Un Aporte para la Construcción de una Sociedad Sustentable
JESÚS Y LA POLÍTICA
(Por el Padre Carlos Mugica)
La relación entre fe cristiana y compromiso político es el tema número uno de
la reflexión teológica contemporánea. Por eso no resulta demasiado
sorprendente que Oscar Cullmann, uno de los más importantes teólogos del
protestantismo actual, considerando por católicos, protestantes y judíos sin
distinción como el mejor exégeta tal vez, que hay hoy del Nuevo Testamento, se
ocupe de la relación que existió entre el Jesús histórico y los
revolucionarios de su tiempo.
Nadie ignora que a partir del Concilio Vaticano II, que con su histórica
Constitución Pastoral Gaudium et Spes (La Iglesia en el Mundo Contemporáneo,
1964 y, sobre todo, con la Encíclica Populorum Progressio (1966) de Pablo VI,
el tema de la relación entre la fe y el compromiso político es el que ha
absorbido la atención de los teólogos y pensadores cristianos. Y el proceso se
ha ido acentuando cada vez más. Basta a hojear la revista Concilium, que reúne
a los más importantes teólogos renovadores europeos y comienza a darle amplia
cabida al tema en sus páginas.
Es cierto que en los países llamados desarrollados, que con más precisión
desde el Tercer Mundo son señalados corno subdesarrollantes, la problemática
teológica es mucho más conflictiva ya que se cuestiona la esencia misma del
mensaje revelado. Como decía un gran teólogo' "allí la mordedura llegó
hasta el hueso". Se cuestiona no sólo la legítima pretensión de la
Iglesia de ser la sucesora de los apóstoles, sino la misma divinidad de Cristo,
a quien se pretende presentar como el prototipo del hombre para dos demás, pero
no necesariamente como el Hijo de Dios. Al reducir a Cristo a una dimensión
meramente humana, presentándolo como el hombre que llegó al fondo en la
capacidad de amar, en la entrega a los hombres a través de su máxima
manifestación, dando la vida por ellos, se dinamita el dogma básico de la fe
cristiana: la Resurrección.
San Pablo enseña: "Si Cristo no resucitó, los cristianos somos los
hombres más estúpidos de la tierra". Y tiene razón si Cristo no resucitó,
no hay salida para los ciegos, paralíticos y esquizofrénicos de este mundo,
por más revoluciones sociales que se propugnen. El marxismo, pienso yo,
encuentra su límite más terrible en el pasado. No hay salida trascendente para
los que ya murieron. Para el cristianismo, la muerte no existe. Para el
cristiano no hay más que una sola vida, pero que tiene tres instancias: la histórica
que podemos llamar vida uterina, luego viene el parto que es la muerte, para
acceder finalmente a la vida plenamente creadora: la vida eterna, que supone
entrar a compartir la existencia tremendamente fecunda y gozosa de Dios. Es
entrar, por decir así a crear desde Dios, nuevos mundos. Y precisamente, por
ser totalmente creadora, la existencia se vuelve totalmente dichosa.
No obstante esta preocupación constante por salvar el basamento mismo de la fe
cristiana los teólogos europeos comienzan a reflexionar sobre el tema religión
y política porque munchos jóvenes, hoy, en Europa, entran en crisis de fe al
sentir que c' modo de presentación del mensaje cristiano y el rol que desempeña
la Iglesia aparecen como sustentadores de una sociedad que agoniza del orden
establecido, al que Helder Cámara llama el "desorden establecido".
