DOCTRINA
CATÓLICA
La
Familia Cristiana - 19
S. S. Pío XII
XXXIII
HÉROES INVICTOS DE
LA CARIDAD CRISTIANA
17 de Julio de 1940. (DR. II, 177.) |
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En algunos países se acostumbra a celebrar anuamente una "Semana de la bondad", o "de la Caridad".Si tal costumbre hubiera de extenderse a toda la gran familia cristiana, una de las fechas más apropiadas para ella sería acaso esta mitad de julio, porque los santos cuyas fiestas, según el calendario de la Iglesia universal, ocurren en los tres días que siguen inmediatamente al de hoy, son maravillas de bondad. Se llaman Camilo de Lelis, Vicente de Paúl y Jerónimo Emiliano. Todos y cada uno practicaron de manera admirable la Ley de oro de la caridad; pero el brillo de este oro tiene en cada uno de ellos un reflejo especial. Camilo se consagró sobre todo a los enfermos, a los incurables, a los moribundos. Vicente, el gran organizador de la Beneficencia, se dedicó a los miserables, a los abandonados de toda suerte, y fundó varias asociaciones caritativas de hombres y mujeres, entre las cuales conocéis todos a las Hijas de la Caridad, las de alas blancas como la inocencia, amplias como el amor, palpitantes como el celo. Jerónimo se apiadó especialmente de los desgraciados hijos del pueblo, de los huérfanos privados de ternura, abandonados por las calles, desprovistos de todo. Todos y cada uno sufrieron con los que sufrían y, olvidados de los propios dolores, participaron en los padecimientos de los demás para aligerarles su peso. Para limitar hoy nuestras palabras, necesariamente breves, al primero de los tres santos que hemos nombrado, os exhortamos, queridos hijos e hijas, a seguir su luminoso ejemplo, cuidando de los enfermos y de los débiles en torno a vosotros o en vuestra casa. La palabra enfermo —del latín "infirmus", no firme, no estable— indica un ser sin fuerza, sin firmeza. Ahora bien, en toda familia hay, generalmente, sobre todo dos categorías de seres débiles, y que por eso tienen mayor necesidad de cuidado y de afecto: los niños y los viejos. El instinto da ternura hacia sus crías a los mismos animales irracionales. ¿Cómo podría, por lo tanto, ser necesario inculcárosla a vosotros, recién casados y futuros padres cristianos? Sin embargo, puede ocurrir que un exceso de rigor, una falta de comprensión, levante como una barrera entre el corazón de los hijos y de los padres. San Pablo decía: "me hice débil con los débiles ...; me hice todo a todos, para salvarlos a todos"[1]. Es una gran cualidad la de saber hacerse pequeños con los pequeños, niño con los niños, sin comprometer con eso la autoridad paterna o materna. Además, convendrá siempre, en el seno de la familia, asegurar a los ancianos aquel respeto, aquella tranquilidad, queremos decir aquellos delicadas consideraciones de que tienen necesidad. ¡Los viejos! Se es a veces, acaso inconscientemente, terco con sus pequeñas exigencias, con sus inocentes manías, arrugas que el tiempo ha cavado en sus almas, como las que surcan su rostro; pero que deberían hacerlos más venerables a los ojos de los demás. Se inclina uno fácilmente a reprocharles por lo que ya no hacen, en lugar de recordarles, corno merecen, lo que han hecho. Se sonríe tal vez por la pérdida de su memoria, y no siempre se reconoce 3a sabiduría de sus juicios. En sus ojos ofuscados por las lágrimas se busca en vano la llama del entusiasmo, pero no se sabe ver la luz de la resignación, en la que se enciende ya el deseo de los esplendores eternos. Felizmente, estos ancianos cuyo paso vacilante se tambalea en las escaleras o cuya blanca cabeza, temblorosa, se mueve lentamente en un ángulo de la estancia, son con mucha frecuencia el abuelo o la abuela, o el padre y la madre, a quienes todo lo debéis. Hacia ellos, sea cual fuere vuestra edad, os obliga, como bien sabéis, el precepto del decálogo: "Honra a tu padre y a tu madre"[2]. Vosotros no seréis, pues, del número de aquellos hijos ingratos que abandonan a sus padres ancianos, y que luego, a su vez, se encuentran con frecuencia abandonados cuando la edad les hace necesitar la ayuda de los demás. Sin embargo, cuando se habla de compasión hacia los enfermos, se piensa ordinariamente en personas de toda edad, afligidas por un mal físico, pasajero o crónico. Al socorro de semejantes sufrimientos, os anima, sobre todo, el ejemplo de San Camilo. La llama de su celo se extendió de los hospitales hasta fuera de ellos; sin esperar a que los enfermos vinieran a él, él mismo iba a curarlos y confortarlos a domicilio. Porque en aquel tiempo, como siempre, había en muchas casas, dolientes: ciegos, estropeados, paralíticos y enfermos: febricitantes, tuberculosos, cancerosos. ¿No los hay también hoy? Queridos recién casados: Si Dios preserva a vuestra familia de las dolencias —como de corazón os auguramos—, recordad entonces con mayor