Efectivamente,
como ya hemos hecho notar, algunos católicos, quien por cortesía,
quien por ignorancia, andan de lleno a la luz de los principios
modernos. Para dejar a salvo la fe católica, establecen que prácticamente
toda opinión tiene derecho a la existencia. Este es su modo de
hacer apologética; parece que dicen a los incrédulos:
"Nosotros respetamos su fe, ustedes respeten la nuestra".
Además
de las condenaciones de la misma razón, que ya hemos expuesto,
estos católicos olvid4n las condenaciones de autoridad, que los
Sumos Pontífices han dado contra los principios modernos.
En
su carta al Obispo de Troyes, Papa Pío VII condena
formalmente la introducción de las libertades modernas en la
Constitución francesa. Expresa su dolor en estas palabras llenas de
angustia: "Un nuevo motivo de pena, que abate de nuevo
nuestro corazón afligido, y que como lo confesamos, nos causa un
tormento, agobio y angustia externos, es el artículo vigésimo
segundo de la Constitución. No sólo se permite la libertad de
cultos y de conciencia, para emplear los mismos términos del citado
artículo, sino que se promete apoyo y protección a esta libertad,
y además, a los ministros de lo que se denomina 'los cultos'. No
son necesarios muchos discursos, al dirigirnos a un obispo como vos,
para haceros reconocer claramente la moral herida que se le da a la
religión católica en Francia con este artículo. Por el mismo
hecho de establecer la libertad de todos los cultos sin distinción,
se confunden la verdad y el error y se pone en pie de igualdad las
sectas heréticas e incluso la perfidia judaica, con la Esposa santa
e inmaculada de Cristo, la Iglesia, fuera de la cual no hay salvación.
Además, al prometer favor y apoyo a las sectas de los heréticos y
a sus ministros, se tolera y favorece no sólo sus personas sino
también sus errores. Implícitamente esto es la desastrosa y para
siempre deplorable herejía que San Agustín menciona en estos términos:
Afirman que todos los heréticos están en el buen camino y dicen la
verdad. Absurdidad tan monstruosa que no puedo creer que una secta
la profese realmente'.
Nuestra
admiración no fue menor cuando leímos el articulo vigesimotercero
de la Constitución que establece y permite la libertad de prensa,
libertad que amenaza la fe y las costumbres con los mayores peligros
y con una ruina cierta. Si alguno lo dudase, la experiencia de los
tiempos pasados bastaría ella sola para enseñárselo. Es un hecho
perfectamente constatado: esta libertad de prensa ha sido el
instrumento principal que, primeramente ha depravado las costumbres
de los pueblos, luego ha corrompido y echado al suelo su fe, y
finalmente ha suscitado sediciones, turbaciones y revueltas. Estos
desgraciados resultados serían aún de temer dada la malicia tan
grande de los hombres si, lo que Dios no permita, se diese a todo el
mundo la libertad de imprimir lo que se quiera".
Por
su parte escribía el Papa Gregorio XVI: "De esta fuente
envenenada del indiferentismo vine esta máxima falsa y absurda, o
por mejor decir, este delirio: que se le debe procurar y garantizar
a cada individuo la libertad de conciencia; esta libertad absoluta y
sin límites de opinión es un error entre los más contagiosos, al
cual si se le abre paso, se difundirá en todas partes para la ruina
de la Iglesia y de] Estado: ¡y aún los hay que no temen
presentarlo como ventajoso a la religión! Qué muerte tan funesta
para las almas es la libertad del error" decía San Agustín.
Cuando vemos que sí suprime todo freno capaz de mantener a los
hombres en los caminos de verdad (como ya estén naturalmente para
su perdición inclinarlos al mal), creemos que en verdad ya se halla
abierto el pozo del abismo, del que San Juan vio subir un humo que
oscurecía el sol, y salir ¡angostas que devastaban
la tierra.
De
ahí la poca estabilidad de los espíritus; de ahí la corrupción
de la juventud que va creciendo constantemente; de ahí el desprecio
entre el pueblo de los derechos sagrados, de las cosas y leyes más
sagradas; de ahí, en pocas palabras, la plaga más funesta que
pueda arruinar a los Estados, pues como lo prueba la experiencia y
nos lo enseña la antigüedad, para llevar a su destrucción a los
Estados más ricos, poderosos, gloriosos y prósperos ha bastado con
esta libertad sin límites de opinión, la licencia de los discursos
públicos y la pasión por la novedad.
