DOCTRINA
CATÓLICA
La
Familia Cristiana - 10
S. S. Pío XII
XXIV
LAS VIRTUDES TEOLOGALES COMO
FUNDAMENTO DE LA FELICIDAD CRISTIANA
3 de Abril de 1940. (DR. II, 51.) |
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Guiados por un pensamiento de fe, venís, queridos recién casados, a invocar sobre la primavera de vuestra vida nuestra bendición apostólica, en este día en que la primavera de la naturaleza os prodiga sus sonrisas. Y queremos inspiraros un pensamiento de fe, al invitaros a escuchar por unos instantes, en torno a vosotros y en vosotros mismos, lo que los poetas y los artistas llaman la canción de la primavera. Si tres notas son necesarias y suficientes para fijar con su acorde la tonalidad de una composición musical, la canción de la primavera podría condensarse para el cristiano en tres notas, cuya armonía pone a su alma en acorde con Dios mismo: la fe, la esperanza, la caridad. I. — La fe, como bien sabéis, es una virtud teologal, por la cual creemos en Dios, a quien no se ve con los ojos corporales; en su bondad infinita, que su justicia vela a veces a la corta vista humana; en su omnipotencia, a la que parece contradecir, según el ligero razonamiento de los hombres, su longanimidad misteriosa. Ahora bien, el fiel retorno de la primavera os recuerda que Dios, si a veces parece mudable, es en realidad inmutable, porque es eterno; que todas sus disposiciones se cumplen a su tiempo debido; que todos sus designios se realizan en la hora fijada por su providencia. Ayer era todavía invierno, y todo parecía muerto en la naturaleza; el firmamento velado por las nubes y las montañas cubiertas por la nieve; el sol lánguido y estéril. Pero súbitamente el cielo se ilumina de nuevo; el viento de la tempestad calla, el sol se hace más esplendente, y bajo sus tibios rayos, en el seno de la tierra palpita de nuevo la vida. Así la obra de Dios no muere nunca; no hay invierno al que no suceda la primavera; y lo que parece la muerte de la naturaleza, no es sino el preludio de una resurrección. Así pues, queridos recién casados, a quienes se abre la primavera de la vida, entrad con una fe profunda en Dios, con una firme confianza en su poder y en su bondad. Podréis tener pruebas; Dios mismo parecerá, en ciertos momentos, dejaros solos en la dificultad, como un padre que gusta de medir, escondiéndose por un instante, las fuerzas de su propio hijo. Su justicia, igual que la de un padre, podrá permitir al dolor del cuerpo p del alma, purificaros, ofreciéndoos así el medio de una penitencia reparadora. Podrán pasar nubes por el cielo, hoy tan azul, de vuestro mutuo amor, y oscurecer por algún tiempo su esplendor. Reavivad entonces vuestra fe en Dios; reanimad la fe en vuestras promesas, la fe en la gracia sacramental, la fe en la dulzura pacificadora de las reconciliaciones prontas y sinceras que son también en cierto sentido una primavera, porque traen, 'después del frío y la tormenta, el retorno del céfiro, de !a luz y de la paz. II. — A la lección de fe, la primavera une la de la. esperanza. El sol, si bien es cierto que disipa el torpor de la gleba y hace caer de los hombros de la montaña su manto blanco, no calienta aún la tierra con el fuego que le dará todo el fulgor de su ornamento y la espléndida pululación de su fecundidad. La savia hinche los troncos y los tallos y hace que se abran sobre las ramas los labios húmedos de las yemas, pero los árboles no agitan todavía al viento la cabellera de su fronda. Muy pronto resonarán los nidos con el canto de los pajarillos. ¡La vida continúa! La esperanza —esta alegría de una felicidad deseada y esperada, pero de la cuál no se posee aún sino la promesa o la prenda— prorrumpe en la primavera de toda la creación. En el orden sobrenatural la esperanza es, como la fe, una virtud teologal, es decir, que liga personalmente al hombre a Dios. No levanta todavía el velo de la fe para mostrar a nuestros ojos el eterno y