razón las miserias de los demás y dedicaos, cuanto os sea posible y os lo permitan vuestros deberes, a las obras de asistencia y de bien. En el jardín de la humanidad, desde que ya no es el paraíso terrestre, ha madurado y madurará siempre uno de los frutos amargos del pecado original: el dolor. Instintivamente, el hombre lo aborrece y lo esquiva; querría hasta perder su recuerdo y su vista. Pero desde que en la encarnación Cristo se "aniquiló", tomando forma de siervo[3]; desde que le plugo "elegir las cosas débiles del mundo para confundir a las fuertes"[4]; desde que "Jesús, dejado el gozo, sostuvo la cruz, sin hacer caso de la ignominia"[5]; desde que reveló a los hombres el sentido del dolor y el íntimo gozo del don de sí mismo a los que sufren, el corazón humano ha descubierto en sí insospechados abismos de ternura y de piedad. Es verdad que la fuerza sigue siendo la dominadora indiscutida de la naturaleza irracional y de las almas paganas de hoy, semejantes a las que en su tiempo llamaba el Apóstol San Pablo "sine affectione", sin corazón, y "sine misericordia", sin piedad hacia los pobres y los débiles[6]. Pero para los verdaderos cristianos, la debilidad ha venido a ser un título al respeto, y la enfermedad, un título al amor. Porque la caridad, al contrario del interés y del egoísmo, no se busca a sí misma[7], sino que se da; cuanto más débil, miserable, necesitado y deseoso de recibir es un ser, tanto más aparece a su benigna mirada como un objeto de predilección. En el siglo XVI en que vivió San Camilo, la organización de la beneficencia cristiana no había alcanzado todavía el desarrollo que hoy podemos admirar. Durante su juventud disipada, Camilo fue acogido en el Hospital de Santiago en Roma, para ser curado y, a fin de garantizarse el derecho a una larga estancia en aquel caritativo hospital, buscó ser empleado como sirviente; pero la pasión del juego le hizo tan olvidadizo de sus deberes, que terminó por ser despedido, porque, como narran sus biógrafos, "después de pruebas y más pruebas, se había tocado con la mano que era incorregible y completamente inepto para el oficio de enfermero". Pues, precisamente, éste era el hombre de quien la gracia divina haría luego el fundador y el modelo de los "ministros de los enfermos"; es decir, de una nueva orden religiosa que tendría como misión especial curar a los enfermos, socorrer a los contagiosos, asistir material y espiritualmente a los moribundos, no por un mezquino salario, sino por amor de Cristo que sufre en los enfermos, y con la única .esperanza de la recompensa eterna. Una molesta llaga, aparecida hacia la edad de die-siete años sobre su tobillo derecho, y que, transformada luego lentamente en una profunda úlcera purulenta e incurable, se extendió a toda la pierna, no le impidió dedicarse durante cuarenta años al alivio de todos los dolores; viajar por sus fundaciones o correr en ayuda de nuevas calamidades de una a otra ciudad; caminar a través de las calles de Roma o por las casas privadas, mientras con un bastón en la mano saltaba las escaleras más empinadas, sin pensar en otra cosa que en la caridad. A esta llaga tan dolorosa, la llamaba él la primera misericordia de Dios: la primera, porque debían sobreañadírsele otras penosísimas enfermedades, que él recibía igualmente como testimonios de la bondad divina. Es una idea específicamente cristiana, ver en el dolor un signo del amor de Dios y un manantial de gracias. Para ayudar a sus discípulos a comprenderlo, Jesucristo no sólo les impuso el precepto de la caridad como su mandamiento esencial[8]; ni se contestó con proponer por modelo al buen samaritano, que interrumpe su viaje para socorrer a un hombre desconocido que yacía medio muerto en el camino. Él conoció y experimentó en su misma carne santísima toda la gama de los dolores humanos. Así quiso como identificarse con todos los miembros sufrientes de la humanidad. Sus discípulos le verán a él mismo, a su rostro divino, a sus llagas adorables, a través de toda carne humana empalidecida por la fiebre, corroída por la lepra, consumida por el cáncer; y si esta carne sanguinolenta o fétida repugna a la naturaleza, ellos depositarán encima sus labios, largo tiempo, en un beso misericordioso de amor, como hizo San Camilo, como hizo Santa Isabel, como hicieron San Francisco Javier y tantos otros santos. Porque ellos sabían que, en el último día, el Señor les dirá: "el enfermo, el débil que vosotros visitasteis y socorristeis, era yo". "Infirmus eram, et visitastis me"[9]. Que podáis también vosotros, queridos hijos e hijas, con las limosnas, con la oración y con los sacrificios, con el concurso efectivo, participar en las obras de misericordia y aseguraros así un día una benigna y amorosa acogida ante el Juez supremo, que os abrirá las puertas del cielo en los esplendores de la eternidad. KKKKKKKKKKKKKKKKKKKKKK |