pesar de todo, ese mismo agitado año, Dorrego asciende a coronel y encabeza la creación de milicias gauchas. Los momentos de inacción, sin embargo, lo descontrolan. El inflexible general José de San Martín ordena su confinamiento por nuevas actitudes de indisciplina y en mayo de 1814 es trasladado a Buenos Aires. Allí se pone a las órdenes del general Carlos María de Alvear.

Temperamental en todo

Bromista en los campamentos

Pudo hasta indisciplinarse

Pero puesto en el gobierno

Supo muy bien dónde iba

En defensa de su pueblo

Ni emperador del Brasil

Ni centralismo porteño

Entreveraron las huellas

Que marcó Manuel Dorrego

 Alvear le propone al caudillo oriental, José Gervasio Artigas (1764-1850), la independencia de la Banda Oriental a cambio de que retire su influencia de las provincias del litoral. Artigas había dirigido la insurrección de los orientales contra las autoridades españolas en el llamado Grito de Asencio y fue proclamado por sus compatriotas como Primer Jefe de los Orientales. El 20 de enero de 1814, abandonó el sitio de Montevideo -cuyo mando comenzó a monopolizar José Rondeau- y apoyó los pronunciamientos de los paisanos de Entre Ríos y Corrientes. El líder rioplatense rechaza el ofrecimiento de Alvear. Dorrego parte a enfrentarse con el rebelde, con quien -paradójicamente- tiene ideas bastante cercanas. El militar derrota al artiguista Fernando Otorgués en las cercanías del arroyo Marmarajá (6 de octubre de 1814), pero es vencido por Fructuoso Rivera en Guayabos (10 de enero de 1815).

 

Cada vez que algún retazo

Perteneciente a este suelo

De las Provincias Unidas

Anduvo corriendo un riesgo

Se alzó con su voz valiente

Reclamando ese derecho

Y por la soberanía

Él supo jugarse entero

Así cruzó por la vida

Luchando Manuel Dorrego

 

Joseph Conrad, autor de novelas marineras, escribe en el cuento La Laguna (1898): 'Un hombre no debe hablar sino del amor o la guerra. Tú sabes qué es la guerra y en la hora del peligro me has visto lanzarme en busca de la muerte como tantos otros en busca de la vida'. Amor y guerra, muerte y vida: estas palabras pueden aplicarse a la trayectoria de Dorrego, quien a su regreso a Buenos Aires, en 1815, se casa con Angela Baudrix. De la unión nacieron dos hijas: Isabel en 1816 y Angelita en 1821.

 El impetuoso Dorrego se lanza a la lucha política. Se declara partidario de un gobierno federativo y fomenta la autonomía de Buenos Aires. Con Manuel Moreno y otros patriotas se opone a Juan Martín de Pueyrredón, Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Finalmente, para no participar en el enfrentamiento civil, solicita que su regimiento se una al ejército que San Martín prepara en Mendoza para la Campaña de los Andes. No alcanza a partir: el 15 de noviembre de 1816, Pueyrredón ordena su destierro. Lo embarcan y recién al tercer día de viaje se entera que su destino es el puerto de Baltimore, en Estados Unidos.

 El 9 de julio de 1819, Pueyrredón renuncia y es reemplazado por el general José Rondeau. Dorrego regresa a Buenos Aires al año siguiente. Recupera su grado de coronel, obtiene el mando militar de Buenos Aires y es designado temporalmente gobernador interino. Presenta su candidatura a gobernador en la provincia pero es derrotado por Martín Rodríguez. Con caballerosidad, hace reconocer por sus tropas el triunfo de su adversario. Pero el hecho de estar en la oposición hace que el gobierno lo destierre en Mendoza. Una mejor idea hubiera sido darle el mando de un regimiento y ordenarle combatir. La inactividad o el ostracismo no son buenos para Dorrego: huye a Montevideo.

