DOCTRINA CATÓLICA
La Familia Cristiana - 12  
S. S. Pío XII

   XXVI

LA COTIDIANA "AUDIENCIA DE DIOS"
PARA LOS ESPOSOS CRISTIANOS

17 de Abril de 1940 (DR. II, 71,)

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   Nos resulta siempre muy dulce, queridos hijos e hijas, ver reunidas en torno a Nos las parejas jóvenes de recién casados que vienen a pedir la bendición apostólica y siempre nos es grato y conmovedor el dársela y el contemplar con qué filial piedad la reciben. Algunos de vosotros sois romanos; otros reñí» de regiones más o menos lejanas. Para todos, cuando hayáis vuelto a vuestras casas, y más tarde en el curso de vuestra vida, la jornada de hoy —no lo dudamos— quedará impresa en vuestro corazón como "aquella en que tuvisteis la audiencia del Papa".

   La verdadera y precisa causa de vuestro gozo es que en el Papa, cualquiera que sea su persona, veis vosotros al que es aquí abajo el representante de Dios, el Vicario de Jesucristo, el sucesor de Pedro, a quien nuestro Señor constituyó cabeza visible de su Iglesia, dándole las llaves del reino de los Cielos y el poder de atar y desatar[1]. Los sentidos vienen aquí, por decirlo así, en ayuda de la fe; lo que vosotros veis y oís, os confirma en lo que debéis creer. Ciertamente, no es Jesucristo en persona el que se os aparece como lo veían las turbas de Palestina sobre las riberas del lago de Tiberíades[2], o María y Marta en su casa de Betania[3]. Sin embargo, cuando os acercáis al Papa, tenéis algún motivo para experimentar la impresión de encontraros como transportados a hace veinte siglos, junto al Divino Nazareno. En la voz del Papa os parece oír la palabra del Redentor, y de esta palabra ha sido, en efecto, el Papa eco vivo a través de los siglos; cuando él levante sobre vosotros su mano para bendecir, vosotros sabéis que esta pobre mano es para vosotros como la transmisora de los auxilios y de los favores celestes. En fin, cuando sentís vibrar el corazón del Papa junto al vuestro, no os equivocáis si creéis prercibir en las actitudes, en las palabras y en los gestos que el Señor le inspira, algo de las palpitaciones y de las emociones íntimas del Corazón de Jesús, porque Jesucristo ha puesto en su Vicario una participación de su amor salvífico y compasivo hacia las almas, cuando le dijo: "apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas"[4].

   Pero recordad, amados hijos e hijas, que podéis, de modo verdaderísirno aunque menos sensible, ser admitidos frecuentemente a la audiencia de aquel Dios poderoso y bueno cuyo lugar ocupa aquí abajo el Papa.

   El más real e íntimo encuentro con Dios es la sagrada comunión, por la cual Jesús mismo se da a vosotros con su cuerpo, con su sangre, con su alma y con su divinidad. Tenéis no sólo el derecho, sino el deber de acercaros a esta Mesa divina, por lo menos una vez al año en el tiempo Pascual. Pero si amáis verdaderamente el amabilísimo Salvador, si creéis firmemente en su presencia y en su poder eucarístico, si queréis consolarle de las penas causadas a su Corazón por la impiedad de los malos y la indiferencia de los tibios, os acercaréis a la santa comunión con frecuencia, todos los meses (por ejemplo, los primeros viernes), o todos los domingos, o incluso todos los días si os fuese posible.

   Dios os ofrece otra audiencia, todos los días y a todas las horas, en la naturaleza, es decir, en los seres mismos, vivos o inanimados, racionales o irracionales, que nos circundan. ¿Podéis, por ejemplo, abrir los ojos, sin reconocer en la naturaleza la potencia y la bondad del Creador? ¿No habéis sentido alguna que otra vez, ante la sublimidad de las cumbres de los montes o la inmensidad de los mares, que se enciende en vosotros una chispa de aquella llama que ardía en San Francisco de Asís cuando hacía resonar por las campiñas de la Umbría el cántico del hermano sol? En la acción recíproca de los elementos y de las fuerzas de la naturaleza: el aire, el agua, el fuego, la electricidad, que obedecen a leyes tan armónicas y constantes que la ciencia humana encuentra en ellas uno de sus guías más seguros, ¿no sentís cómo el Creador revela su infinita sabiduría?

   Ciertamente, sabemos bien que conversar con Dios en la contemplación de las criaturas no está en las manos de todos los hombres. Por eso se les ha dado otro medio, fácil y familiar, de presentarle sus súplicas y de escuchar sus palabras. Esta audiencia divina, a la que en todo instante sois invitados y admitidos, y en la que Dios se ha comprometido a no negar nada de lo que le pidáis recta y piadosamente[5], es sencillamente la oración.