Sin duda que a nivel cristiano fue decisiva en este punto la toma de posición
del Magisterio de la Iglesia y sobre todo, de Pablo VI. En la Constitución
Pastoral la Iglesia en el Mundo Contemporáneo, el Concilio exhorta a los
cristianos a comprometerse en la creación de una sociedad nueva y a ampliar el
campo del compromiso solidario al mundo entero. La encíclica Populorum
Progressio precisa más el campo de atención y de acción. Es la Carta
fundamental del Tercer Mundo desde la perspectiva católica. No basta ya luchar
para que desaparezcan los individuos ricos y pobres, sino que se trata de acabar
con los países ricos y los países pobres. No se trata de que los pueblos ricos
ayuden a los pueblos pobres sino de que los pobres dejen de ser pobres. Realizar
una acción que signifique a nivel de pueblos lo que Helder Cámara quiere para
el campesino miserable del Nordeste brasileño: "ayudar al hombre a ponerse
de pie". No se trata de "pararlo" paternalísticamente sino de
ayudarlo a ayudarse. Aceptar el surgimiento original o inédito de los pueblos
del Tercer Mundo. Claro que este planteo de Pablo VI parece ingenuo. Porque para
que surjan los pueblos nuevos los países dominantes deben renunciar a sus
apetitos imperiales.
Esta necesidad de atender a las crisis internas de las Iglesias que corrían el
riesgo de desaparecer con el cambio generacional, es la que en última instancia
ha obligado a los teólogos europeos a mirar más allá de sus narices y
advertir que existe un Tercer Mundo. No hay duda de que Pablo VI, con su
ejemplo, ha contribuido a empujarlos. Por eso no sorprende demasiado hoy que
Cullmann, el gran exégeta protestante contemporáneo, amigo personal de Pablo
VI y observador en el Concilio Vaticano II, se ocupe de la relación entre fe y
militancia política. Es la primera vez que lo hace, ya que hasta ahora sólo le
preocupó la relación entre fe e historia desde una perspectiva más distante.
Pero es indudable que él mismo ha contribuido a este "aterrizaje" de
la teología católica y protestante actual. Con su Cristo y el tiempo, Cullmann
fue uno de los pioneros de este siglo en señalar el sentido evolutivo de la
formulación de la fe y la relación entre revelación e historia humana,
mostrando que Dios no sólo se revela a través del mensaje bíblico sino también
a través de la historia humana, a través de lo que Juan XXIII llamará después
"los signos de los tiempos". Por eso es que hoy son muchos los teólogos
que afirman que Dios se revela ante todo y principalmente a través de la Biblia
pero que también lo hace a otro nivel, ciertamente, para los católicos, a través
del Corán, Marx, Freud o Einstein. El Cardenal Bea, hablando a cristianos,
protestantes y musulmanes, les decía: "Te hemos que compartir la porción
de verdad que hay en cada una de nuestras religiones para acercarnos más al
Dios que todos amamos". Y Pablo VI, en su discurso a los observadores del
Concilio (Cullmann, entre ellos), dirá: "Ustedes (protestantes, ortodoxos)
y nosotros (católicos) estamos en un mismo camino, y vamos hacia una novedad
que debe ser engendrada".
Esto no significa que la Iglesia Católica renuncie a nada de lo que constituye
su esencia, sino al contrario, que explicite su esencia, que explicite todas las
virtualidades que contiene en su seno.
