DOCTRINA CATÓLICA
La Familia Cristiana - 36  
S. S. Pío XII

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LOS HEROÍSMOS DE LA VIDA CRISTIANA

11 de Agosto de 1941. (Ecclesia, 15 de Sept. 1941.)

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   ¡Cuántas veces habéis oído, queridos recién casados, repetir que "la vida del hombre sobre la tierra es una milicia"![1]. Si la vida del hombre sobre la tierra es una milicia, puesto que él está compuesto de espíritu y de cuerpo, esa milicia tiene dos campos de lucha y de combate; el uno, de combate corporal sobre el terreno material; el otro, de combate espiritual en el interior de su espíritu. Cada combate y cada campo tiene sus peligros, sus pruebas, sus vicisitudes, sus héroes y actos heroicos, sus heroicos triunfos y sus coronas.

   Las luchas corporales son abiertas y patentes; en cambio, en el campo interior, a menudo todo está escondido: batallas, victorias y coronas son ocultas, conocidas sólo por Dios y sólo por Él premiadas. Por Él únicamente son plenamente conocidos también las pruebas y los méritos que exaltan y levantan sobre los altares a los héroes de la virtud.

   ¡Cuántos heroísmos de aquella fortaleza de ánimo que afronta los peligros de muerte, resplandecen hoy sobre los campos de batalla, en el cielo y en los mares! Heroísmos manifiestos de jóvenes soldados y de intrépidos capitanes, de unidades enteras de los Ejércitos, de sacerdotes que en medio del furor de la contienda consuelan a los heridos y a los moribundos, de enfermeros y de enfermeras que les curan sus dolencias y heridas. Pues, si bien es cierto que cualquier guerra que se enciende entre los pueblos contrista y llena de horror a todo corazón noble, en que vive y forcejea y todo lo inflama la caridad de Cristo, que abraza a los amigos y a los adversarios, no se puede negar, sin embargo, que estos torbellinos tan fieros y crueles, junto con las austeras obligaciones que imponen a los combatientes, producen horas y momentos de pruebas luminosas en las cuales se revelan las grandezas, muchas veces insospechadas e Inesperadas, de tantas almas heroicas que lo sacrifican todo, incluso la propia vida, por el cumplimiento de aquellos deberes que les dicta su conciencia cristiana.

   Pero estaría muy equivocado quien creyese que la grandeza de alma y el heroísmo son virtudes reservadas, como flores extraordinarias, solamente a los campos sangrientos, a los tiempos de guerra, de catástrofes, de crueles persecuciones y de trastornos sociales y políticos. Junto a estos heroísmos más abiertos y visibles, junto a estas grandezas y estas valentías más fúlgidas, brotan y crecen en los repliegues de los valles y de los campos, por las calles y en las sombras de las ciudades, ocultos por la marcha vulgar de la vida cotidiana, muchos actos no menos heroicos que proceden silenciosamente de almas no menos grandes y fuertes, emuladoras secretas de los hechos más bellos que se proponen a la admiración común.

   ¿Acaso no es heroico el hombre de negocio, el patrón de una gran industria que —viéndose reducido a situación apurada y casi a la ruina por diversas vicisitudes imprevistas, cuando el camino cierto para salvarse sería para él recurrir a uno de esos expedientes que el mundo fácilmente excusa y absuelve, si los corona el éxito, pero que no admite la moral cristiana— entra en sí mismo, y, después de interrogar a su conciencia, no desmaya ante su respuesta, sino que, como fiel cristiano, rehúsa un medio que daña a la justicia y prefiere la ruina y la miseria a una ofensa de Dios y del prójimo?

   ¿No es heroica la muchacha pobre que trabajosamente puede dar un mendrugo de pan a su madre anciana y a sus hermanos huérfanos con el escaso salario que recibe, pero rechaza cualquier condescendencia fácil y custodia con fortaleza su honor y su corazón, repeliendo intrépidamente les favores del que la ofrece trabajo en condiciones inmorales, desdeñando las ganancias abundantes y mal adquiridas, aunque la liberarían de sus estrecheces económicas?

   ¿No es heroica una doncella, mártir de su pureza, que ofrece a Dios, teñido con su propia sangre, el lirio de sus virtudes virginales?

   Todos éstos son heroísmos de justicia, heroísmos de dignidad femenina cristiana, heroísmos dignos de los ángeles; heroísmos secretos que pueden parangonarse con los heroísmos de la fe, de la confianza en Dios, de la paciencia, de la caridad en los hospitales civiles y militares o en el camino de los heraldos de Cristo por tierras de infieles, dondequiera que la fortaleza de alma se une al amor de Dios y del prójimo.

   Nada tiene, pues, de sorprendente, que también a la sombra de las paredes domésticas se oculte el heroísmo de la familia, y que la vida de los esposos cristianos tenga también sus heroísmos ocultos, heroísmos extraordinarios en situaciones duramente trágicas, frecuentemente ignoradas por el mundo; heroísmos cotidianos en la complicada serie de sacrificios renovados a cada momento; heroísmos del padre, heroísmos de la madre, heroísmos conjuntos de uno y otro.

   En uno de nuestros próximos discursos, necesariamente breves para las audiencias generales, nos reservamos indicar y exponer de un modo más detallado y concreto los heroísmos de los esposos cristianos. No quisiéramos entretanto, amados hijos e hijas, que el oírnos hablar de los heroísmos necesarios, de los sacrificios heroicos que os esperan, turbase vuestros corazones, abiertos ahora por entero a la alegría de la unión sagrada contraída por vosotros hace poco delante de Dios y de su ministro. Pretendemos, al contrario, que nuestra palabra aumente vuestro gozo con la alta consideración de vuestra misma unión, elevada por Cristo a sacramento y fuente permanente de poderosas gracias, siempre prontas para iluminaros y fortificaros a la hora de cualquier sacrificio, incluso extraordinario, que Dios requiera de vosotros. El estrecho e inviolable vínculo nupcial es signo y símbolo de la indisoluble unión de Cristo con la Iglesia[2]; y el matrimonio cristiano es manantial de grandeza y de perennidad para la Iglesia, no menos que para el pueblo cristiano. La unión de los esposos cristianos es también un camino de santidad, por el que la Iglesia con el pueblo fiel, exalta y venera a sus héroes en los templos y en los altares. Es en la familia cristiana donde el Divino esposo de la Iglesia recoge a los hijos de Dios, regenerándolos en el agua y en el Espíritu Santo. De allí elige a sus levitas y llama a sus héroes del bien, a sus vírgenes consagradas, a sus heroínas de la caridad, a sus sacerdotes, a los propagadores de su Evangelio, a sus caballeros y héroes de los claustros, a los Obispos y a los pastores de sus ovejas, a los sucesores de su Primer Vicario en el gobierno universal de toda su grey.

   Levantad en alto vuestros corazones y vuestros pensamientos. No perdáis el ánimo en el umbral de vuestra nueva vida. Afrontad virilmente, heroicamente, el porvenir, bajo el amparo de la benévola providencia de Dios, en cuyas manos está vuestra felicidad y la aurora de todos vuestros días, ordinarios y extraordinarios, serenos o tempestuosos.

   Dios no permitirá jamás que la prueba, cualquiera que sea, sobrepase las fuerzas que Él os otorgue con su liberalidad paterna y su gracia siempre pronta, una gracia tan amplia y generosa en sus beneficios, que os hará encontrar y buscar aquí abajo, en la fidelidad a los deberes más difíciles, una de las más dulces y profundas alegrías de vuestra vida.

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NOTAS
  • [1] Job, VII, 1.

  • [2] Cfr. Eph., V, 32.