Un Aporte para la Construcción de una Sociedad Sustentable
16 de septiembre de 1955
A 48 años de l “Revolución Libertadora”
Roberto Bardini
El 16 de septiembre de 1955, el general retirado Eduardo Lonardi
–hijo de un músico italiano y perteneciente a la rama de
artillería– dirige en Córdoba un levantamiento militar que se
extiende a Buenos Aires y a otras ciudades. El movimiento golpista
contra el gobierno constitucional de Juan Domingo Perón recibe
apoyo de la marina de guerra al mando del contralmirante Isaac
Francisco Rojas. La flota naval bombardea Mar del Plata y amenaza
con destruir la destilería de petróleo de La Plata.
Rojas ha descubierto su repentino antiperonismo después de la
insurrección militar del 16 de junio de ese mismo año. Tres años
antes, en mayo de 1952, el secretario general de la Confederación
General del Trabajo, José Espejo, había realizado una visita a la
base naval de Puerto Belgrano. El jefe de la instalación, el
entonces capitán de navío Rojas, le entregó como obsequio la
réplica de un mástil con las insignias de la marina de guerra y
destacó la satisfacción que le producía la presencia de Espejo
porque traía el saludo de los trabajadores. El oficial naval, que
se definía como peronista y había sido edecán de Eva Duarte,
brindó por Perón, Evita y la CGT. En sus épocas de asistente
militar su servilismo llegaba al punto de ofrecerse para cuidar a
los sobrinos de la Primera Dama.
Ni vencedores ni vencidos
El 19 de septiembre Perón ofrece su renuncia y se refugia durante
pocos días en la embajada de Paraguay. De ahí, pasa a una cañonera
de ese país anclada en Puerto Nuevo. Cuatro días después, Lonardi
asume como presidente provisional de la autodenominada Revolución
Libertadora con el lema Ni vencedores ni vencidos, y designa al
contralmirante Rojas como vicepresidente. Lonardi, un militar
retirado, recto y austero, carece de experiencia política pero
tiene claro que su mandato deberá ser breve y buscar soluciones
que no excluyan a los peronistas.
El gobierno de facto disuelve el Congreso e interviene los
gobiernos provinciales, las universidades y los medios de prensa
oficiales. Las provincias Eva Perón y Presidente Perón vuelven a
ser denominadas La Pampa y Chaco. El economista Raúl Prebisch,
director del Banco Central durante la Década Infame, se transforma
en asesor de nuevo régimen. Por su intermedio, Argentina inicia su
tormentosa relación con el Fondo Monetario Internacional (FMI).
El 3 de octubre, Perón vuela en un hidroavión paraguayo rumbo a
Asunción. La Revolución Libertadora manifiesta su desagrado al
gobierno de Paraguay por la presencia en su territorio del
presidente derrocado. El 4 de noviembre, el general abandona el
país vecino y viaja a Venezuela. De ahí, se traslada a Panamá,
donde estará nueve meses.
Lonardi sólo permanece 50 días en el gobierno. El 13 de noviembre
un golpe palaciego lo obliga a renunciar abruptamente. Ni
vencedores ni vencidos, su lema conciliador, nunca se pondrá en
vigencia. Los altos mandos quieren participar de todos los
resortes del poder y, desde allí, impulsar planes que no tienen
nada que ver con la reconciliación. Después, el militar explica:
“Comunico al pueblo que no es exacto que haya presentado mi
renuncia al cargo de presidente provisional, o que mi salud tenga
algo que ver con mi retiro de la Casa de Gobierno. El hecho se ha
producido exclusivamente por decisión de un sector de las fuerzas
armadas”.
Ese sector militar es duro y pide revancha. El general Pedro
Eugenio Aramburu, jefe del Estado Mayor del Ejército, ocupa la
presidencia y confirma al contralmirante Rojas como
vicepresidente. Juntos iniciarán una implacable cacería de
peronistas, que continuarán gobiernos posteriores. Durante años
habrá ganadores y derrotados.
Lo curioso es que Aramburu, que había sido el principal
conspirador contra Perón y quien debería haber encabezado la
sublevación, consideró en septiembre que no contaba con
suficientes fuerzas para el intento. Actuó con cautela, dirán
algunos; se comportó como un cobarde, afirmarán otros. Fue Lonardi,
un general que no estaba en actividad y que ya presentaba los
síntomas de un cáncer que en cuatro meses lo mataría, quien se
arriesgó e inmediatamente asumió el liderazgo. Aramburu, además,
se encontraba en Paso de los Libres (Entre Ríos) y, según sus
propios camaradas de armas, tuvo una participación bastante
deslucida durante la insurrección.
“Queremos convertirlos en piltrafas humanas”
Después del golpe de septiembre de 1955, el ex diputado John
William Cooke y el sindicalista Armando Cabo habían intentado
organizar la resistencia clandestina a los militares subversivos,
pero ambos terminan presos.