   La oración personal e íntima ante todo. Rezar es en primer lugar recogerse en la presencia del Señor. Para buscar a Dios, para encontrarle, basta que entréis en vosotros mismos por la mañana, por la tarde o en cualquier momento del día. En lo íntimo de vuestra alma, si felizmente os halláis en estado de gracia, veréis con los ojos de la fe a Dios, siempre presente como un Padre inmensamente bueno, pronto a acoger vuestras súplicas y a deciros también lo que de vosotros espera. Si en alguna ocasión habéis desdichadamente perdido la gracia, entrad también lealmente en vosotros; allí encontraréis a Dios presente como un juez, pero juez misericordioso y pronto a perdonar; o, mejor todavía, como el padre del hijo pródigo, que os abrirá los brazos y el corazón con tal que os arrodilléis arrepentidos confesando: "Padre, he pecado contra el cielo y contra Ti"[6]. ¡Cuántas almas se han salvado de la obstinación en el pecado, del endurecimiento y de la perdición eterna, con un breve examen de conciencia cada noche! ¡Cuántos deben su salvación a la oración cotidiana!

   Pero no siempre gozaréis solos de este bendito tiempo de recogimiento. Tampoco a la audiencia del Papa, queridos esposos, habéis querido venir el uno sin la otra. Id también en familia, por decirlo así, a la audiencia del buen Dios. Recordad las palabras del Salvador en el Evangelio: "Si dos de vosotros os unís en la tierra (¿y estos que deben unirse no son acaso de modo especial el esposo y la esposa, a quienes Dios mismo ha unido?) para pedir alguna cosa, les será concedida por mi Padre, que está en los Cielos. Porque donde hay dos o tres personas congregadas en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos"[7]. ¿Lo habéis oído bien? Del mismo modo que Vicario de Cristo está en este momento en medio de vosotros, Cristo mismo, aunque invisible, está presente en medio de vosotros cuando oráis juntos. También entonces los sentidos pueden venir en ayuda de la fe, y la realidad exterior aumentar la piedad interior. Futuros padres y madres: muy pronto, la vista de vuestros pequeños ángeles terrestres, arrodillados junto a vosotros, con las manecitas juntas y con los cándidos ojos fijos en la imagen de María, traerá a vuestra memoria el recuerdo de los días de vuestra propia infancia, el puro gozo de un corazón inocente, su facilidad para conversar con Dios. Esposos cristianos: al postraros ante la Majestad divina el uno junto a la otra, y rodeados por vuestros hijos vosotros pronunciaréis con mayor confianza la súplica implorante: —Padre nuestro... danos el pan cotidiano para toda esta familia que te presentamos, testimonio viviente de nuestra fidelidad a tus leyes—. Diréis también, aunque vuestra voz hubiera de tener un ligero temblor: —Padre, perdónanos recíprocamente las ofensas, los choques, los contrastes—. A vosotros, en fin, cabezas familia, la vista de vuestra esposa, que después de un día de animoso trabajo reúne presurosamente a las queridas prendas de vuestro mutuo amor y confía su sueño a los guardianes celestes, os recordará que hay allí arriba, para todos los cristianos, una madre infinitamente tierna, pronta a socorrer a sus hijos, especialmente en la tarde de de esta rápida jornada que es la vida, y entonces diréis diréis con un sentido de dulce esperanza: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte—. Y así os dormiréis más tranquilos. He aquí, amados hijos e hijas, alguno de los frutos espirituales que puede traeros la familiar y diaria audiencia de Dios. Pensando en las preocupaciones que, ante el mundo agitado de nuestros días, oprimen el corazón del Papa, dad a vuestra plegaria un acento verdaderamente católico: orad con la Iglesia y por la Iglesia. Orad a fin de que todos los hombres escuchen con ánimo dócil las llamadas angustiosas, las cálidas exhortaciones de nuestro amor paterno; que recuerden que son todos hijos de Dios, y vuelvan a encontrar así el sentimiento de la fraternidad universal, fundamento necesario de la concordia de los pueblos y de la tan suspirada paz.

KKKKKKKKKKKKKKKKKKKKKK

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NOTAS
  • [1] Matth., XVI, 18-19.

  • [2] Io., VI, 1-2.

  • [3] Io., XI, 1.

  • [4] Io, XXI, 15-17.

  • [5] Io., XIV, 13.

  • [6] Luc., XV, 20-21. 

  • [7]  Matth, XVIII, 19-20.