DOCTRINA
CATÓLICA
La
Familia Cristiana - 37
S. S. Pío XII
LI
LOS HEROÍSMOS DE LOS ESPOSOS CRISTIANOS
20 de Agosto de 1941. (Ecclesia, 15 Sept. 1941.) |
. |
Al ver reunido aquí, en torno a Nos, un grupo tan numeroso y devoto de recién casados cristianos, nuestro ánimo se regocija y da gracias a Dios, del cual son dones preciosos la fe, la esperanza, la confianza especial que os es dado poner en aquella divina bendición que nuestro paterno afecto se alegra de invocar sobre vuestras personas y vuestros anhelos. Si la piedad de Dios para con la humana miseria da potencia y fuerza a nuestra invocación, sabed que es omnipotente la bendición que desciende de Dios; porque, cuando habla Él, brotan de la nada el cielo y la tierra; de las tinieblas, el sol;"de la tierra y de las aguas, toda la naturaleza viviente. Entonces, formado por el Creador, el hombre se yergue del fango, para recibir, como aliento de la boca divina, un espíritu inmortal[1], y para escuchar, juntamente con su compañera semejante a él, sacada de su costado, aquella bendición, que es un mandato, de crecer y multiplicarse y de llenar la tierra[2]. Vosotros, recién casados, que habéis creído en el nombre de Cristo, nuestro Salvador y Redentor, habéis sido bendecidos en este nombre ante el altar, para que por vosotros se aumente la muchedumbre de los hijos de Dios y se complete el número de los elegidos. El Señor se ha dignado llamaros a este altísimo fin, querido por Él mismo, al instituir el matrimonio como un deber de naturaleza y al elevarlo a la dignidad sobrenatural de sacramento, cuando os ha unido con aquel santo vínculo indisoluble que enlaza vuestros corazones y vuestras vidas. No hay, pues, por qué maravillarse —como hubimos de indicar ya en nuestro último discurso— de que un estado tan noble exija también sus heroísmos extraordinarios en situaciones excepcionales, y heroísmos impuestos por la vida cotidiana; heroísmos frecuentemente ocultos, mas no por ello menos admirables, sobre los cuales nos proponemos hoy llamar vuestra atención de un modo más detallado. En los tiempos modernos, lo mismo que en los primeros siglos del cristianismo, en aquellos países del mundo en que las persecuciones religiosas se enconan aquí o allá, declaradas o solapadas, pero no menos duras, los fieles más humildes pueden encontrarse en cualquier momento frente a la dramática necesidad de escoger entre su fe, que tienen el deber de conservar intacta, y la propia libertad, los medios para sustentar su vida, y hasta la vida misma. Pero aun en las épocas normales, en las vicisitudes y en las circunstancias ordinarias de las familias cristianas, ocurre a veces que las almas se ven colocadas bruscamente en la alternativa de violar un deber ineludible o de exponerse a sacrificios y riesgos dolorosos y agobiantes en la salud, en los bienes, en la posición familiar y social: es decir, puestas en la necesidad de ser y de mostrarse heroicas, si quieren mantenerse fieles a sus obligaciones y permanecer en la gracia de Dios. Cuando nuestros Predecesores, de santa memoria, y particularmente el Sumo Pontífice Pío XI en la carta encíclica "Casti connubii", proclamaban y recordaban las santas e inviolables leyes de la vida matrimonial, ponderaban y se daban perfectamente cuenta de que en no pocos casos se exige a los esposos cristianos un verdadero heroísmo para cumplirlas inviolablemente. Sea que se trate de respetar los fines del matrimonio queridos por Dios, o de resistir a los incentivos ardientes y lisonjeros de las pasiones y de las tentaciones que mueven a un corazón inquieto a buscar en. otro lugar lo que no ha encontrado o cree no haber encontrado en su legítima unión de un modo que le satisfaga plenamente, como había esperado; sea que para no romper o no aflojar el vínculo de las almas y del amor mutuo, llegue la "lora de saber perdonar, de olvidar una desavenencia una ofensa, un choque quizá grave... ¡cuántos dramas íntimos nacen y desarropan sus amarguras y sus lances detrás del velo de la vida diaria! ¡Cuántos heroicos sacrificios ocultos! ¡Cuántas angustias de espíritu para convivir y para mantenerse cristianamente constante en su puesto y en su deber! Y esta misma vida cotidiana, ¡cuánta fortaleza de ánimo no demanda muchas veces: cuando todas las mañanas se ha de volver a los mismos trabajos tal vez rudos y fastidiosos en su monotonía; cuando hay que soportar, en bien de la paz, con la sonrisa en los labios, amablemente, alegremente, los defectos recíprocos, los contrastes nunca vencidos, las pequeñas divergencias de gustos, de hábitos, de ideas, a los que da lugar frecuentemente la vida en común; cuando en medio de incidentes y dificultades menudas, muchas veces inevitables, no se debe turbar ni menguar la calma y el buen humor; ruando en un choque impensado, hay que ayudarse del saber callar, de contener a tiempo la queja, de cambiar y dulcificar la palabra que, de ser pronunciada, desahogaría los nervios Irritados, pero difundiría una nube oscura en la atmósfera de las paredes domésticas! Son mil detalles insignificantes, mil momentos fugaces de la vida cotidiana, cada