 [Nota al margen: además de los problemas políticos internos de las Provincias Unidas, desde septiembre de 1816 existía la amenaza militar externa de los portugueses en la Banda Oriental. Las autoridades nacionales no procedían con la energía necesaria para expulsarlos. Artigas, el principal perjudicado, culpaba con razón a las autoridades de Buenos Aires por la falta de respaldo. Algunos historiadores sostienen que se debería reconocer que el caudillo oriental procedió como 'un auténtico patriota argentino' hasta su derrota en 1820.]

 

Por una América Unida

Compartía el alto sueño

Que tuvo Simón Bolívar

Desencontrado en el tiempo

Por intereses extraños

Ajenos al sentimiento

De los hombres que lucharon

Y que hasta su sangre dieron

A veces incomprendidos

Como fue Manuel Dorrego

 

Dorrego regresa a Buenos Aires -junto con exiliados como Carlos María de Alvear, Manuel de Sarratea y Miguel Estanislao Soler- gracias a la Ley del Olvido (noviembre de 1821). En 1823, fue electo representante ante la Junta de Gobierno y desde su periódico El Argentino respaldó las ideas federalistas, en oposición al gobierno de Bernardino Rivadavia, lo cual le hizo ganar prestigio en las provincias. En 1825, se entrevistó con Simón Bolívar, a quien consideró el único capaz de contener los planes expansionistas del Imperio de Brasil.

 El militar convertido en político resulta elegido representante por Santiago del Estero en el Congreso Nacional. Cuando se discute la Constitución de 1826 se destaca en los debates sobre la forma de gobierno y el derecho al sufragio. Desde el periódico El Tribuno continúa atacando la posición centralista de Rivadavia, lo que aumenta su prestigio en las provincias.

 Al referirse a la constitución rivadaviana de ese año, Dorrego afirma: 'Forja una aristocracia, la más terrible porque es la aristocracia del dinero. Echese la vista sobre nuestro país pobre, véase qué proporción hay entre domésticos asalariados y jornaleros y las demás clases del Estado (...). Entonces sí que sería fácil influir en las elecciones, porque no es fácil influir en la generalidad de la masa, pero sí en una corta porción de capitalistas; y en ese caso, hablemos claro, el que formaría la elección sería el Banco, porque apenas hay comerciantes que no tengan giro con el Banco, y entonces sería el Banco el que ganaría las elecciones, porque él tiene relación en todas las provincias'.

 

Allá por el veintiséis

Diputado en el Congreso

Defendía el derecho cívico

De los empleados a sueldo

Excluidos de votar

Con el absurdo pretexto

Que el depender de un patrón

Ataría su pensamiento

En defensa del humilde

Se alzó el verbo de Dorrego

 

Acosado, Rivadavia renuncia a la presidencia. Vicente López es designado mandatario provisional. En agosto de 1827, Dorrego es electo gobernador de la provincia de Buenos Aires. Pero ante el tratado de paz firmado con Brasil, los unitarios ven la posibilidad de recuperar el poder aprovechando el descontento de los jefes militares de regreso. Ex compañeros de exilio, como Soler y Alvear, junto con los generales Martín Rodríguez, Juan Lavalle y José María Paz comienzan a conspirar para derrocar al gobierno federal.

 El 1° de diciembre de 1828, Lavalle ocupa Buenos Aires con sus tropas. Dorrego se dirige al sur de la provincia y le pide apoyo a Juan Manuel de Rosas, entonces comandante de campaña. Rosas le aconseja que vaya a Santa Fe y le solicite respaldo a Estanislao López, pero Dorrego decide enfrentar a Lavalle. Las fuerzas de uno y otro se chocan en Navarro. El gobernador cae prisionero y el vencedor ordena, sin ninguna grandeza, que muera fusilado. La decisión estremece a la capital y las provincias.

