CONMONITORIO
(APUNTES PARA CONOCER LA FE
VERDADERA)
SAN VICENTE DE LERINS
ES LEGÍTIMO RECURRIR A LOS PADRES 29. Creo llegado el momento de recapitular al fin de este segundo Conmonitorio, todo lo que ha sido tratado en los dos Conmonitorios. En el primero dije que los católicos han tenido siempre la costumbre, y tienen todavía, de determinar la verdadera fe de dos maneras: con la autoridad de la Escritura divina y con la tradición de la Iglesia Católica. No porque la Escritura, por sí sola, no sea suficiente en todos los casos, sino porque muchos, interpretando a su capricho las palabras divinas, acaban por inventar una cantidad increíble de doctrinas erróneas. Por este motivo es necesario que la exégesis de la Escritura divina vaya guiada por la única regla del sentir católico, especialmente en las cuestiones que tocan los fundamentos de todo el dogma católico. También he afirmado que en la misma Iglesia es necesario tener en cuenta la universalidad y la antigüedad, con el fin de que no nos suceda que nos separemos de la unidad del conjunto y acabar, disgregados, en el fragmentarismo particularista del cisma, o precipitarnos, desde la fe antigua, en novedades heréticas. He dicho además, en cuanto a la antigüedad, que es preciso a toda costa tener presente dos cosas y adherirse a ellas profundamente, si no queremos convertirnos en herejes; primero: ver si ha habido antiguamente algún decreto por parte de todos los obispos de la Iglesia Católica, emanado bajo la autoridad de un concilio universal; después, en el caso de que surja una cuestión nueva, en torno a la cual no se encuentre nada definido, recurrir a las sentencias de los Padres, pero sólo a aquellos que, por haber permanecido, en su tiempo y lugar, dentro de la unidad de la comunión y de la fe, se han convertido en maestros probados. Todo lo que se encuentre que ha sido por ellos mantenido con unanimidad de sentir y de consenso puede ser sometido sin temor alguno como expresión de la verdadera fe católica. Como habría podido parecer que yo afirmaba estas cosas por mi propia cuenta, más que basándome en la autoridad de la Iglesia, me he referido al ejemplo del Santo Concilio habido hace tres años en Efeso*, en Asia, bajo el consulado de los preclaros Basso y Antioco. En el curso de las discusiones que allí se tuvieron para establecer la regla de la fe, con el fin de evitar que una novedad impía se insinuase del mismo modo que se llevó a cabo la perfidia de Rimini, pareció a todos los obispos, reunidos en número de casi doscientos, que el mejor procedimiento, el más católico y el más conforme a la fe, era el de remitirse a las sentencias de los Santos Padres, alguno de los cuales eran mártires, otros confesores, con tal que de todos ellos hubiera constancia de que habían sido obispos católicos y que habían perseverado como tales. Fortalecidos por su consenso, fue confirmada por decreto, en debida forma y solemne, la antigua fe, y condenada la blasfemia de la nueva impiedad. A la luz de este procedimiento, y con todo derecho y merecidamente, el impío Nestorio fue juzgado de estar en desacuerdo con la antigüedad católica, y el bienaventurado Cirilo* en comunión con la santísima fe antigua. Para que nada faltase a la fidelidad de los hechos que he narrado, proporcioné también los nombres y el número de los Padres (aunque se me haya olvidado el orden)(79), de conformidad con cuya sentencia unánime fueron interpretadas las palabras de la Sagrada Escritura, y fue confirmada la regla de la fe divina. Pienso que no será superfluo que la vuelva a recordar, para refrescar mi memoria. 30. He aquí, pues, los nombres de aquellos cuyos escritos fueron citados en aquel Concilio como jueces y testigos. San Pedro*, obispo de Alejandría, doctor insigne y mártir; San Atanasio*, obispo de la misma ciudad, maestro fidelísimo y confesor eximio; San Teófilo*, también él obispo de Alejandría, célebre por su fe, vida y ciencia; su sucesor, el venerable Cirilo, que actualmente ilustra la iglesia alejandrina. y para que no se pensara que aquélla era la doctrina de una sola ciudad o de una sola provincia, se recurrió también a las celebérrimas luminarias de Capadocia: San Gregorio*, obispo de Nizancio y confesor; San Basilio*, obispo de Cesárea de Capadocia y confesor; el otro Gregorio*, obispo de Nisa, por fe, costumbres y sabiduría realmente digno de su