El
Sumo Pontífice quiso conmemorar, en una fiesta especial en honor de la
Realeza de Jesucristo, el recuerdo de todos los beneficios que el
Hombre-Dios trajo a la humanidad, y especialmente el beneficio del
Orden Social, que es la condición para la paz interior y exterior de
los pueblos. Basta
con que oigamos la voz del Sumo Pontífice al exponer él mismo su
pensamiento. Todo comentario podría disminuir la fuerza y claridad de
la palabra pontificia. Estos son los términos en los que el Papa Pío
XI instituyó la Fiesta que el mundo entero celebra: "Para que
estos deseados beneficios se recojan con mayor abundancia y adquieran
una mayor estabilidad en la sociedad cristiana, es de todo punto
necesario la más amplia difusión posible del conocimiento de esta
regia dignidad de nuestro Salvador. Para este fin no hay medio más
eficaz que la creación de una festividad propia y peculiar de Cristo
Rey.
Porque
para enseñar al pueblo las realidades de la fe y atraerle por medio de
éstas a los goces interiores del espíritu, las fiestas anuales de los
sagrados misterios tienen una eficacia mucho mayor que cualquier otra
enseñanza, aun la más grave, del magisterio eclesiástico. Porque
estas enseñanzas son conocidas generalmente sólo por una minoría de
fieles más instruidos que los demás; las fiestas litúrgicas, en
cambio, impresionan e instruyen a todos los fieles; los documentos del
magisterio hablan una sola vez, las fiestas de la liturgia, cada año y
perpetuamente; las enseñanzas pontificias penetran en las
inteligencias; la liturgia, en la inteligencia y en el hombre entero.
Porque,
como el hombre es un compuesto de alma y cuerpo, debe quedar
impresionado y movido por las solemnidades externas de los días
festivos de tal manera que con la variada hermosura de los actos litúrgicos
aprenda mejor las divinas enseñanzas y, convirtiéndolas en su propio
jugo y sangre, obtenga un provecho mucho mayor en la vida espiritual.
Por
otra parte, la historia demuestra que las festividades litúrgicas
fueron establecidas, sucesivamente, en el transcurso de los siglos, de
acuerdo con las necesidades o conveniencias del pueblo cristiano, como
por ejemplo, cuando fue necesario robustecerlo frente a un peligro común,
defenderlo contra los envolventes errores de la herejía,
animarlo y encenderlo con mayor insistencia para que conociese y
venerase con mayor devoción un determinado misterio de la fe o algún
beneficio particular de la divina bondad.
Por
esto, desde los primeros siglos del cristianismo, cuando los fieles sufrían
una durísima persecución, se iniciaron las conmemoraciones litúrgicas
en honor de los mártires, para que, como dice San Agustín, las
festividades de los mártires fuesen al mismo tiempo exhortaciones al
martirio'.
Y cuando más adelante se concedió
a los santos confesores, vírgenes viudas los honores litúrgicos, estos
honores demostraron una eficacia maravillosa para reavivar en los fieles
el amor a las virtudes, tan necesario aun en la época de paz.
Y
fueron sobre todo las fiestas instituidas en honor de la Santísima
Virgen las que contribuyeron a que el pueblo cristiano no sólo rindiera
un culto más religioso a la Madre de Dios, su poderosísima protectora,
sino también a que aumentase el amor de los fieles hacia la Madre
celestial que el Redentor les había otorgado como herencia
Entre los beneficios que hay que
atribuir al culto público de la Virgen y
de los santos, hay que enumerar también el hecho de que la Iglesia haya
podido en todo tiempo rechazar victoriosamente la epidemia de los
errores heréticos. En esta materia es forzoso admirar el designio de la
divina Providencia, la cual, así como del mal suele derivar el bien, así
también ha permitido a veces el enfriamiento de los pueblos en la fe y
en la piedad, o asechanzas de las doctrinas falsas contra la verdad católica,
con el resultado final, sin embargo, de un nuevo esplendor para la
verdad católica y un vigoroso renacer de la fe y de la piedad hacia
muchos y más altos ideales de santidad.