 

Del veintisiete al veintiocho

En su gestión de gobierno

Propulsó el federalismo

Que siempre fuera su credo

Y cayó buscando luz

Entre las sombras envuelto

No pudo montar de vuelta

Como lo hizo en Nazareno

Y en un trece de diciembre

Se apagó Manuel Dorrego

 

El valiente general unitario Gregorio Aráoz de Lamadrid, un tucumano que peleó la guerra de independencia y en las luchas que siguieron en Vilcapugio, Ayohuma y Sipe Sipe, permanece junto a su ex camarada Dorrego hasta el abrazo final. A él le entrega el condenado cartas para su mujer y las dos hijas. A la esposa le escribe: 'Mi querida Angelita: En este momento me intiman que dentro de una hora debo morir. Ignoro por qué; mas la Providencia divina, en la cual confío en este momento crítico, así lo ha querido. Perdono a todos mis enemigos y suplico a mis amigos que no den paso alguno en desagravio de lo recibido por mí. Mi vida: educa a esas amables criaturas. Sé feliz, ya que no lo has podido ser en compañía del desgraciado Manuel Dorrego'. Tiene 41 años.

 Aráoz de Lamadrid es un oficial curtido que combatió en Tucumán, Córdoba, San Juan y Mendoza. También conoció el exilio en Bolivia y Chile. Pero se 'quiebra' ante la entereza de su amigo-enemigo y llora frente a la tropa.

 

Allí en la Estancia de Almeida

Se ordenó el fusilamiento

Con un pañuelo amarillo

Sus ojos enceguecieron

Cuando el padre Juan José

Lo acompañaba en silencio

Sonaron ocho disparos

Y quedó escrito en un pliego

Besos para esposa e hija

Que Dios proteja mi suelo

Ahorren sangre de venganza

Firmao' Manuel Dorrego

 

Angela Baudrix, la viuda, queda en la miseria. Sus hijas tienen seis y 12 años de edad. Tiempo después se ven obligadas a trabajar de costureras en el taller de Simón Pereyra, un proveedor de uniformes para el ejército y especulador en la compra-venta de tierras. [Nota al margen: de este señor descienden los Pereyra Iraola. En una de sus extensas propiedades, ubicada en El Palomar, en 1925 se inició la construcción del Colegio Militar de la Nación, del que egresarían varios discípulos de Lavalle. Un general Aramburu, por ejemplo, fusilador de un general Valle.]

 Juan Lavalle nació en Buenos Aires el 17 de octubre de 1797. Desde los 14 años hasta su muerte, a los 44, su vida estuvo consagrada a las armas. Al mando de Dorrego, luchó contra Artigas y combatió en la batalla de Guayabos. El escritor Esteban Echeverría (1805-1851), autor de El Matadero y La Cautiva, que también era unitario, lo describió como 'una espada sin cabeza'.

 En cambio, el periodista e historiador José Manuel de Estrada (1842-1894), considerado uno de los más lúcidos intelectuales de la segunda mitad del siglo XIX, escribió un párrafo sobre Manuel Dorrego que puede considerarse un conmovedor epitafio:

 'Fue un apóstol y no de los que se alzan en medio de la prosperidad y de las garantías, sino apóstol de las tremendas crisis. Pisó la verde campiña convertida en cadalso, enseñando a sus conciudadanos la clemencia y la fraternidad, y dejando a sus sacrificadores el perdón, en un día de verano ardiente como su alma, y sobre el cual la noche comenzaba a echar su velo de tinieblas, como iba a arrojar sobre él la muerte su velo de misterio. Se dejó matar con la dulzura de un niño, él que había tenido dentro del pecho todos los volcanes de la pasión. Supo vivir como los héroes y morir como los mártires'.

 

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No para dar por pensado,

sino para dar en qué pensar

Agenda de Reflexión

Número 136, Año II,

2.-Buenos Aires, sábado 13 de diciembre de 2003

 Los salvajes unitarios

 Investigación histórica de

Ernesto Palacio

 

A principios de 1827 se había producido la brillante victoria de nuestras armas en la guerra del Brasil, a raíz de la usurpación de la Banda Oriental: el 9 de febrero el almirante Brown había derrotado a la escuadra imperial en el Juncal y el día 20 del mismo mes Alvear hizo lo propio -en tierra- en Ituzaingó.