hermano Basilio. Además, para demostrar que no sólo Grecia y Oriente, sino también Occidente, el mundo latino, había mantenido siempre la misma fe, fueron leídas algunas cartas de San Félix Mártir* y de San Julio*, obispos de la ciudad de Roma. Pero no solamente la cabeza del mundo, también las partes secundarias proporcionaron su testimonio a aquélla sentencia. De los meridionales fue citado el beatísimo Cipriano, obispo de Cartago y mártir; de las tierras del Norte, San Ambrosio, obispo de Milán y confesor. Estos fueron los que en Efeso, según el número sagrado del Decálogo(80), fueron invocados como maestros, consejeros, testigos y jueces. Manteniendo su doctrina, siguiendo su consejo, creyendo su testimonio, obedeciendo su juicio, aquel santo sínodo se pronunció sobre las reglas de la fe, sin odio, presunción ni condescendencia alguna. Sin duda se habría podido citar un número mayor de Padres, pero no fue necesario. No era, en efecto, conveniente ocupar el tiempo en una multitud de textos, desde el momento en que nadie dudaba de que la opinión de aquellos diez era la de todos los demás colegas EL CONCILIO DE ÉFESO 31. Además, he consignado las palabras del bienaventurado Cirilo, tal como están contenidas en las mismas Actas eclesiásticas. Ellas refieren que, apenas fue leída la carta de Capreolo*, el Santo obispo de Cartago, quien no pedía ni deseaba más que se rechazase la novedad y se defendiese la antigüedad, tomó la palabra el obispo Cirilo. No parece inútil que cite aquí de nuevo sus palabras. Según está escrito al final de las Actas, él dijo: «La carta del venerando y religiosísimo obispo de Cartago, Capreolo, que nos ha sido leída, debe ser incluida en las Actas oficiales. Pues su pensamiento es clarísimo: quiere que sean confirmados los dogmas de la antigua fe y reprobadas y condenadas las novedades inútilmente excogitadas e impíamente predicadas. Todos los obispos lo aprobaron con grandes voces: esas palabras son las nuestras, expresan el pensamiento de todos nosotros, éste es el voto de todos». ¿Cuáles eran, pues, las opiniones de todos? ¿Cuáles los deseos comunes? Que se mantuviese todo lo que había sido transmitido desde la antigüedad y se rechazase lo que recientemente se había añadido. He admirado y proclamado la humildad y la santidad de ese Concilio. Los Obispos reunidos allí en gran número, la mayor parte de los cuales eran metropolitanos, poseían una tal erudición y doctrina, que podían casi todos discutir acerca de cuestiones dogmáticas, y el hecho de encontrarse todos reunidos habría podido animarles y afirmarles en su capacidad para deducir por sí mismos. No obstante, no tuvieron la osadía de introducir ninguna innovación, ni se arrogaron ningún derecho. Al contrario, se preocuparon por todos los medios de transmitir a la posteridad solamente lo que habían recibido de los padres. con el fin no sólo de resolver bien las cuestiones del presente, sino también de ofrecer a las generaciones futuras el ejemplo de cómo se deben venerar los dogmas de la antigüedad sagrada y condenar las novedades impías. También he impugnado la criminal presunción de Nestorio, que se ufanaba de haber sido el primero y el único en comprender la Sagrada Escritura, tachando de ignorantes a todos aquellos que, antes de él, investidos del oficio del Magisterio, habían explicado la Palabra Divina, o sea, a todos los obispos, a todos los confesores, a todos los mártires. Algunos de éstos habían explicado la Ley de Dios, otros habían aceptado las explicaciones que les habían dado y les habían prestado fe. En cambio, según el parecer de Nestorio, la Iglesia se había equivocado siempre, y continuaba equivocándose por haber seguido, según él, a doctores ignorantes y heréticos. INTERVENCIONES DE
