DOCTRINA CATÓLICA
La Familia Cristiana - 27  
S. S. Pío XII

   XLI

EL SACERDOCIO Y EL MATRIMONIO

15 de Enero de 1941. (DR. II, 373.)

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   Entre los innumerables cuidados y responsabilidades que gravan nuestra frente desde que la divina Providencia nos llamó al gobierno de la Iglesia en tiempos tan difíciles, uno de los grandes consuelos que el Señor nos concede para aliviar el peso de nuestro ánimo son estas audiencias, en las que nos es dado cómo transportarnos a un aire más sereno y sentirnos más íntimamente el Padre que recibe a sus hijos, y que en medio de la corona que ellos forman, abre y expansiona libremente su corazón. Pero en el número de las audiencias que resultan particularmente dulces y gratas a nuestro espíritu, ponemos gustosamente aquellas en que vemos reunidas estas filas de recién casados que, animados por su viva fe, al iniciar un nuevo camino en la vida, vienen junto a Nos para ofrecer a nuestra bendición paterna sus almas, recién rociadas por el rocío divino de la gracia del sacramento, que les ha colocado definitivamente en las gradas de la sociedad y fijado en su puesto en el cuerpo místico de la Iglesia.

   ¿No habéis considerado nunca, queridos esposos, cómo entre los diversos estados, entre las diversas formas de la vida de los cristianos, sólo hay dos para las que haya instituido Nuestro Señor un sacramento? Son el Sacerdocio y el matrimonio. Vosotros admiráis sin duda las grandes cohortes de las órdenes y de las congregaciones religiosas de hombres y mujeres, que refulgen con tanto bien y con tanta gloria en la Iglesia; pero la profesión religiosa —ceremonia tan conmovedora y rica de profundos simbolismos, también sublimemente nupcial, aunque goza de todas las amplísimas alabanzas con que Nuestro Señor y la Iglesia han exaltado la virginidad y la castidad perfecta; y por muy eminente que sea el puesto ocupado por los religiosos y las religiosas que se consagran a Dios en la vida y en el apostolado católico—, la profesión religiosa, decimos, no es un sacramento.

   En cambio, hasta el más modesto matrimonio, celebrado acaso en una pobre y remota ermita de aldea o en humilde y desnuda capilla de un barrio obrero, de esposos que tendrán que volver inmediatamente al trabajo, ante un simple sacerdote, en presencia de pocos parientes y amigos: este rito sin esplendor y boato externo se coloca, en su dignidad de sacramento, al lado de la magnificencia de una solemne ordenación sacerdotal o consagración episcopal, llevada a cabo en una catedral majestuosa, con abundancia de sagrados ministros y de fieles, hecha por el mismo Obispo de la diócesis, refulgente con todo el esplendor de sus ornamentos pontificales. El orden y el matrimonio, lo sabéis muy bien coronan y cierran el número septenario de los sacramentos.

   Pero, ¿por qué ha dado Dios en su Iglesia un puesto tan especial al sacerdocio y al matrimonio? Sería en realidad temeridad por parte nuestra pedir al Creador las razones de su obra y de sus preferencias, y decirle: "Quare hoc fecisti?". Sin embargo, siguiendo las huellas de los grandes Doctores, y en particular de Santo Tomás, nos es permitido buscar y gustar las congruencias y las armonías recónditas en el pensamiento y en las decisiones divinas, para cobrar una confianza más amorosa y elevarnos a una idea más alta de la gracia recibida.

   Cuando el Hijo de Dios se dignó hacerse hombre, la palabra del Salvador del género humano volvió al primer esplendor el vínculo conyugal del hombre y de la mujer, que las pasiones humanas habían hecho degenerar de su noble institución, y lo elevó a sacramento: grande como símbolo de la unión de sí mismo con su esposa la Iglesia, madre nuestra, fecunda por su sangre divina, que nos regenera con la palabra de la fe y con el agua de la salud, y da poder para llegar a ser hijos de Dios a los que creen en su nombre; "porque no por el camino de la sangre ni por voluntad de la carne, ni por voluntad del hombre, sino de Dios es de donde han nacido"[1].

   En estas solemnes palabras del evangelio de San Juan reconocemos una doble paternidad: la paternidad de la carne, por voluntad del hombre, y la paternidad de Dios, por el poder del espíritu y la gracia divina; dos paternidades que entre el pueblo cristiano crean y sellan con el sacerdocio y con el matrimonio los padres del espíritu y de la vida sobrenatural, y los padres de la carne y de la vida natural, con dos sacramentos instituidos por Cristo para su Iglesia, con el fin de asegurar y perpetuar en los siglos la generación y la regeneración de los hijos de Dios.

   Dos sacramentos, dos paternidades, dos padres que se hermanan y se completan mutuamente en la educación de la prole, hija de Dios, esperanza de la familia y de la Iglesia, de la tierra y del Cielo. He aquí la altísima idea que del sacerdocio y del matrimonio nos inspira la Iglesia, la Iglesia vista por San Juan como la Ciudad santa, la nueva Jerusalén que descendía del Cielo, adornada como una esposa ataviada por su esposo[2]. Álzase ésta construida a lo largo de los siglos con piedras vivas que son las almas bautizadas y santificadas, como canta la sagrada liturgia, hasta el día en que al cerrarse de los tiempos subirá a unirse a Cristo en el gozo de las bodas eternas del Cielo.