uno de los cuales es muy poca cosa, casi nada; pero que acaban por hacerse muy gravosos con su continuidad y su acumulación, y en los cuales, sin embargo, viene a tejerse y a encadenarse en su mayor parte, gracias a la recíproca tolerancia, la paz y la alegría de un hogar. Sin embargo, la fuente, el alimento y el sostén de la alegría y de la paz de la familia, debe ser particularmente la mujer, la esposa, la madre. ¿No es ella la que anuda, une y vincula con lazos de amor al padre con los hijos, la. que con su afecto viene a compendiar en sí la familia, vela sobre ella, la guarda, la protege y la defiende? Ella es el canto de la cuna, la sonrisa de los niños rosados y vivos, o llorosos y enfermos; la primera maestra que les hace levantar la vista al cielo, que lleva a sus hijos e hijas a postrarse ante los altares sagrados, que les inspira a veces los pensamientos y deseos más sublimes. Dadnos una madre que sienta profundamente en su corazón la maternidad espiritual, no menos que la natural, y veremos en ella la heroína de la familia, la mujer fuerte, a la cual podréis ensalzar con el canto del Rey Samuel en el libro de los Proverbios, y decir de ella: "La fortaleza y el decoro son su vestidura, y mira con confianza el porvenir. Abre su boca a la sabiduría, y la ley de la bondad gobierna su lengua. Vigila ella misma la marcha de su casa, y no come el pan en la ociosidad. Sus hijos se levantan para llamarla bienaventurada, y su marido para elogiarla"[3]. Permitid que demos a la madre y a la mujer fuerte otra alabanza del heroísmo en el dolor, como corresponde a la que, con frecuencia, en la escuela de la desventura, de la aflicción y de la pena, es más valiente, intrépida y resignada que el hombre, porque sabe aprender del amor el dolor. Contemplad a las piadosas mujeres del Evangelio, que siguen a Cristo y le asisten con sus medios, y sobre el camino del Calvario le acompañan llorando hasta la Cruz[4]. El corazón de Cristo es todo misericordia hacia las lágrimas de la mujer: lo supieron las llorosas hermanas de Lázaro, la doliente viuda de Naín, la Magdalena que lloraba ante el sepulcro. Y también hoy, en esta hora tan cruenta, ¿quién sabría decir a cuántas viudas de Naín, a cuántas madres, aunque no les resucite el hijo muerto, la benignidad del Redentor derrama en el serio el bálsamo de su palabra consoladora. "Noli flere", "No llores"?[5]. No dudéis, queridos recién casados: mirad esperanzados a la alta meta del heroísmo en el camino de la vida que emprendéis. Siempre ha sido verdad que desde las cosas más pequeñas ¿e emprende la marcha hacia las más grandes, y que la virtud es una flor que corona el crecido tallo, regado por la fatiga asidua de cada día, Este es el heroísmo cotidiano de la fidelidad a los deberes acostumbrados y comunes de la vida ordinaria; heroísmo que forma y prepara las almas, que las eleva y las templa para las jornadas en que Dios tal vez les pedirá un heroísmo extraordinario. No busquéis en otra parte la fuente de tales heroísmos. En las vicisitudes de la vida familiar, como en todas las circunstancias del vivir humano, el heroísmo tiene su raíz esencial en el sentimiento profundo y dominador del deber, de aquel deber con el cual no es posible transigir ni pactar, que tiene que prevalecer en todo y sobre todo; sentimiento del deber que para los cristianos es el reconocimiento consciente del dominio soberano de Dios sobre nosotros, de su soberana autoridad y de su bondad soberana; sentimiento que nos enseña que la voluntad de Dios claramente manifestada no admite discusiones, sino que impone un sometimiento total; sentimiento que, por encima de todas las cosas, nos hace comprender que esta voluntad divina es la voz de un infinito amor para nosotros; sentimiento, en una palabra, que no es de un deber abstracto o de una ley prepotente e inexorable, hostil y destructora de la libertad humana en el querer y en el obrar, sino que responde y se inclina a las exigencias de un amor, de una amistad infinitamente generosa, que trasciende y gobierna las multiformes vicisitudes de nuestra vida de aquí abajo. " Un sentimiento cristiano tan potente del deber crecerá y se reforzará en vosotros, hijos e hijas, con la fidelidad perseverante a vuestros deberes y obligaciones cotidianas más humildes. Los sacrificios menudos, las pequeñas victorias sobe vosotros mismos, irán vigorizando y enraizando de día en día el hábito virtuoso de no preocuparos de impresiones, impulsos o repugnancias que broten en el sendero de vuestra vida, cada vez que se trate de un deber, de una voluntad de Dios que cumplir. El heroísmo no es fruto de un día, ni madura en una mañana. Las armas grandes se forman y elevan a través de lentas ascensiones, para encontrarse prontas, cuando llegue la ocasión, a las gestas magníficas y a los supremos triunfos que nos llenan de admiración. A fin de que en vuestras almas crezcan estos sentimientos cristianos del deber y esta alegre y valerosa confianza, os damos de todo corazón, como prenda de los favores celestes más grandes, nuestra paternal bendición apostólica. KKKKKKKKKKKKKKKKKKKKKK |