divino objeto de las contemplaciones celestes. Pero trae al alma que corresponde a la gracia la seguridad de su futura posesión en la infalible promesa del Redentor; y le da prenda y ejemplo, anticipado de ello en la resurrección del Dios hecho hombre, convertido en aurora primaveral. El canto de la esperanza resuena ciertamente en esta primavera de vuestros corazones. Desposarse es, como para las palomas en abril, construir un nido. Ahora bien, también el hogar doméstico, ese nido de una familia joven, se construye muchas veces sólo poco a poco, con muchas fatigas y cuidados, en la cavidad de duras rocas o sobre un ramo que el viento agita; pero este trabajo se realiza con gozo, porque se emprende con esperanza. Fundar una familia no es solamente vivir para sí mismo, desenvolver útilmente en sí las fuerzas del cuerpo, las facultades del espíritu, las cualidades sobrenaturales del alma; es multiplicar la vida, es decir, es querer como resucitar y revivir a pesar del tiempo y de la muerte, en las generaciones sucesivas cuyo largo desenvolvimiento en la serie indefinida del tiempo no se llega a abarcar con la mirada. ¡Infelices los esposos que no han comprendido y gustado la dulzura de esta esperanza! ¡Más infelices aún y culpables aquellos que, en oposición a las leyes del Creador, le restringen o le cierran el acceso al nido familiar! Acaso demasiado tarde, se acordarán de que ellos mismos, sólo por una alegría efímera, han abierto sobre su hogar la puerta de aquel abismo donde perece toda esperanza. III. — La caridad, en fin, pone también su nota —y se puede decir que la nota dominante— en la canción de la primavera, porque es sobre todo un himno de amor. El verdadero y puro amor es el don de sí mismo; es el anhelo de difusión y de donación total, que es esencial a la bondad, y por el que Dios, Bondad infinita, Caridad sustancial, se movió a efundirse en la creación. Esta fuerza expansiva del amor es tan grande que no admite límites. Como el Creador ama desde la eternidad a las criaturas que Él quiere, por una aspiración omnipotente de su misericordia, llamar en el tiempo de la nada al ser: "In caritate perpetua dilexi te; ideo attraxi te, miserans"[1]; así el Verbo encarnado, venido en medio de los hombres, "cuní dilexisset suos, qui erant in mundo, in jinem dilexit eos"[2], habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, les amó hasta el fin. Esta necesidad de dar y de darse, amados hijos e hijas, ved cómo se manifiesta y brilla actualmente en la naturaleza: "el aire, el agua y la tierra, están llenos de amor", exclama el poeta exaltando las bellezas de la primavera[3]. La vida se esparce, y esta su magnificencia en el don de sí, no es sino una débil imagen de la de Dios. Pero si tal es la amplitud de las larguezas divinas en el orden natural, ¡cuánto más maravillosa no lo es en el orden de la gracia, que sobrepasa para la criatura humana todos los límites de sus posibilidades! Escuchad ahora, queridos esposos, a vuestro propio corazón. Le sentiréis cantar el himno generoso y desinteresado que llega hasta el don total de sí. Este deseo imperioso de un mutuo holocausto se satisfará en vosotros únicamente si el recíproco don sancionado por una sacra promesa, es sin división, sin reserva, sin revocación, a semejanza del don que debéis hacer a Dios de vosotros mismos. La caridad es una; el vínculo tejido entre vosotros con el matrimonio cristiano, tiene algo de divino en su principio, como la religión misma, y por eso tiene algo de eterno en sus consecuencias. Manteneros fieles a él, a pesar de las pruebas, las borrascas, las tentaciones, es un ideal que puede parecer superior a las fuerzas humanas; pero que será una realidad sobrenatural si correspondéis a la gracia del sacramento, que os ha sido dada precisamente para ratificar vuestra unión en la sangre del Redentor, unión indisoluble, como la de Cristo con su Iglesia. KKKKKKKKKKKKKKKKKKKKKK |