   ¿Y cuáles son los obreros que concurren a su lenta construcción? Ante todo, los sucesores de los Apóstoles, el Papa y los Obispos con sus sacerdotes, que disponen, pulen y ensamblan las piedras según el diseño del arquitecto, puestos como están por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios[3]. Pero, ¿qué podrían ellos hacer si no tuviesen a su lado a otros obreros que trajesen las piedras, las tallasen y esculpiesen como requiere el edificio? ¿Y quiénes son estos obreros? Son los esposos, que dan a la Iglesia sus piedras vivas y las modelan con arte: sois vosotros, queridos hijos e hijas. Por eso, notad bien que en la paternidad y maternidad que os llega, no debéis contentaros con extraer y unir con vuestras fatigas los bloques de piedra bruta; debéis también desbastarlos, prepararlos, darles la forma que mejor permita hacerlos entrar en la construcción: para tan noble oficio ha sido instituido por Dios el grande sacramento del matrimonio.

   Es doctrina clara del angélico Doctor Santo Tomás que este sacramento que ha consagrado vuestra unión, hace de vosotros "los propagadores y los conservadores de la vida espiritual, según un ministerio a la vez corporal y espiritual", que consiste en "engendrar la prole y educarla para el culto divino"[4]. Vosotros sois así, siempre bajo la guía del sacerdote, los primeros y más próximos educadores y maestros. En la edificación del Templo de la Iglesia, hecho no de piedras muertas, sino de almas que viven vida nueva y celestial, vosotros sois como los precursores espirituales, sacerdotes vosotros mismos de la cuna, de la infancia y de la adolescencia, a quienes debéis dirigir al Cielo.

   Vuestro puesto en la Iglesia como esposos cristianos no es, pues, simplemente engendrar los hijos y ofrecer las piedras vivas para la obra de los sacerdotes, más altos ministros de Dios. Las gracias tan abundantes que se os han dado únicamente para permanecer plena y constantemente fieles a la ley de Dios en el momento augusto de llamar a vuestros hijos a la vida, y para afrontar y soportar con ánimo cristiano las penas, los sufrimientos, las preocupaciones que no rara vez lo acompañan y lo siguen. Tales gracias os han sido dadas además como santificación, luz y ayuda en vuestro ministerio corporal y espiritual; porque, con la vida natural, es deber vuestro, como instrumentos de Dios, propagar también, conservar y contribuir a hacer crecer los hijos, regalo suyo, la vida espiritual infundida en ellos con el agua del santo Bautismo.

   Alimentad a los niños recién nacidos a la vida corporal, también con la leche espiritual sincera[5]; haced de ellos piedras vivas del Templo de Dios, vosotros que con la gracia del matrimonio habéis sido edificados como casa espiritual, sacerdocio santo, según la palabra de San Pedro[6], por aquella participación sacerdotal a que el anillo nupcial os ha elevado ante el altar. En la formación cristiana de las almas pequeñas, que Nuestro Señor os confiará, al crearlas para vivificar los cuerpos plasmados por vosotros, os es reservada una parte, un magisterio, del cual no os es lícito desinteresaros, en el cual nadie podrá plenamente sustituiros.

   En esa formación santa, vosotros buscaréis, sin duda ayuda en celosos sacerdotes y catequistas, en esos óptimos educadores que son los religiosos y las religiosas; pero por muy grandes, preciosos y amplios que puedan ser estos auxilios, no os dispensan de vuestros deberes y de vuestras responsabilidades. ¡Cuántas veces los maestros cristianos se duelen y lamentan de la dificultad, a veces hasta de la imposibilidad, que encuentran para remediar y suplir con sus cuidados, en la educación de los niños confiados a ellos, lo que era en realidad un deber que hiciese la familia, y que ésta no hizo, o hizo mal!

   Guardad para el Señor, para su celestial Jerusalén y para la Madre Iglesia, los angelitos que el cielo os concederá; y no olvidéis jamás que al lado de una cuna tienen que estar dos padres y maestros, el uno natural y el otro espiritual; y que así como las almas no pueden, según la ordinaria providencia de Dios, vivir cristianamente y salvarse fuera de la Iglesia y sin el ministerio de los sacerdotes destinados para eso por el sacramento del orden, así tampoco pueden, de ordinario, crecer cristianamente fuera de un hogar doméstico y sin el ministerio de los padres bendecidos y unidos con el sacramento del matrimonio.

   ¡Queridos recién casados! Dígnese Cristo, nuestro buen Señor y Maestro, y restaurador de la unión conyugal tal como era cuando al principio la formó Dios, infundir en vuestros corazones la inteligencia y el amor de la incomparable misión confiada a vosotros en la Iglesia con este sacramento, y daros la alteza de ánimo, el valor y la confianza necesaria para manteneros siempre fieles ella.

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NOTAS
  • [1] Jo., I, 12-13.

  • [2] Apoc., XXI, 2.

  • [3] Act., XX, 28.

  • [4] Contra Gent., IV, 58.

  • [5] I Petr., II, 2.

  • [6] I Petr., II, 5.