 Las fuerzas brasileñas quedaron deshechas, desmoralizadas y en plena dispersión.

 Pero esta página de gloria sería manchada por una de las mayores vergüenzas que ha sufrido la nación: cuando el general en jefe solicitó refuerzos y caballadas a Buenos Aires para ocupar la provincia de Río Grande y marchar hasta la capital del enemigo, se le negó. Alvear no cosecharía los frutos de su victoria, la patria había dado su esfuerzo y su sangre en vano, porque el gobierno de don Bernardino Rivadavia, en el momento de nuestras armas triunfantes, ¡pedía desesperadamente la paz! Y la pedía por la más miserable de las razones: para sofocar lo que él llamaba anarquía interna –la resistencia rebelde del interior a la tiranía surgida del manotón unitario- y disponer de las fuerzas del ejército nacional para lanzarlas contra sus compatriotas.

 Desoyendo el clamor del interior y el reclamo de patriotas como Pueyrredón, que consideraba indecoroso iniciar gestiones de paz cuando se podían imponer las condiciones más duras, el presidente Rivadavia envía a Río de Janeiro al doctor Manuel J. García con instrucciones rigurosas de obtener la paz a cualquier precio. De entrada, como fórmula conciliadora, García no tuvo reparos en proponer la independencia de la Banda Oriental, según sugestión recibida del ministro inglés Lord Ponsonby –elegido como mediador- encargado de turno de perseguir la permanente intención británica de obtener un puerto franco en el Río de la Plata.

 No obstante la situación apurada de sus ejércitos, el Emperador del Brasil, enterado de lo que ocurría en Buenos Aires, no accedió. Lo cierto es que García terminó firmando una convención preliminar por la cual nuestro país reconocía los derechos del Emperador sobre la Banda Oriental y aceptaba la incorporación al Imperio de la provincia Cisplatina. ¡Vencedores completos en la guerra, derrotados completos en la paz!

 Felizmente, la reacción del espíritu público en todo el país, incluso en Buenos Aires, fue violenta y unánime. Conocidos los términos del convenio, el pueblo se lanzó a la calle, airado, en tumulto. Rivadavia tuvo que presentar la renuncia, que le fue inmediatamente aceptada por el Congreso, e intentó instituir en chivo emisario al ministro García, declarando que se había excedido en el cumplimiento de su misión. Pero no logró engañar a nadie, ni siquiera en su propio partido, que le hizo un vacío inmediato.

 El Congreso eligió un presidente provisional en la persona de Vicente López, quien designó a Juan Manuel de Rosas comandante general de la campaña y convocó en un mes a elección de representantes a la Legislatura de Buenos Aires, resultando una gran mayoría federal. Fue electo gobernador el coronel Manuel Dorrego. Mientras, comienzan a llegar a Buenos Aires los primeros escuadrones del ejército nacional que regresaban de la campaña contra el Brasil.

 Por las calles de la ciudad el desfile es seguido con emoción al par que con pena por el estado desfalleciente de la tropa, que arriba con el uniforme hecho jirones. Algunos piensan que después de los triunfos militares obtenidos frente al Brasil habría que seguir la lucha; otros que la tropa no tenía para cubrirse sino andrajos y los soldados carecían hasta de yerba y de tabaco. Dorrego nombra en reemplazo del general Alvear a Lavalleja, que continuará con las acciones favorables.

 Las arcas de Buenos Aires estaban exhaustas. La administración Rivadavia había sido ruinosa y había agotado los recursos del Estado en gastos de mero boato y en combatir a sus enemigos políticos. Pero el partido unitario había sido derrotado en todo el territorio, y el federalismo se hallaba triunfante en las provincias. Por lo que el noble Dorrego desarrolló su gobierno con gran moderación, sin amenazas ni persecuciones y con su innata y proverbial generosidad.