A
esto se añade la libertad de prensa, funestísima
libertad, libertad execrable, a la que jamás se le tendrá
suficiente horror, y que algunos hombres se atreven con tanto estrépito
y audacia a pedir y extender en todas partes. Temblamos, Venerables
Hermanos, al considerar que doctrinas tan monstruosas, o por mejor
decir, tales prodigios del error, nos rodean; errores que están
siendo propagados a lo largo y ancho por una multitud de libros,
folletos y otras publicaciones, cierto que pequeños en volumen,
pero enormes en perversidad, de donde sale la maldición que cubre
la faz de la tierra y hace derramar tantas lágrimas. Todavía los
hay que, con un enorme descaro, no temen decir con terquedad que el
diluvio de errores que
vienen de este mal, queda compensado con abundancia por la publicación
de algunos libros impresos para la defensa de la verdad y la religión,
en medio de esta montaña de iniquidades; como si . no
fuera verdaderamente un crimen reprobado por todo derecho, el
cometer premeditadamente un mal cierto y grave, esperando que quizás
se obtenga un bien. ¿Qué hombre sensato dirá que está permitido
distribuir venenos, venderlos públicamente, de puerta a puerta, o más
aún, tomarlos, con el pretexto de que existe un remedio que algunas
veces libró de la muerte a los que lo consumieron?".
Las
enseñanzas del Papa Pío IX son bastante conocidas para que no se
insista en ellas. Bástenos recordar las proposiciones condenadas
por el Syllabus:
Prop.
77.- "En nuestra edad no conviene ya que la religión católica
sea tenida como la única religión del Estado,
con exclusión de cualesquiera otros cultos" (Aloc.
Weinovestrum"del 26 de julio de 1855).
Prop.
78.- "De ahí que laudablemente se ha provisto por ley en
algunas regiones católicas que los hombres que allá inmigran
puedan públicamente ejercer su propio culto cualquiera que
fuere" (Aloc. "Acerbíssiínum"
del 27 de septiembre de 1852).
Prop.
79.- "Efectivamente, es falso que la libertad civil de
cualquier culto, así como la plena potestad concedida a todos de
manifestar abierta y públicamente cualesquiera opiniones y
pensamientos, conduzca a corromper más fácilmente las costumbres y
espíritu de los pueblos y a propagar la peste del indiferentismo" (Aloc.
"Numquam fore"
del 15 de diciembre de
1856).
El Papa León XIII no es menos categórico en su enseñanza:
"La libertad, ese elemento que perfecciona al hombre, debe
aplicarse a lo que es verdadero y bueno. La esencia del bien y de la
verdad no pueden ser cambiada por el hombre a su voluntad, sino que
permanece siempre la misma, pues es inmutable lo mismo que la
naturaleza de las cosas. Si la inteligencia adhiere a opiniones
falsas, si la voluntad escoge el mal y lo sigue, ninguna de las dos
llega a su perfección, sino que ambas decaen de su dignidad nativa
y se corrompen. No se permite pues el actualizar y exponer a los
ojos de los hombres lo que es contrarios
la virtud y a la verdad, y menos todavía, amparar esta licencia
bajo la tutela y protección de las leyes. No hay sino un camino
para ir al cielo, hacia el que todos nos dirigimos: el buen camino.
El Estado se aparta pues de las reglas y prescripciones de la
naturaleza si favorece en tal medida la licencia de opiniones y
acciones culpables que impunemente sea permitido apartar los espíritus
de la verdad y las almas de la virtud. Excluir a la Iglesia, que el
mismo Dios estableció, de la vida pública, de las leyes, de la
educación de la juventud, de la verdad doméstica, es un grave y
pernicioso error.
Una sociedad sin religión no puede ser controlada; y ya podemos
constatar, quizás más de lo que se debería, lo que vale en sí y
en sus consecuencias, la llamada moral civil.
En su Encíclica "Libertas", el mismo Papa León
XIII condena así las mismas libertades: "Hay otros
liberales algo más moderados, pero no por esto más consecuentes
consigo mismos; estos liberales afirman que, efectivamente, las
leyes divinas deben regular la vida y la conducta de los
particulares, pero no la vida y la conducta del Estado; es lícito
en la vida política apartarse de los preceptos de Dios y legislar
sin tenerlos en cuenta para nada. De esta doble afirmación brota la
perniciosa consecuencia de que es necesaria la separación entre la
Iglesia y el Estado. Es fácil de comprender el
absurdo error de estas
afirmaciones. Es la misma naturaleza la que exige a voces que la
sociedad proporcione a los ciudadanos medios abundantes y
facilidades para vivir virtuosamente, es decir, según las leyes de
Dios, ya que Dios es el principio de toda virtud y de toda justicia.
Por esto, es absolutamente contrario a la naturaleza que pueda lícitamente
el Estado despreocuparse de esas leyes divinas o
establecer una legislación
positiva que las contradiga. Pero, además, los gobernantes tienen,
respecto de 4 sociedad, la obligación estricta de procurarle por
medio de una
prudente acción legislativa no sólo la prosperidad y los bienes
exteriores, sino también y principalmente los bienes del espíritu.
Ahora bien, en orden al aumento de estos bienes espirituales, nada
hay ni puede haber más adecuado que las leyes establecidas por el
mismo Dios.
Por esta razón los que en el gobierno del Estado pretenden
desentenderse de las leyes divinas desvían el poder político de su
propia institución y del orden impuesto por la misma naturaleza.
