Un Aporte para la Construcción de una Sociedad Sustentable
El
derecho a conocer la Historia
Tanto
la Constitución Nacional, como diversos pactos internacionales,
reconocen a todo ciudadano un conjunto de derechos, que se han
venido ampliando con el transcurso del tiempo. Sin embargo, a
veces se aduce, con razón, que esos derechos, reconocidos por la
ley y por la opinión mayoritaria de la sociedad, las más de las
veces no pueden ser ejercidos concretamente, especialmente dada la
desigualdad social reinante: la auténtica libertad de prensa
requiere ser dueño de un diario, el derecho a transitar depende
del dinero para pagar el pasaje, etc.
Si
ahondamos la cuestión, podríamos sostener también que el
verdadero ejercicio de esos derechos exige, como condición para
quien los ejerza, el conocimiento de quién es él mismo, cuál es
el país en que vive y cuál el rol que debería desempeñar para
el progreso suyo y de sus compatriotas.
Pero,
para ello, es obvio que debe conocer profundamente la historia del
país, a la luz de la cual se tornará comprensible su propia
vida. Si, por el contrario, desconoce los rasgos fundamentales de
la sociedad en que vive y las razones por las cuales ella es como
es, puede resultar que ejercite sus derechos de una manera tan errónea
que contraríe los
propios objetivos que busca concretar. Por ejemplo, quien suponga
que los latinoamericanos son abúlicos y perezoso –por
motivos raciales– desconfiará seguramente de aquellos
“oscuramente pigmentados” y los denigrará, cuando, sin
embargo, la verdadera historia le demostraría que ellos fueron
los soldados de la independencia y que dieron su vida a
movimientos políticos que provocaron un fuerte progreso de
nuestros países.
El
derecho de conocer la Historia Argentina resulta, pues,
indiscutible para todos los habitantes del país, como instrumento
fundamental para conocer quiénes somos, dónde estamos y hacia adónde
vamos.
La
Historia Oficial.
Sin
embargo, la Historia que se nos ha venido enseñando, generación
tras generación, de Mitre hasta aquí, no cumple esa tarea de
ofrecernos un cuadro vívido y coherente de nuestro pasado, desde
una óptica popular. Se trata, en cambio, de un relato construido
desde la óptica de las minorías económicamente poderosas
estrechamente ligadas a intereses extranjeros, expuesto como
sucesión de fechas y batallas cuya relación, más de una vez,
aparece como arbitraria o sólo generada por enfrentamientos
personales. Durante largos años, diversos investigadores la
impugnaron –generalmente desde los suburbios de la Academia,
pues ésta se halla controlada por la clase dominante- y en muchas
ocasiones ofrecieron pruebas irrefutables de que la Historia
oficial no era, en manera alguna, “la historia argentina”, es
decir, el relato interpretativo de nuestro pasado, visto con una
“óptica neutra y científica, alejada de las pasiones políticas”,
como lo pretendían los docentes de antaño, por supuesto, con
total buena fe. Se demostró que en el campo de la heurística (cúmulo
de datos, documentos, objetos, etc. que constituyen la materia
prima de la historia) se escamoteaban muchos sucesos: por ejemplo,
que Olegario Andrade no era sólo poeta sino militante y ensayista
político, al igual que José Hernández, que los negocios del
Famatina gestionados por Rivadavia implicaban una colusión de
intereses privados con la función publica, que tanto San Martín
como O’Higgins odiaban al susodicho Rivadavia, que la represión
de los ejércitos mitristas en el noroeste, entre 1862 y 1865,
significó la muerte de miles de argentinos y hasta, durante largo
tiempo, se ocultó la batalla de la Vuelta de Obligado para no
reconocer el mérito de Rosas, aún disintiendo con su política
interna, de defender la soberanía de la Confederación. Asimismo,
se demostró que en el campo de la hermenéutica (la otra columna
de la historia, referida a la interpretación, que explica la
concatenación de los hechos históricos entre sí) también se
habían tergiversado figuras y sucesos, como, por ejemplo, mostrar
al buenazo del Chacho Peñaloza como autoritario y represor para
justificar que los “civilizadores” le cortaran la cabeza y la
expusieran en una pica en Olta, suponer que San Martín estaba
mentalmente declinante cuando le legó su sable a Rosas, siendo
que el testamento lo redactó a los 65 años (siete años antes de
su muerte).