El acto académico de la inauguración de los cursos de 1969 de la Facultad
libre de Teología protestante de París fue la ocasión para que Cullmann, a
través de su trabajo Jesús y los revolucionarios de su tiempo incursionara por
primera vez en el campo de la teología política. Es una obra breve, concisa,
de 87 páginas, en la que Cullmann nos propone desde el Evangelio, y con el
rigor histórico que el tema exige, las bases para reflexionar sobre la relación
entre la fe y el compromiso político. Lo que le preocupa a Cullmann en primer
lugar es cuál fue la actitud concreta de Jesús, qué fue lo que El hizo y dijo
en relación al poder de su tiempo, cómo se situó el Jesús histórico frente
a los factores de poder que hoy tiene que encarar un cristiano. Ciertamente que,
en el mundo en que se movía Jesús -la sociedad geográfica de Israel, donde lo
religioso y lo político aparecían íntimamente fusionados- el problema era más
grave y difícil. Cullmann demuestra que Jesús de Nazaret no puede ser
encuadrado en ninguno de dos principales movimientos de su tiempo. Su obediencia
radical a la voluntad divina, que se asienta en su íntima comunión con Dios, y
en la espera de su Reino y su justicia, no se acomoda ni a la perspectiva de los
grupos que defendían el orden establecido en Palestina, ni a la de los que
combatían por la violencia. Al analizar el comportamiento histórico de Jesús,
Cullmann, no niega la necesidad que hoy experimenta un cristiano acerca de cómo
situarse frente a las distintas manifestaciones del poder; sostiene que el
resultado del análisis histórico debe crear en el cristiano la base que le
permita plantear correctamente el problema, eludiendo simplificaciones
reducidoras, fruto de posiciones ideológicas dogmáticas que conducen a un
Cristo pacifista a outrance o a un Cristo guerrillero.
Es importante señalar que, para un cristiano, el Jesús histórico es un punto
de referencia fundamental para reflexionar sobre la validez de su compromiso,
pero sin olvidar nunca que Cristo sigue hoy vivo y actuante a través de la
historia, a través de su Espíritu, que se expresa particularmente -para los
católicos- por el Magisterio de la Iglesia.
Ubicando a Jesús en su tiempo, lo encontramos enfrentado a un movimiento de
resistencia religiosa y política: el movimiento zelota. Los zelotes luchan por
medio de la violencia contra la autoridad establecida, en la que ven la expresión
del paganismo e imperialismo romanos, opuestos a su religión monoteísta y a su
libertad como pueblo. Cuando Jesús entra en la vida pública, el problema número
uno de Palestina es la resistencia al invasor romano, problema religioso y político
a la vez.
Hoy en día, en que tanto se habla de teología de la revolución, se corre el
riesgo de hacer de Jesús pura y simplemente un rebelde zelota. Cullmann afirma
que esto se explica, dado que la condenación jurídica de Jesús no es
decretada por los judíos sino por los romanos. que sólo se preocupaban de la
actitud política de la gente. Esto es demostrado por Cullmann de manera
indudable dable, sobre todo cuando señala que Jesús fue ejecutado al modo
romano, es decir, mediante la crucifixión, y no como la pena de muerte judía,
que era la lapidación.
Además, la inscripción sobre la cruz, "Jesús, rey de los judíos",
aludía claramente a la razón política de la ejecución: éste pretende ser
Rey, por lo tanto, sustituir al César.
Para poder ubicar bien a Jesús en su contexto histórico y percibir la
originalidad de su vida y su mensaje, es indispensable advertir -como lo muestra
Cullmann- que en los evangelios hay dos categorías de textos, que aluden a
palabras y gestos de Jesús: 1) por un lado, los que aproximan a Jesús al
zelotismo: a) los que se refieren a la aproximación creciente de Jesús a las
masas, b) sus crueles ironías hacia los gobernantes, c) el tener entre sus discípulos
a tres antiguos zelotas: Simón el Zelota, Simón Pedro y Judas Iscariote; d) su
condenación por los romanos que lo creían agitador zelota, etcétera. 2) Por
otro lado, están los textos en que Jesús aparece como adversario de toda
violencia y de toda resistencia política: a) las parábolas de la no-violencia,
b) el amor a los enemigos, c) orden de no usar la espada para defenderlo, d)
rechazo enérgico de todo elemento político en su misión divina, etcétera. En
esta línea se puede afirmar que la gran tentación que Jesús rechazó como satánica
fue la de erigirse en líder político, en jefe revolucionario.
La raíz común de las dos series de textos contrapuestos está en la esperanza
central de Jesús: la espera del Reino que va a venir. Para Jesús, el Reino que
va a venir, viene por obra de Dios antes que por obra del hombre. Por eso, todos
los fenómenos de este mundo deben ser relativizados lo que no quiere decir
minimizados, sino orientados al Reino definitivo. Así, Jesús, al
sacramentalizar al amor humano, lo relativiza, es decir, muestra que tiene
relación a una instancia más profunda, en que se realiza el amor pleno y
total. Esa instancia es el amor en Dios.