 Es un valiente; su carrera militar lo ha llenado de gloria; su arrojo y golpe de vista de guerrero nato se destacaron en las victorias patriotas de Tucumán y Salta. Nombró embajadores para tratar la paz en Río de Janeiro a los prestigiosos generales Juan Ramón Balcarce y Tomás Guido, que suscribieron el tratado del 27 de agosto de 1828 que reconocía la independencia de la Banda Oriental bajo la garantía de las dos potencias signatarias.

 La nueva y dolorosa mutilación de territorio constituyó un episodio más de la política intervencionista inglesa en el Río de la Plata, con sus largas secuelas de guerras ganadas y paces perdidas. En esta oportunidad el orgullo argentino trató de satisfacerse con el dudoso consuelo de haber humillado al Emperador, obligándolo a desprenderse de la provincia Cisplatina, que había jurado defender hasta la última gota de su sangre.

 La inquietud del gobierno –y la esperanza del estallido de un contragolpe unitario- se fundaba en el regreso a Buenos Aires de las fuerzas destacadas en la Banda Oriental, que venían anarquizadas por la inacción y, sobre todo, por el pago irregular de varios meses, disgustadas por el resultado de la guerra y minadas por la activa propaganda opositora. Pero Dorrego no lo creía, porque tenía una concepción romántica de la camaradería militar y consideraba absurdo que se alzaran contra él sus compañeros de armas y de gloria, entre quienes contaba tantos amigos.

Cuando se le anunció que el jefe del golpe revolucionario sería el general Juan Lavalle, tampoco lo creyó, atribuyendo a simple bravata su lenguaje exaltado. Además, el gobernador acababa de hacer públicos los manejos de la oligarquía unitaria, sus alianzas con el capital inglés, sus denuncias contra los comerciantes agiotistas, y conocía su total impopularidad en el interior. Los creía derrotados para siempre y ése fue su error: Dorrego no lo tomaba en serio a Lavalle.

 Lavalle, que había ganado merecidos laureles en Chile, en Perú y en Brasil, tenía en efecto fama de ser tan valiente como de poco juicio. Se había hecho notorio por sus desplantes, con los que había enfrentado al propio Libertador Bolívar, y poco tolerante en materia de disciplina. Esteban Echeverría lo iba a pintar como el sable sin cabeza. Era un típico porteño, capaz de las mayores hazañas, pero de fondo frívolo y voluble, más pagado del gesto que del acto y del parecer que del ser: condenado, en suma, a ser instrumento de quienes supiesen halagar sus debilidades. En Buenos Aires había caído en manos del círculo de los doctores unitarios, que lo tenía como alelado y a cuyos miembros escuchaba como oráculos por el destino personal seductor que le vaticinaban. Ellos le habían hecho creer que Dorrego era el jefe de los anarquistas causantes de todos los males, un tirano que oprimía al pueblo apoyado en la más baja plebe, y un traidor a la patria. ¿Cómo no pondría su espada al servicio de la civilización, el orden y la virtud?

 El 20 de noviembre llegó a Buenos Aires la primera división del ejército de la Banda Oriental al mando del general Enrique Martínez. Diez días después Juan Manuel de Rosas manda un aviso al gobernador Dorrego: -El ejército nacional llega desmoralizado por esa logia que desde hace mucho tiempo nos tiene vendidos. Al día siguiente, 1º de diciembre de 1828, estallaba el pronunciamiento. Los cuerpos de línea del ejército, toda la división de Enrique Martínez, íntegramente sublevada, penetra en la plaza de la Victoria al mando de Juan Lavalle y de Olavarría, héroes de las guerras de la independencia y ambos de la flor y nata del centro porteño. Grupos de civiles unitarios los rodean y aclaman, destacándose la sombría figura del doctor Agüero, que hacía las veces de director de la función. Sin fuerzas para resistir a los regimientos de línea, Dorrego abandonó el Fuerte por la puerta trasera y se dirigió al campamento de las milicias de Rosas en San Vicente.