Estas
críticas provinieron, inicialmente, del nacionalismo reaccionario
–denostador de Sarmiento por la defensa de la enseñanza laica y
no por sus concesiones al mitrismo- y también de investigadores
que carecían del título de historiadores, por lo cual la clase
dominante los desplazó a los suburbios de la cultura y ni
siquiera se dignó polemizar con ellos. Más tarde, cuando otras
críticas provinieron de un marxismo que echaba raíces en
América Latina, también se las descalificó por carecer
de óleos académicos.
Por
supuesto, un pensamiento liberal honesto –aunque con ataduras a
los intereses económicos dominantes- hubiese reconocido que
inevitablemente existe “una política de la historia” y que,
en razón de esto, las diversas ideologías que disputan en el
campo político, también lo hacen en el terreno de la
interpretación histórica. Hubo algunos, es cierto (quizás podrían
citarse a Saldías y a Pérez
Amuchástegui), que no
obstante su concepción liberal, se negaron a convalidar muchas fábulas
inconsistentes, pero, en general, los historiadores oficiales se
abroquelaron en la versión mitrista, divulgada por Grosso, y
condimentada por Levene, Astolfi, Ibáñez y tantos otros, y
luego, en el “mitrismo remozado” por Halperín Donghi. Con la
ayuda de otras disciplinas –que le otorgaban cierta
verosimilitud científica- la “Historia social” ofreció,
entonces, una versión aggiornada de la vieja historia oficial, en
la cual los héroes tradicionales –quienes todavía dan nombre a
plazas, calles, localidades, etc.– permanecieron incólumes
mientras los “malditos” continuaban siendo vituperados (Felipe
Varela por fascineroso, Facundo por bárbaro, Dorrego por díscolo)
o sepultados en el más absoluto silencio (“Pancho” Planes por
morenista, antirivadaviano y dorreguista, Fragueiro por pretender
una banca social, el viejo Alberdi por su condenar el genocidio
perpetrado en Paraguay, David Peña por “facundista” y
“dorreguista”, Rafael Hernández por industrialista, Juan Saa,
Juan de Dios Videla y Carlos Juan Rodríguez por federales
enemigos de la oligarquía porteña). Igual destino sufrieron los
historiadores heterodoxos, que se apartaron de la línea oficial,
aislados, silenciados, hundidos en el olvido, como Ernesto
Quesada, Manuel Ugarte, Juan Alvarez, Francisco Silva, Ramón
Doll, Rodolfo Puiggros, Enrique Rivera y tantos otros.
Como
señaló con mordacidad Arturo Jauretche, “esa historia para el
Delfín, que suponía que el Delfín era un idiota” no sirve
para que un argentino se reconozca por tal, para que entienda su
condición latinoamericana a través del auténtico San Martín
(cruzando los Andes con bandera distinta a la argentina, la cual sólo
los cruzó en la imaginación de la canción escolar, y más aún,
haciendo la campaña al Perú bajo estandarte chileno) o encuentre
que una política de expropiación a las grandes intereses tiene
sus antecedentes tanto en el mismo San Martín en Cuyo, como en el
Moreno del Plan de Operaciones, así como la defensa de la
industria nacional viene desde Artigas, pasa por San Martín y se
consolida en Rafael Hernández y Carlos Pellegrini. Tal historia
–agregaba Jauretche “le ha quitado el opio que tomaba San Martín
para calmar sus dolores estomacales” por considerarlo mal
ejemplo para los alumnos, con lo cual San Martín continúa
retorciéndose de dolor, mientras el opio se ha transferido a la
Historia Escolar con el consiguiente adormecimiento de los
alumnos.
No
extrañe, entonces, que muchos argentinos de hoy no sepan quiénes
son, ni en qué lucha insertarse, ni qué gestas del pasado
continuar y concluya en el desánimo o el pasaporte. Le han robado
su derecho a conocer la propia Historia, para robarle su derecho
al futuro.
La
crisis de la historia oficial .