El temor a la afirmación de Marx, "la religión es el opio del
pueblo" -que históricamente ha tenido validez en muchos casos- no debe
impedir el percibir la originalidad del mensaje de Cristo que es evidentemente
escatológico (es decir, que mira el fin de los tiempos). Helder Cámara, Luther
King, y Camilo Torres, que con su solo testimonio invalidan la objeción de
Marx, si se le quiere dar un alcance universal, nunca perdieron de vista que la
revolución no significa la instalación del Reino de Dios en la tierra, y que
debe ser permanentemente revolucionada y criticada desde la fe, hasta que el Señor
vuelva. Ciertamente, esa crítica sólo se podrá ejercer honestamente a los
ojos de los hombres de nuestro tiempo, desde adentro del proceso, participando
de la acción revolucionaria, aunque se la relativice en el sentido antes
expuesto.
Por eso Cullmann señala que la esperanza del Reino futuro (que no es de este
mundo), que totaliza la perspectiva de Jesús no lo aleja a Él de la acción en
este mundo que pasa, y para este mundo que pasa.
Es evidente que Jesús se sitúa en una actitud crítica frente a todas las
instituciones existentes en su tiempo. Forman parte del mundo pervertido que
pasará y no tienen, por lo tanto, ningún valor eterno. Jesús es el
revolucionario más ambicioso de todos los tiempos, ya que no pretende crear
nuevas estructuras, no pretende acabar la explotación del hombre por el hombre,
no apunta a una sociedad nueva sin injusticias, sino que pretende crear una
nueva vida, un nuevo modo de existir absolutamente impensable para el hombre, e
imposible de alcanzar con sus solas fuerzas: la vida divina.
Es cierto que comenzar a vivir esta nueva vida traerá, como consecuencia,
cambios profundos en las relaciones humanas y posibilitará la creación de una
nueva sociedad. Pero Jesús no pierde el tiempo participando en una acción que
encare la destrucción de las estructuras corruptoras mediante la violencia. Él
no quiere desviar los corazones de su predicación que es el Reino de Dios, que
no es de este mundo. Se trata de un nuevo modo de existir, insospechable para el
hombre. Fue necesaria la Encarnación del Hijo de Dios para que el hombre
pudiera aceptarla. Así como el mono jamás soñó en convertirse en hombre, la
vida divina que Cristo trae al hombre resulta tan desproporcionada a sus
apetencias terrenas, que Theilhard llama el salto mortal en la línea de la
evolución: el paso del hombre a la vida transhumana, a la vida cristificada.
Jesús cambia en el culto todo lo que se opone a su radicalismo escatológico,
todo lo que atenta ya, entonces, contra la nueva vida que anuncia, vida que
supone el sano desarrollo en libertad de la interioridad del hombre. Cristo
acaba con el culto alienante y exige un culto a Dios que se traduzca en la
liberación real del hombre. Por eso Pablo VI dice en su discurso de clausura
del Concilio del 7-12-71: "Nosotros, los cristianos, más que nadie,
tenemos el culto del hombre". Y dice verdad. Porque en la enseñanza de
Cristo, el modo no ilusorio, no tramposo de glorificar a Dios, es el amor real y
comprometido al hombre: "Ustedes son mis discípulos, si se aman unos a
otros".
