DOCTRINA
CATÓLICA
La
Familia Cristiana - 26
S. S. Pío XII
XL
ENSEÑANZAS DE LA DIVINA PROVIDENCIA
8 de Enero de 1941. (DR. II, 367.) |
. |
Al presentaros a Nos habéis querido, amados recién casados, demostrar vuestro doble ardor: el ardor de la juventud que sin temor afronta y vence los rigores de la estación invernal, y el ardor de vuestra fe y devoción que os ha conducido a buscar la bendición del Padre común de los fieles para las familias que habéis fundado con irrevocable contrato. Absortos como estáis en la felicidad de vuestra reciente y concorde unión y en el sueño de una aurora rosada de alegres esperanzas por el sendero de la vida que acabáis de iniciar, ni el camino de Roma ha enfriado vuestros ardientes corazones, ni os han arrancado y atraído muchas miradas durante el viaje los campos fugaces, las heladas y nevadas llanuras, los cándidos montes, los tristes árboles que distendían a través de un cielo gris los brazos desnudos de sus ramas. Sin embargo, bajo aquella costra de frío y de nieve vive la naturaleza durmiendo un sueño que parece de muerte; pero que en su silencio tranquilo habla un lenguaje que es para vosotros, como para todos los que han sido llamados por Dios a transmitir la vida, una gran enseñanza dada a las almas por la divina Providencia. Nuestro Señor la recordaba a los Apóstoles antes de su Pasión: "en verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo caído a la tierra no muere, permanece infecundo; pero si muere, fructifica con abundancia"[1]; enseñanza que el buen Maestro completaba poco después: "estaréis tristes, pero vuestra tristeza se cambiará en alegría. La mujer, cuando da a luz un hijo, ha traído al mundo a su niño, no se vuelve a acordar del dolor, llena de alegría porque ha nacido al mundo un hombre"[2]. Profunda verdad, al mismo tiempo humana y cristiana, es que la vida no se transmite sin sacrificio, y que, sin embargo, transmitir la vida es un gozo inefable que disipa todo recuerdo del dolor. Mirad los campos y la maravillosa obra de la naturaleza. El grano, confiado en la tierra a su cuidado, yace como en un sepulcro, parece que muere y se disuelve, para que el germen que tiene en sí pueda desenvolverse, abrir los ojos, salir a la luz, verdear y crecer en vigoroso tallo. Pero pasará y pesará encima el invierno antes de que, con la tibieza primaveral y el ardiente rayo del verano, el germen se cambie en flores y las flores en fruto. En el orden más elevado de la naturaleza viviente, sensible al dolor, todo nacimiento es más o menos doloroso; y porque del dolor nace el amor, veis vosotros que sólo dándose a sus pequeños, custodiándolos con su vigilancia, nutriéndolos con su propia leche o cobijándolos bajo sus alas, puede la madre conservar y vigorizar la vida que les ha comunicado. Y como el invierno precede a la primavera, también en este misterioso don de la vida las penas preceden a alegrías prometidas a toda fecundidad. En la espera y el deseo de la futura mies, vemos al agricultor sacrificar, sin inquietud y hasta con alegría y esperanza, su mejor simiente. Todavía está lejana la mies; él no sabe qué tiempo le mandará la Providencia, ni cuál será la cosecha, si fácil o difícil; pero no dudará en esparcir, con su amplio gesto de sembrador, sobre los terrones labrados del camino, aquellos puñados de grano escogido, destinados a sentir los fríos de las escarchas y de la nieve sobre el dorso, y a disolverse en los surcos húmedos de antes de erguir los verdes tallos que, vencedores del pasado invierno, curven la cabeza cargada de pesadas espigas, como dando gracias al cielo y al suelo feraz que les han nutrido. Para vosotros, queridos recién casados, la hora presente es como la hora alegre de la siembra hecha en un campo preparado con amor; pero, por mucho que en vosotros brille ingenua la juventud, ya habéis aprendido en la escuela de la experiencia y de la visión del mundo que el porvenir abierto ante vosotros, y que os auguramos colmado de cristiana felicidad, no os