SIXTO III 32. Aunque todos estos ejemplos son más que suficientes para destrozar y aniquilar las novedades impías, sin embargo, para que no pueda parecer que falta alguna cosa a tan gran número de pruebas, añadí al final dos documentos de la Sede Apostólica: uno del Santo Papa Sixto*, que en la actualidad ilustra la Iglesia de Roma, y el otro de su predecesor de feliz memoria, el Papa Celestino*. He creído necesario reproducir aquí también estos dos documentos. En la carta que el santo Papa Sixto envió al obispo de Antioquía(81) a propósito de Nestorio, le escribía: «Puesto que el Apóstol ha dicho que una es la fe (cfr. Efes 4, S), la fe que se ha impuesto abiertamente, creamos lo que debemos hablar y prediquemos lo que debemos mantener». ¿Queremos saber qué es lo que debemos creer y predicar? Oigamos lo que sigue diciendo: «Nada le es lícito a la novedad, porque nada es lícito añadir a la antigüedad. La fe límpida de nuestros padres y su religiosidad no deben ser enturbiadas por ninguna mezcla de cieno». Sentencia verdaderamente apostólica, que describe la fe de los padres como limpidez cristalina y las novedades impías como mezcla de cieno. En el Papa Celestino encontramos el mismo pensamiento. En la carta que envió a los obispos de las Galias, les reprocha que, de hecho, estaban en connivencia con los propagadores de novedades, en cuanto que su silencio culpable venía a envilecer la fe antigua y permitía, por consiguiente, que se difundieran las novedades impías. «Con toda razón -dice- debemos considerarnos responsables, si con nuestro silencio favorecemos el error. Estos hombres deben ser reprendidos; ¡no tienen la facultad de predicar libremente!». A algunos podría ptanteársele la duda acerca de la identidad de las personas a quienes les está prohibido predicar según les plazca: si serán los predicadores de la antigua fe o los inventores de novedades. Que el propio Papa hable y resuelva los dudas de los lectores. En efecto, añade: «Si eso es verdad...», es decir si es verdad eso de lo que algunos os han acusado, es decir, que vuestras ciudades y provincias se suman a las novedades, «si eso es verdad, que la novedad cese de lanzar improperios y acusaciones contra la antigüedad». El venerando parecer del bienaventurado Celes tino no fue, pues, que la fe antigua dejase de oponerse con todas sus fuerzas a la novedad, sino más bien que ésta acabase ya de molestar y de perseguir a la antigüedad. 33. Cualquiera que se oponga a estas decisiones apostólicas y católicas, ofende ante todo la memoria de San Celestino, el cual decretó que la novedad debía cesar de acusar a la antigua fe; se burla del juicio de San Sixto, el cual declaró que no se podía tolerar las novedades, porque no se puede añadir nada a la antigüedad; por último, desprecia la decisión del bienaventurado Cirilo, el cual alabó a plena voz el celo del venerando Capreolo, deseoso de que los dogmas de la antigua fe fuesen confirmadas condenadas las invenciones novedosas. El mismo Sínodo de Efeso sería conculcado, es decir, las definiciones de los Santos Obispos de todo Oriente, los cuales, divinamente inspirados, decretaron que la posteridad no debería creer o cosa más que lo que la antigüedad sagrada de Santos Padres, unánimemente concordes en Cristo, había mantenido. Con grandes voces y aclamaciones todos a una, dieron testimonio de que la sentencia, el deseo, el juicio de todos era que, del mismo modo que habían sido condenados los herejes anteriores Nestorio, por despreciar la fe antigua y mantener novedades, fuese también condenado Nestorio, que igualmente era autor de novedades y adversario de la antigüedad. Si alguien es contrario a este consenso unánime, que fue santamente inspirado por la gracia celeste, se sigue que juzga condenada injustamente la impiedad de Nestorio. Como última y lógica consecuencia, desprecia como basura a toda la Iglesia de Cristo y a sus Maestros, Apóstoles y Profetas, de manera especial al Apóstol Pablo, que escribió: «¡Oh, Timoteo!, guarda el depósito evitando las novedades profanas en las expresiones». Y también: «Cualquiera que os anuncie un Evangelio diferente del que habéis recibido, sea anatema». Así, pues, si las decisiones de los Apóstoles y los decretos de la Iglesia no pueden ser transgredidos -en virtud de los cuales, según el consenso sagrado de la universalidad y de la antigüedad, todos los herejes han sido siempre justamente condenados-, en consecuencia, es deber absoluto de todos los católicos, que desean demostrar que son hijos legítimos de la Madre Iglesia, adherirse, pegarse a la fe de los Santos Padres, y morir por ella, al mismo tiempo que detestan, tienen horror, combaten, persiguen las novedades impías. Esto es todo lo que, más o menos, he expuesto en los dos Conmonitorios, y que he resumido aquí brevemente. De esta forma, mi memoria, en cuyo auxilio he escrito estas notas, podrá consultarlas con frecuencia y sacar provecho, sin sentirse agobiada por una exposición prolija. |
NOTAS
|