Jesús no reniega de la tradición. Elimina de ella los elementos que impiden
captar con pureza la radicalidad de su mensaje. Hoy sucede algo parecido con las
corrientes renovadoras de la Iglesia, que postulan la socialización de los
medios de producción y el advenimiento del socialismo. Buscan su apoyo en la
auténtica tradición de la Iglesia, desvirtuada en los últimos siglos por el
individualismo capitalista. Y esta auténtica tradición se refleja ante todo en
el Nuevo Testamento, que asienta por escrito las vivencias de las primeras
comunidades cristianas. Y allí se ve que, desde el vamos, los primeros
cristianos vivieron en comunidad de bienes. Mientras resonaban con fuerza en sus
oídos las enseñanzas del Maestro, prescindieron de la propiedad privada
individualista. A medida que se fueron alejando de su origen, este rigor hacia
la propiedad individual fue desapareciendo, aunque siempre en la historia de la
Iglesia existieron comunidades de hombres que mantuvieron una distancia radical
frente a la posesión de los bienes. Basta recordar a San Francisco de Asís.
La actitud profundamente trascendente de Jesús lo lleva a descartar todo lo que
se oponga al mundo directo de su mensaje escatológico, y lo llevó a
enfrentarse con los defensores de la letra de la ley y con los zelotes
nacionalistas sectarios. Porque Jesús viene a anunciar el plan divino no sólo
a Israel, aunque reconoce su peculiar ubicación en la redención, sino a todos.
De ahí que su fraternal apertura hacia los paganos y samaritanos escandaliza a
los judíos, y en particular a los zelotas, cuyo odio al extranjero era
ilimitado.
Cuando los hombres de hoy luchan por extirpar las clases que dividen a los
hombres en explotadores y explotados, y se oponen al neocolonialismo y al
imperialismo, están reconociendo en la práctica, tal vez sin advertirlo, la
fuerza del mensaje que Cristo trajo hace dos mil años.
Los evangelios muestran con meridiana claridad que Jesús estigmatiza sin piedad
a los ricos y predica con inusitada violencia contra la injusticia social. Jesús
anuncia por un lado, que a la luz del Reino que vendrá, la diferencia entre
ricos y pobres es contraria a la voluntad divina. Este juicio sobre el orden
social de su tiempo es, como tal, un juicio revolucionario. Pero Jesús como ya
dijimos, no apunta a voltear el orden social directamente. El exige otra cosa de
sus discípulos: cada uno debe aplicar individualmente desde ahora las normas
del Reino futuro. Cada hombre, como individuo, debe ser cambiado por la ley del
amor. Jesús se preocupa por hacer desaparecer en el individuo el egoísmo, el
odio la injusticia, la falsedad.
Esta enseñanza de Jesús sigue siendo hoy indispensable. Si todos los que hoy
en la Argentina nos decimos cristianos, realizáramos a fondo nuestra revolución
interior, pasáramos de la injusticia al amor, ciertamente que la configuración
de nuestra sociedad sería otra. Y no se daría, por ejemplo, el hecho
escandaloso de que solamente en Buenos Aires haya 120.000 departamentos vacíos
y más de 2.000.000 de personas viviendo en villas miseria y conventillos. Sin
hablar de "cristianos" con dos o tres casas, que viven lo más
"panchos", ignorando la situación de miseria de sus hermanos en la
fe.
Es cierto, como ya antes quedó señalado, que el Magisterio de la Iglesia enseña
que la conversión del corazón, para no ser ilusoria, supone hoy una acción
política eficaz que busque eliminar las injusticias estructurales. Y que sea
natural que una profunda conversión del corazón lleve al compromiso
revolucionario, que busque acabar con la explotación del hombre por el hombre
como lógica consecuencia.
Ortega decía: "El hombre es él y su circunstancia". Después de
Marx, esto no puede ser ignorado por los cristianos. Y toda la enseñanza actual
de la Iglesia exige atender ciertamente a la conversión personal, pero simultáneamente
a "la circunstancia", que en ciertas situaciones puede ser
determinante de las actitudes interiores.