A mediados de octubre, la policía descubre que El Bebe Cooke ha
buscado refugio en el departamento del historiador José María Rosa
y los detiene a los dos. Cooke, que se disponía a viajar a
Paraguay para entrevistarse con Perón, es encerrado en la
Penitenciaría Nacional. A fines de ese año, por órdenes del
contralmirante Rojas, es trasladado con otros prisioneros
políticos a la cárcel de Ushuaia, 3 mil 600 kilómetros al sur de
Buenos Aires.
Jorge Antonio, un hombre de negocios de origen sirio, es otro de
los detenidos y trasladados. En su juventud había sido enfermero y
luego un audaz vendedor de autos que había logrado la radicación
de la Mercedes Benz alemana para fabricar camiones en el país. En
1955, los “comandos civiles” le queman su chalet en Mar del Plata.
En un libro publicado en 1970, el empresario describe el presidio
de Ushuaia: “Durante el gobierno peronista se había suprimido el
penal, donde antes, en los tiempos de la implacable oligarquía, se
enviaba a los condenados a cadena perpetua. Un lugar feroz en
nuestra geografía, donde los que intentaban huir a la fiereza de
los guardianes, perecían a manos de la crueldad del clima o
perdidos, atrapados por las montañas y los lagos, cruzados por las
ráfagas de viento a más de cien kilómetros, por las ventiscas de
nieve o las largas noches casi polares”.
Otro prisionero, Oscar Albrieu, ex ministro del Interior, contará
años después que en Ushuaia la temperatura llegaba a 40 grados
bajo cero pero los guardiacárceles no encendían las estufas para
los prisioneros. Los presos se lavaban junto a un cañito del que
salía agua de deshielo. En vez de camas o catres, les dieron
colchonetas para que durmieran en el suelo.
Entre los carceleros –relata Jorge Antonio– había un teniente de
apellido Esquivel, quien les repetía: “Estamos tratando de
deprimirlos. Queremos hacerles bajar las cabezas, humillarlos
definitivamente, convertirlos en piltrafas humanas. Cuando esto
ocurra serán como muñecos en nuestras manos y no habrá necesidad,
siquiera, de tenerlos encerrados”. El teniente Esquivel, quien
revistaba con los militares “liberales” que derrocaron al
“fascista” Perón, constituye un lejano antecedente de lo que dos
décadas después, a partir de marzo de 1976, se convertirá en
método sistemático en los campos de concentración clandestinos y
en la Escuela de Mecánica de la Armada.
“¿Dónde están las armas?”
El Gallego Armando Cabo también es uno de los primeros detenidos
por los “libertadores”. Y en los años siguientes se convertirá en
un habitual huésped de la cárcel. Los policías que lo apresan,
obsesionados, insisten con la misma pregunta mientras le aplican
la picana eléctrica. Quieren saber dónde están ocultas las 5 mil
pistolas y las mil 500 ametralladoras de la Fundación Eva Perón.
La misma pregunta le hacen después, entre golpe y golpe, sus
interrogadores de la marina.
En octubre de 1955, Perón formula en el destierro paraguayo las
primeras declaraciones a la prensa desde su derrocamiento y se
refiere a las milicias sindicales que él mismo había vetado. En
una entrevista a El Día, de Montevideo, asegura que ha querido
evitar un baño de sangre: “Bastaría pensar en lo habría ocurrido
si hubiera entregado armas de los arsenales a los obreros
decididos a empuñarlas”. En ese entonces, se calculaba que las
tropas leales y los trabajadores peronistas triplicaban a las
fuerzas militares subversivas.
Mucho tiempo más tarde, Cabo recordó en una entrevista
periodística: “La mayor parte de la cúpula que había jurado en la
Plaza de Mayo dar la vida por Perón, no apoyó los intentos de
convocar la huelga general en defensa del pueblo y finalmente cayó
sin pena ni gloria”. En 1956, el sindicalista está detenido en un
barco y un capitán de navío le dice irónicamente: “La insurrección
militar no la ganamos nosotros, sino que la perdieron ustedes”.
Cabo reconoció que, en parte, el oficial de marina estaba en lo
cierto.
Por esas mismas fechas, Perón le envió una carta a John William
Cooke y acusó a dos generales supuestamente leales a él, Franklin
Lucero y Horacio Sosa Molina, de haberse opuesto a la entrega de
armas a los trabajadores.