proporcionará solamente placeres y alegrías, y que, sobre todo en estos tiempos agitados, no se cumplirá para vosotros sin dolor la sublime misión que se os ha confiado de dar la vida a cándidos pequeños, regalo del cielo, que hay que educar e instruir en la piedad religiosa con la palabra y con el ejemplo, y que están destinados a ser el sostén vuestro y de la patria, y a acompañaros un día en la gloria y en la felicidad eterna. El labrador no duda en afrontar animosamente la varia probabilidad de los días de tormenta, sequía y hielo, conociendo que, en su misericordiosa providencia, Dios le sostendrá y no dejará abatirse a quien le sirve y espera en Él, como no dejará morir de hambre a los pájaros que descienden a revolotear en torno de su arado. También vosotros sabéis que el Señor no permitirá que seáis tentados más allá de vuestras fuerzas[3] y que la paciencia hace la obra perfecta[4]. No dudáis, por lo tanto, que Él, infinitamente bueno, nivelará las pruebas con vuestras fuerzas, o mejor, con las fuerzas y los auxilios que Él mismo os dará con su gracia; y que esta fe en Él, que hoy es fuente de confianza para vuestros corazones, será también sostén de vuestro trabajo el día de mañana. Pero esto no deberá haceros olvidar que hasta en los momentos más duros que pudiera reservaros el porvenir, no faltarán consuelos y dulzuras. En el campo, como bien sabéis, tampoco el invierno pasa sin sus alegrías. ¿No es entonces acaso cuando la familia, que en otras estaciones se dispersa para el trabajo, vuelve a encontrarse reunida en torno al hogar? ¿No es entonces el tiempo de las largas, paternas y fraternales velas, en las que los corazones se sienten y palpitan más cercanos los unos a los otros, y a través de las conversaciones y de silencios más elocuentes que las palabras, las almas se penetran mutuamente y se encuentran más íntimamente en los afectos y en los pensamientos? ¿No es entonces cuando el pasado, el presente y el futuro animan los recuerdos y las conversaciones de la alegría familiar? También para vosotros, queridos hijos e hijas, en los momentos más difíciles que hayan de esperaros, será el cielo generoso en fortaleza y consuelos. No temáis. Si vosotros, como cristianos confiados y fuertes, tomáis hasta las aflicciones como de las manos de Dios, que las dispone para perfeccionar nuestra virtud, las pruebas, en lugar de ser, como ocurre con excesiva frecuencia, estímulos de recriminaciones y de lamentos, de desarmonías y de disgustos, acercarán todavía más vuestros corazones, y en la pena se estrecharán los afectos; porque en el amor no se vive sin dolor. Entonces os conoceréis, os hablaréis, os comprenderéis mejor, os apoyaréis más firmemente el uno sobre la otra en los pasos del camino de la vida; entonces el amor que os une, templado al fuego de la tribulación, se afirmará definitivamente: nada valdrá ya para separar a dos almas que tan valerosamente han sufrido y llevado juntas la cruz en unión con Cristo. Tales pensamientos, que el corazón Nos pone en los labios como paterno recuerdo hacia vosotros, podrán por ventura pareceres austeros en estos días de vuestra alegría; pero a la luz de la fe que os ha traído ante Nos, ellos son la única fuente de la verdadera felicidad; de aquella felicidad que no puede brotar, existir y durar, sino allí donde se ha comprendido profundamente, se ha aceptado, se ha amado el alto sentido de la vida presente; felicidad menos pueril, menos desconsiderada, menos frívola, pero más íntima y más sólida y más segura, porque está fundada sobre la plenitud del espíritu cristiano, que no se desmorona al viento de las adversidades, y hace los gozos y los dolores de aquí abajo útiles para una vida mejor. Éste es el espíritu que pedimos a Dios para vosotros, queridos recién casados, y para todos los que os son queridos, mientras, como prenda de la abundancia de las gracias y de los dones celestes, os impartimos de corazón Nuestra paternal bendición apostólica. KKKKKKKKKKKKKKKKKKKKKK |