Pablo VI señala en su Carta al Cardenal Roy, refiriéndose a la insensibilidad
social de los grandes empresarios, fruto de su tren de vida: "Muchos
involucrados en las estructuras y acondicionamientos modernos están
determinados por sus hábitos de pensamiento, sus funciones, cuando no lo están,
también, por la salvaguarda de sus intereses materiales".
Es cierto, sin duda que la cuestión se resolvería por sí misma si cada
individuo se convirtiera tan radicalmente como Jesús lo exige. Pero también es
cierto que el condicionamiento estructural puede penetrar hasta la interioridad
de la persona e imposibilitarla para el cambio profundo. De ahí que hoy resulta
inseparable en el cristiano la conversión del corazón y la acción política
que busca la conversión de la sociedad.
Los primeros cristianos se tomaron en serio las enseñanzas de Jesús. Por eso
vivían en comunidad de bienes (Actos de Apóstoles 4,36-5,4). Y su testimonio
hizo explotar la institución madre de la opresión humana: la esclavitud.
Jesús fue condenado a muerte por Pilatos como rebelde político, como zelota.
Su mensaje trascendente resultó incomprensible, tanto para la mentalidad teocrática
y sectaria de los zelotas como para la mentalidad pagana de los romanos, que se
engañaron acerca de las verdaderas intenciones de Jesús. Su esperanza escatológica,
es decir, de la realización plena del reino fuera del tiempo, llevó a Jesús a
una actitud agudamente crítica frente al poder romano que lo hizo aparecer como
zelota. Y los movimientos populares que suscitó su acción, indudablemente
aparecían, ante los ojos de los romanos, como levantamientos contra el orden
establecido.
El Sanhedrín, como lo muestra el evangelista Juan (Juan 11,48), al advertir que
el movimiento popular a favor de Jesús se agranda día a día, toma la decisión
de denunciarlo como rebelde político a los romanos, para que la acusación no
recayera sobre él.
Cullmann demostró en su momento, en Dios y el César que Pilatos no se limita a
ratificar una pena aplicada por los judíos os, sino que es el que eficazmente
juzga a Jesús. En Getsemaní es la cohorte romana -y no los judíos- la que
apresa a Jesús. Es cierto que la responsabilidad moral le cabe al Sumo
Sacerdote y al partido del Sanhedrín (y no al conjunto del pueblo judío), pero
la responsabilidad jurídica corresponde exclusivamente a los romanos.
Es cierto que Jesús es condenado por zelota, por revolucionario, pero esta
acusación de ninguna manera significa que Cristo fuera realmente zelota, sino
que su actitud trascendente, profundamente religiosa, escapaba a toda
posibilidad de comprensión por parte de los paganos.
En los Evangelios se ve con claridad que Jesús elude los movimientos populares
que suscita con su acción, sobre todo cuando el pueblo trata de hacerlo rey
(Juan 6,15) y los zelotas perciben que no quiere adherirse a su partido ni hacer
cansa común con ellos. Jesús se atribuye a sí mismo la profecía de Isaías,
que presenta al Mesías como el siervo de Jahvé, como un varón de dolores, y
considera como la tentación capital de su vida la de erigirse como líder político.
Esto queda sugerido en el episodio misterioso de las tentaciones en el desierto.
A la proposición del demonio de constituirlo en rey señor del mundo, Jesús
contesta: "Apártate, Satán" (Mateo 4,10). Y se resiste a ser llamado
Mesías. Prefiere designarse a sí mismo como Hijo del Hombre. Es realmente
significativo que prefiera este título aun al de Hijo de Dios. Para los
cristianos que miran a Jesús con los ojos de la fe, éste es un índice más de
compromiso definitivo del Dios Hombre con los hombres. Cuando se pretende usar
la violencia para impedir su detención, se opone enérgicamente. Y coherente
con la afirmación de su mensaje trascendente, responde a la pregunta de
Pilatos: "Mi Reino no es de este mundo.