 El general Lavalle salió en persecución del gobernador con un regimiento de caballería. Contra la opinión de Rosas, Dorrego decidió esperarlo y hacerle frente. El 9 de diciembre se encontraron en las proximidades de Navarro, donde las milicias de gauchos mal armados fueron derrotadas y dispersas por las experimentadas tropas de línea. Mientras Rosas se dirigió al norte a pedir auxilio al gobernador de Santa Fe, Dorrego buscó incorporarse al Regimiento 3 en las proximidades de Areco, al mando de su amigo el coronel Angel Pacheco. Pacheco efectivamente le dio asilo y se puso a sus órdenes, pero los comandantes Acha y Escribano amotinaron la tropa, apresaron a Dorrego y lo llevaron hacia la Capital. En el camino recibieron orden de cambiar de rumbo y conducir al prisionero al campamento de Navarro donde se hallaba Lavalle.

 Dorrego pidió a Lavalle garantías para su persona y un salvoconducto para marchar al extranjero. Pero la logia unitaria había decidido que debía morir. Así se apuraron en recordárselo al general premiosas cartas escritas por los doctores para contrarrestar los pedidos de clemencia o un posible desfallecimiento de la voluntad. -Nada de medias tintas, decía Juan Cruz Varela, mientras se regocijaba en El Pampero: -La gente baja ya no domina, y a la cocina se volverá. -Hay que cortar la primera cabeza de la hidra, afirmaba Agüero. Salvador María del Carril, más categórico, refería: -Hablo del fusilamiento de Dorrego. Hemos estado de acuerdo antes de ahora. Ha llegado el momento de ejecutarlo. (...) Una revolución es un juego de azar donde se gana la vida de los vencidos.

 Hace hoy ciento setenta y cinco años, el día 13 de diciembre de 1828 llegó el prisionero Dorrego al campamento de Navarro, y se le comunicó que sería fusilado en una hora. Lavalle no quiso –o no pudo- verlo.

 El periodista e historiador José Manuel de Estrada (1842-1894), un lúcido intelectual de la segunda mitad del siglo XIX, escribió sobre el martirio de Manuel Dorrego: -Fue un apóstol y no de los que se alzan en medio de la prosperidad y de las garantías, sino apóstol de las tremendas crisis. Pisó la verde campiña convertida en cadalso, enseñando a sus conciudadanos la clemencia y la fraternidad, y dejando a sus sacrificadores el perdón, en un día de verano ardiente como su alma, y sobre el cual la noche comenzaba a echar su velo de tinieblas, como iba a arrojar sobre él la muerte su velo de misterio. Se dejó matar con la dulzura de un niño; él, que había tenido dentro del pecho todos los volcanes de la pasión. Supo vivir como los héroes y morir como los mártires.

 Ante la descalificación popular, el golpe decembrista fracasó totalmente y debió recurrir a una feroz tiranía que, en esos mismos días, San Martín reprobó en su retorno al país. Negándose a desembarcar en febrero de 1829, rechazó el papel de verdugo de mis conciudadanos, mientras que Lavalle y sus tropas veteranas eran derrotadas el 25 de abril en Puente de Márquez por las milicias de Estanislao López y de Rosas. Pero serían tantos los crímenes de ese año trágico de 1829, que es el único en la demografía de Buenos Aires donde las defunciones superaron a los nacimientos: hubo 4.658 muertes, cuando en 1827 fueron 1.904 y en 1828, 1.788. La expresión “salvajes unitarios” que entonces se popularizó no fue para nada antojadiza.

 El fusilamiento de Dorrego convirtió a Juan Manuel de Rosas en el jefe indiscutido de los federales, durante un cuarto de siglo. A su previsión y tacto se debió la derrota unitaria y la consiguiente victoria federal, cuando se convirtió en el héroe aclamado de las clases populares. 

Claro que también el fusilamiento inauguró un período larguísimo de guerras civiles que por décadas iba a regar de sangre y luto el territorio argentino.

 

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