Las
fiestas incluidas en el año litúrgico durante los tiempos modernos han
tenido el mismo origen y han producido idénticos frutos; y así, cuando
sobrevino el enfriamiento en la reverencia y el culto al Santísimo
Sacramento, se instituyó la fiesta del 'Corpus Christi',
para que con la solemnidad de las procesiones públicas y las oraciones
prolongadas durante toda la octava siguiente se reavivase en los fieles
la adoración pública del Señor. De la misma manera, la festividad del
Sagrado Corazón de Jesús
fue
creada cuando la triste y helada severidad del jansenismo debilitó
y enfrió a las almas alejándolas del amor de Dios y de la confianza en
su salvación eterna. Y
si ahora ordenamos a todos los católicos del mundo el culto universal
de Cristo Rey, remediaremos las necesidades
de la época actual y ofreceremos una eficaz medicina para la enfermedad
que en nuestra época aqueja a la humanidad. Calificamos como enfermedad
de nuestra época el llamado laicisimo, sus
errores y sus criminales propósitos.
Sabéis
muy bien, venerables hermanos, que esta enfermedad no ha sido producto
de un solo día, ha estado incubándose desde hace mucho tiempo en las
entrañas mismas de la sociedad. Porque se comenzó negando el imperio
de Cristo sobre todos los pueblos; se negó a la Iglesia el derecho que
ésta tiene, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género
humano, de promulgar leyes y de regir a los pueblos para conducirlos a
la felicidad eterna. Después, poco a poco, la religión cristiana quedó
equiparada con las demás religiones falsas e indignamente colocada a su
mismo nivel; a continuación
la religión se ha visto entregada a la autoridad política y a la
arbitraria voluntad de los reyes y de los gobernantes. No se detuvo aquí
este proceso; ha habido hombres que han afirmado como necesaria la
substitución de la religión cristiana por cierta religión natural y
ciertos sentimientos naturales puramente humanos. Y no han faltado
Estados que han juzgado posible prescindir de Dios, y han identificado
su religión con la impiedad y el desprecio de Dios.
Los
amargos frutos que con tanta frecuencia y durante tanto tiempo ha
producido este alejamiento de Cristo por parte de los individuos y de
los Estados, han sido deplorados por Nos en nuestra encíclica "Ubi
arcano", y volvemos a lamentarlos también hoy; la siembra
universal de los gérmenes de la discordia; el incendio del odio y de
las rivalidades entre los pueblos, que es aun hoy día el gran obstáculo
para el restablecimiento de la paz; la codicia desenfrenada, disimulada
frecuentemente con las apariencias del bien público y del amor de la
patria, y que es al mismo tiempo fuente de luchas civiles y de un ciego
y descontrolado egoísmo, que, atendiendo exclusivamente al provecho y a
la comodidad particulares, se convierte en la medida universal de todas
las cosas; la destrucción radical de la paz doméstica por el olvido y
la relajación de los deberes familiares; la desaparición de la unión
y de la estabilidad en el seno de las familias, y, finalmente, las
agitaciones mortales que sacuden a la humanidad entera.
Nos
albergamos una gran esperanza de que la festividad anual de Cristo Rey,
que en adelante se celebrará, acelerará
felizmente el retorno de toda la humanidad a nuestro amantísimo
Salvador. Sería, sin duda alguna, misión propia de los católicos la
preparación y el aceleramiento de este retorno por medio de una activa
colaboración; sin embargo, son muchos los católicos que ni tienen en
la convivencia social el puesto que les corresponde ni gozan de la
autoridad que razonablemente deben tener los que alzan a la vista de
todos la antorcha de la verdad. Esta desventaja podrá atribuirse tal
vez a la apatía o a la timidez de los buenos, que se retiran de la
lucha o resisten con excesiva debilidad; de donde se sigue como natural
consecuencia que los enemigos de la Iglesia aumenten en su audacia
temeraria. Pero si los fieles, en general, comprenden que es su deber
militar con infatigable esfuerzo bajo las banderas de Cristo Rey,
entonces, infamados ya en el fuego del apostolado, se consagrarán a
llevar a Dios de nuevo los rebeldes e ignorantes y trabajarán por
mantener incólumes los derechos del Señor.