Un elemento original de su mensaje, tal vez el más profundo, coloca a Jesús
por encima de los antagonismos de su tiempo. El Amor a los enemigos. Es cierto
que, de suyo, el amor al enemigo. no excluye necesariamente el enfrentamiento,
incluso violento, con éste, en situaciones extremas, como se ha dado tantas
veces en la historia, pero Jesús traza las líneas ideales de conducta, válidas
para todos los tiempos y que suponen para el cristiano en situación de lucha o
aun de guerra una permanente tensión de reconciliación.
Cuando El dice que no vino a traer la paz sino la espada, de ningún modo está
recomendando la guerra santa: constata que la decisión que su mensaje exige de
los hombres provoca disensiones entre ellos y puede suscitar la persecución en
sus discípulos. La historia reciente y actual muestra cómo las palabras de
Cristo tienen plena vigencia. Luther King, el apóstol de la no-violencia, es
eliminado violentamente. Es que el mundo no puede soportar el mensaje cristiano
cuando se expresa con su fuerza original. Las palabras de Jesús: "Si a mí
me persiguieron, los perseguirán a ustedes", son para siempre. Pueden dar
buena fe de ellas los laicos, obispos y sacerdotes de América latina, que por
su fidelidad al Evangelio sufren hoy las consecuencias de la violencia
institucionalizada.
La actitud de Jesús en el Evangelio es de una profunda unidad. El quiere
afirmar a fondo la trascendencia de su mensaje, su originalidad en un mundo
cerrado en la inmanencia. Sin embargo, es fundamental tener en cuenta,
como lo señala Cullmann, que su actitud no puede ser traspuesta sin más a
nuestros días. Son muchos los teólogos que afirman hoy. Cullmann entre ellos,
que en la perspectiva de Jesús el fin del mundo era inminente y, por lo tanto,
poco importaba cambiar las estructuras de la sociedad. Es importante entonces,
como lo dijimos antes, no absolutizar al Jesús histórico cuando lo buscamos
como norma para orientar nuestra actitud frente al compromiso político y la
revolución. Para los cristianos, Jesús es el Cristo resucitado que, vivo y
lleno de fuerza sigue conduciendo a su pueblo a través de la Iglesia, de su
Magisterio y de la Historia. El cristiano de hoy, convencido de que estructuras
injustas dificultan la conversión del corazón, no debe olvidar jamás ,la
necesidad de la revolución interior.
En la Unión Soviética se ha realizado una revolución social y económica, qué
duda cabe. Pero la burocracia parasitaria que impide al pueblo una real
participación en el poder político es una realidad indudable. Por más
revolución social que se propugne, y hoy es absolutamente indispensable
encararla en los pueblos del Tercer Mundo, será necesario realizar el proceso
interior de la conversión continua del odio al amor para buscar el poder no
para dominar sino para servir. Un no cristiano genial de nuestro tiempo parece
haberlo comprendido. Cuando Mao realiza la revolución cultural y habla de la
necesidad permanente de revolucionar la revolución está postulando
precisamente un cambio hondo del corazón, como también lo exige Jesús.
Este trabajo de Cullmann es un aporte importante para la reflexión de los
cristianos, que hoy, tal vez con más seriedad que nunca, asumen el compromiso
político y la lucha revolucionaria porque comprende que el Reino de Dios
comienza ya en este mundo. Para no falsear su testimonio será importante
"o tener vergüenza del Evangelio" (Epístola a los romanos, I, 16)
que siempre, en alguna de sus dimensiones, será considerado "locura"
por el mundo. Se trata de usar de las cosas de este mundo, buscando su
transfiguración, pero como "si no se las usara". Esta tensión entre
estar en el mundo luchando por la liberación del hombre en todos los frentes.
sin ser del mundo, sin hacer de esta instancia terrena el destino definitivo, es
lo que Cristo exige hoy al cristiano, y éste es el desafío que debe asumir sin
claudicaciones para ser la sal de la tierra, más allá de su fragilidad e
impotencia