Pero,
ahora ocurre que las viejas estatuas crujen, que los cartelitos de
las calles apenas se sostienen sacudidos por nuevos vientos, que
algunos libros clásicos se caen y por efecto dominó, arrastran a
los divulgadores, angustian a los conferenciantes, provocan
insomnio a los académicos. Esta afirmación no es mera conjetura
sino que surge de un artículo publicado en “Clarín”, del 24
/5/2002, por una de las figuras más importantes de la corriente
historiográfica denominada “Historia Social”, que hoy
predomina en las universidades. Allí se afirma que “los
historiadores profesionales” ya no acuerdan con la interpretación
de Mitre: “Estamos lejos de lo que se enseña en la escuela y
también del sentido común”. Si bien no confiesan que su nueva
visión latinoamericana proviene de los historiadores “no
profesionales” (Por ejemplo, Manuel Ugarte en 1910, Enrique
Rivera en “José Hernández y la Guerra del Paraguay”,
publicado en l954 o “Imperialismo y cultura” y “Formación
de la conciencia nacional”, publicados en 1957 y 1960, por Juan
José Hernández Arregui), lo importante consiste en que ahora
manifiestan desacuerdo con la versión tradicional, que Mitre
“inventó”. Después de más de un siglo, resulta ahora que
desde el Departamento de Historia de la Facultad de Filosofía y
Letras de la Universidad de Buenos Aires se les anuncia a los
maestros que han difundido una historia falsificada, errada, que
carece del sustento científico que antes se le había otorgado
desde las supuestas altas cumbres del pensamiento científico.
Claro,
estos “historiadores profesionales” comprenden la gravedad de
lo que afirman y admiten: “Sin duda, hay una brecha que debe ser
cerrada, pues en Historia, tanto como en física o Matemáticas no
puede admitirse tal distancia entre el saber científico y el
escolar”. Indudablemente, sería sorprendente que en la
Universidad explicasen la revolución de mayo como integrando una
revolución latinoamericana en “una guerra que enfrentó a
patriotas y realistas” (absolutistas) como lucha entre
“americanos y godos” (no ya entre independentistas y españoles)
después que los maestros la han enseñado como una revolución,
realizada por argentinos que odiaban todo lo español. (Y lo han
hecho con los consiguientes dolores de cabeza cuando algún niñito
“prodigio” preguntaba: ¿entonces, por qué había españoles,
como Larrea y Matheu, en la Primera Junta? Entonces, ¿por qué
flameó la bandera española en el frente hasta 1814? Entonces,
por qué regresó San Martín, en 1811, si por toda su formación
cultural, familiar, militar, etc. debía ser un español hecho y
derecho, después de pasar pasado entre los 6 y los 33 años en
España?)
Con
toda razón, esos maestros deberían enrostrarle a los
“historiadores profesionales” que no han cumplido función
alguna, desde la Universidad y la Academia, al permitir que se
difundieran interpretaciones falsas de nuestro pasado, las cuales
curiosamente tienden a desvincularnos de América Latina y de la
España revolucionaria, para idealizar a la Revolución de Mayo
como un movimiento “por el comercio libre” ...con los
ingleses.
¿Qué
función cumplen estos “historiadores profesionales” –podrían
argumentar los maestros- si no son capaces de disipar los errores
en la primera etapa de la escolaridad? Como “los historiadores
profesionales” preveen esa crítica, aducen que esa brecha entre
el saber científico y el escolar (que por primera se reconoce que
no es científico) debe cerrarse “con cuidado”, porque “este
relato mítico es hoy uno de los escasos soportes de la comunidad
nacional” y habría sido “inventado” por Mitre para
otorgarnos una “identidad nacional”.
¿Qué
significa esta última apreciación? Que, si bien la historia
escolar no es científica, ha sido “inventada” y de una u otra
manera nos da “identidad nacional”, que si bien “aquellos
hombres no fueron héroes inmarcesibles, sino sólo hombres como
nosotros”, nos dieron “una forma, un modelo de sociedad y de
Estado” que debe preservarse y recrearse permanentemente.
Corresponde preguntar, entonces: ¿Cuál es ese modelo? ¿El de
Martínez de Hoz, acaso? ¿Cuál es ese Estado? ¿El que promovía
redistribuir el ingreso en los años 50 o el que favoreció
nuestro endeudamiento externo en 1976.?
Grave
encrucijada para la Historia oficial en momentos en que la mayoría
de la sociedad argentina cuestiona a los políticos, a los Bancos,
a los magistrados de la Corte Suprema. ¿Sorprendería acaso que
entre tanta cosa vieja, ya inservible, fuera también al desván
la Historia Oficial? ¿Sorprendería acaso que el pueblo reclamase
el derecho a conocer su verdadera historia, para saber quién es
realmente, cuáles son sus hermanos de causa y quiénes lo que
pretenden cerrarle el horizonte?
En
esta época en que se avecinan transformaciones profundas, el
conocimiento de una verdadera identidad –no “identidad
colonial” sino “identidad nacional”, no “inventada” por
nadie, sino forjada por los argentinos a través de una larga
lucha por la justicia, la igualdad y la soberanía– seguramente
permitirá a las mayorías populares argentinas lanzarse a gestar
un futuro digno de ser vivido.