Además,
para condenar y reparar de alguna manera la pública apostasía que con
tanto daño de la sociedad ha provocado el laicismo, ¿no será un
extraordinario remedio la celebración anual de la fiesta de Cristo Rey
en todo el universo? Porque cuanto mayor es el indigno silencio con que
se calle el dulce nombre de nuestro Redentor en las conferencias
internacionales y en los Parlamentos, tanto más alta debe ser la
proclamación de ese nombre por los fieles y la energía en la afirmación
y defensa de los derechos de su real dignidad y poder.
Por
lo tanto, en virtud de nuestra autoridad apostólica, instituimos la
festividad de Nuestro Señor Jesucristo Rey y, ordenamos su celebración
universal el último domingo de octubre, es decir, el domingo inmediato
anterior a la festividad de todos los Santos. Asimismo ordenamos que en
este día se renueve todos los años la consagración del género humano
al Sagrado Corazón de Jesús, que mandó recitar anualmente nuestro
predecesor, de santa memoria, Pío X. Este año, sin embargo, queremos
que se renueve la consagración el día 31 de este mes, día en que Nos
oficiaremos un solemne pontifical en honor de Cristo Rey y ordenaremos
que dicha consagración se haga en nuestra presencia. No podemos
clausurar mejor ni más convenientemente el Año Santo, ni dar a Cristo,
'Rey inmortal de los siglos', un más amplio testimonio de nuestro
agradecimiento -interpretando la gratitud de todos los católicos-
por los beneficios que durante este Año Santo hemos recibido Nos, la
Iglesia y todo el orbe católico.
No
es necesario, venerables hermanos, que os expliquemos detalladamente la
causa que nos ha movido a decretar que la festividad de Cristo Rey se
celebre independientemente de otras festividades litúrgicas que en
cierto modo significan y solemnizan esta misma dignidad regia. Baste una
advertencia: aunque en todas las fiestas litúrgicas de Nuestro Señor
el objeto material es Cristo, su objeto formal, sin embargo, es
completamente distinto del nombre y de la potestad real de Jesucristo.
Y
la razón de haber señalado el domingo como día conmemorativo de esta
festividad es el deseo de que no sólo el clero honre a Cristo Rey con
la celebración de la Misa y el rezo del oficio divino, sino que también
el pueblo, libre de las preocupaciones diarias y con un espíritu de
santa alegría, rinda a Cristo el grandioso testimonio de su obediencia
y de su sumisión. Nos ha parecido también que el último domingo de
octubre era el más apropiado para esta festividad porque con este
domingo viene casi a finalizar el ciclo temporal del año litúrgico; de
esta manera los misterios de la vida de Cristo conmemorados durante el año
terminarán y quedarán coronados con esta solemnidad de Cristo Rey, y
antes de celebrar la gloria de Todos los Santos, se celebrará y se
exaltará la gloria de Aquel que triunfa en todos los santos y elegidos.
Es, por tanto, deber vuestro y misión vuestra, venerables hermanos,
hacer que la celebración de esta fiesta anual esté precedida, durante
algunos días, de una serie de sermones en todas las parroquias, que
instruyan oportunamente a los fieles sobre la naturaleza, la significación
y la importancia de esta festividad, para que inicien de esta manera un
tenor de vida que sea verdaderamente digno de los que anhelan servir con
amor y fidelidad a su Rey, Jesucristo".
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