Pero, además, los gobernantes tienen, respecto de la sociedad, la
obligación estricta de procurarle por medio de una prudente acción
legislativa no sólo la prosperidad y los bienes exteriores sino
también y principalmente los bienes del espíritu. Ahora bien, en
orden al aumento de estos bienes espirituales, nada hay ni puede
haber más adecuado que las leyes establecidas por el mismo Dios.
Por esta razón los que en el gobierno de Estado pretenden
desentenderse de las leyes divinas desvían el poder político de su
propia institución y del orden impuesto por la misma naturaleza.
Pero hay un hecho importante, que Nos mismo hemos subrayado más de
una vez en otras ocasiones: el poder político y el poder religioso,
aunque tienen fines y medios específicamente distintos, deben, sin
embargo, necesariamente, en el ejercicio de sus respectivas
funciones, encontrarse algunas veces. Ambos poderes ejercen su
autoridad sobre los mismos hombres, y no es raro que uno
y otro poder legislen acerca de una misma materia, aunque por
razones distintas. En esta convergencia de poderes el conflicto sería
absurdo y repugnaría abiertamente a la infinita sabiduría de la
Voluntad Divina; es necesario, por tanto, que haya un medio, un
procedimiento para evitar los motivos de disputas y luchas y para
establecer un acuerdo en la práctica. Acertadamente ha sido
comparado este acuerdo a la unión del alma con el cuerpo, unión
igualmente provechosa para ambos, y cuya desunión, por el
contrario, es perniciosa particularmente para el cuerpo, pues con
ella pierde la vida.
Para
dar mayor claridad a los puntos tratados, es conveniente examinar
por separado las diversas clases de libertad, que algunos proponen
como conquistas de nuestro tiempo. En primer lugar examinemos, en
relación con los particulares, esa libertad tan contraria a la
virtud de la religión, la llamada libertad de cultos, libertad
fundada en la tesis de que cada uno puede, a su arbitrio, profesar
la religión que prefiera o no profesar ninguna.
Esta tesis es contraria a la verdad. Porque de todas las
obligaciones del hombre, la mayor y más sagrada es, sin duda
alguna, la que nos manda dar a Dios el culto de la religión y de la
piedad. Este deber es la consecuencia necesaria de nuestra perpetua
dependencia de Dios, de nuestro gobierno por Dios y de nuestro orígen
primero y fin supremo, que es Dios.
Hay que añadir además, que sin la virtud de la religión no es
posible virtud auténtica alguna, porque la virtud moral es aquella
virtud cuyos actos tienen por objeto todo lo que nos lleva a Dios,
considerado como supremo y último bien de] hombre; y por esto, la
religión, 'Cuyo oficio es realizar todo lo que tiene por fin
directo e inmediato el honor de Dios'(S. Th.
IMIM, qu. 81, a. 6), es la reina y la
regla a la vez de todas las virtudes. Y si se pregunta cuál es la
religión que hay que seguir entre tantas religiones opuestas entre
sí, la respuesta la dan al unísono la razón y la naturaleza: la
religión que Dios ha mandado, y que es fácilmente reconocible por
medio de ciertas notas exteriores con las que la Divina Providencia
ha querido distinguirla, para evitar un error, que, en asunto de
tanta trascendencia, implicaría consecuencias desastrosas. Por
esto, conceder al hombre esta libertad de cultos de que estamos
hablando, equivale a concederle el derecho de
desnaturalizar impunemente una obligación santísima y de ser
infiel a ella, abandonando el bien para entregarse al
mal. Esto, lo hemos dicho ya, no es libertad, es una depravación de
la libertad y una esclavitud del alma entregada al pecado.
Considerada desde el punto de vista social y político, esta
libertad de cultos pretende que el Estado no rinda a
Dios culto alguno o no autorice culto público alguno, que
ningún culto sea preferido a otro, que todos gocen de los
mismos derechos, y que el pueblo no signifique nada
cuando profesa la religión católica. Para
que estas pretensiones fuesen acertadas haría falta que los deberes
de1 Estado para con Dios fuesen nulos o pudieran al menos ser
quebrantados impunemente por el Estado. Ambos supuestos son falsos.
Porque nadie puede dudar que la existencia de la sociedad civil es
obra de la voluntad de Dios, ya se
considere esta sociedad en sus miembros, ya en su forma, que
es la autoridad; ya en su causa, ya en los copiosos beneficios que
proporciona al hombre. Es Dios quien ha hecho al hombre sociable y
quien le ha colocado en medio de sus semejantes, para que las
exigencias naturales que el por sí solo no puede colmar las vea
satisfechas dentro de la sociedad. Por esto es necesario que el
Estado, por mero hecho de ser sociedad, reconozca a Dios como Padre
y Autor y reverencie y adore su poder y su dominio. La justicia y la
razón prohíben, por tanto, el ateísmo del Estado, o, lo que
equivaldría al ateísmo, el indiferentismo del Estado en materia
religiosa, y la igualdad jurídica indiscriminada de todas las
religiones".
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