Tierra arrasada
La Revolución Libertadora se dedica a desmontar la maquinaria
justicialista y a borrar todo lo que recuerde al gobierno
derrocado. El Partido Peronista es disuelto. El ejército
interviene la CGT y designa como responsable a un capitán de navío
de doble apellido, Alberto Patrón Laplacette. Miles de dirigentes
obreros son destituidos. Grupos civiles, entre los que se
encuentran conservadores, radicales y comunistas, asaltan
sindicatos. Se desata la cacería: funcionarios, dirigentes
políticos, empleados públicos, gremialistas, militantes y simples
simpatizantes son perseguidos y encarcelados; aumentan las
denuncias sobre torturas brutales.
El 5 de marzo de 1956,
el decreto 4161 decide que
“en su existencia política, el Partido Peronista ofende el
sentimiento democrático del pueblo argentino”. La medida prohíbe
en todo el país “la utilización de la fotografía, retrato o
escultura de los funcionarios peronistas o de sus parientes, el
escudo y la bandera peronista, el nombre propio del presidente
depuesto, el de sus parientes, las expresiones peronismo,
peronista, justicialismo, justicialista, tercera posición”. La
prohibición se extiende a “las fechas exaltadas por el régimen
depuesto, las marchas Los muchachos peronistas y Evita capitana,
los discursos del presidente depuesto y su esposa”.
El nuevo régimen castiga con cárcel el hecho de nombrar a Juan
Domingo Perón y a María Eva Duarte, y de exhibir los símbolos
partidarios “creados y por crearse”. Durante años, el periodismo
escrito y radial se referirá al general derrocado como “el
dictador depuesto” y “el tirano prófugo”.
Se destruyen monumentos y se queman libros escolares. La Ciudad
Infantil Evita es arrasada y se clausura la Fundación de Ayuda
Social Eva Perón. El militar que asume como interventor elabora un
informe en el que menciona el derroche peronista que significaba
darles de comer carne y pescado todos los días a los chicos y,
además, bañarlos y ponerles agua de colonia. El interventor
contrata una cuadrilla para romper a martillazos toda la vajilla
con el sello de la institución.
Se crean 50 comisiones investigadoras. Al contrario de las normas
del derecho, no son los acusadores quienes tienen que probar el
delito sino los acusados quienes deben demostrar su inocencia.
Durante el mandato de Aramburu y Rojas se acusa a Perón de 121
delitos, se le inicia un juicio por “traición a la patria” y se le
prohíbe el uso del grado militar y el uniforme. En las fuerzas
armadas, comienza una depuración que continuará durante varios
años.
Los vencedores divulgan públicamente el contenido del guardarropa
de Evita y hacen un inventario de sus joyas. El nacionalista Juan
Carlos Goyeneche, secretario de Difusión, anuncia que en la
residencia presidencial se hallaron “20 millones de dólares
dejados por Perón”. El hecho nunca se prueba y luego es olvidado,
pero la técnica de las “revelaciones” continúa y se instala en la
cabeza de los que no necesitan ver para creer. El nuevo régimen
asegura públicamente, aunque nunca presenta pruebas, que el ex
presidente de casi 60 años mantenía una relación sentimental con
una niña de 14, alumna de secundario.
El cadáver de Evita, que aguardaba en el segundo piso de la CGT,
en Azopardo al 800, la construcción de un mausoleo, es vejado por
un grupo de militares, escondido en diversos lugares y,
finalmente, sacado furtivamente fuera del país. El motivo: evitar
que su sepultura se convierta en un lugar de peregrinación
peronista. Los profanadores, entre los que se encuentra el capitán
de navío Francisco Manrique, mantendrán el cuerpo oculto en Europa
durante 16 años. Durante esos largos años, ella también fue una
desaparecida, una tumba sin nombre, una N.N.
El diario La Prensa, que en abril de 1951 había sido expropiado y
entregado a la CGT, vuelve a manos de sus dueños. El ministerio
del Interior reparte los medios de comunicación peronistas y a
cada sector ideológico le asigna un órgano de información. La
Época pasa a los socialistas; El Mundo, a un grupo demócrata
cristiano; La Razón, a los radicales (años después, por una turbia
maniobra comenzará a ser controlada por el Servicio de
Inteligencia del Ejército). Democracia, conocido como “el diario
de Evita”, corre una suerte incierta y, más adelante, desaparece.
El escritor Ernesto Sábato es nombrado director de la revista
Mundo Argentino.
Lo mismo sucede con las radios; varias emisoras van a manos de la
marina o a sectores vinculados a ella. Los vencedores tienen el
control total de la prensa. Los vencidos, nada; sólo el
resentimiento, el rumor y el comentario boca a boca. Se prohibe la
circulación de medios impresos simpatizantes de “la segunda
tiranía”. Lo único que se logra es que prolifere una gran cantidad
de panfletos clandestinos y que las paredes de la ciudad amanezcan
con enormes pintadas de alquitrán negro. En voz baja, mientras
tanto, la Revolución Libertadora pasa a ser denominada “la
Liberta... dura”.