DOCTRINA
CATÓLICA
La
Familia Cristiana - 45
S. S. Pío XII
LIX
LA COLABORACIÓN ENTRE LOS ESPOSOS,
BASE DE LA FELICIDAD CONYUGAL
18 de Marzo de 1942. |
(Ecclesia, 18 de Abril de 1942.) |
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La vida del hombre sobre la tierra, queridos recién casados, es un yugo. El Espíritu Santo lo proclama claramente así en las páginas de la Sagrada Escritura cuando afirma que "un grave yugo pesa sobre los hijos de Adán desde el día en que nacen del seno de su madre, hasta que vuelven a la tierra, madre de todos. Viven llenos de cuidados y de sobresaltos de corazón, en recelo de lo que esperan y del día de la muerte. Desde el que está sentado sobre un glorioso trono, hasta el que yace por tierra y sobre ceniza; desde el que viste suntuosamente y lleva corona, hasta el que se cubre de lienzo crudo, para todos hay tortura, angustia, recelo, temor de la muerte, querellas y contiendas. Aun al tiempo de reposar en el lecho, el sueño nocturno turba la mente del hombre[1]. Pero este yugo de miseria, peso angustioso de la culpa de Adán, Nuestro Señor Jesucristo, nuevo Adán, nos lo aligera con el yugo de su gracia y de su Evangelio cuando nos dice: "Venid a Mí todos los que estáis cansados y oprinrimidos, y Yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis reposo para vuestras almas. Porque suave es mi yugo y ligera mi carga"[2]. ¡Oh yugo feliz de Cristo, que no turba nuestra mente ni nuestro corazón; que, en vez de humillarnos nos exalta delante de Él y tranquiliza nuestra alma en la paz y en la amistad de Dios! Yugo de gracia es también para vosotros, queridos esposos, el gran sacramento del matrimonio que, delante del sacerdote y en el altar de Cristo, os ha unido con vínculo indisoluble en una vida de dos para que caminéis juntos aquí abajo y os ayudéis recíprocamente, colaborando en sostener el peso de la familia, de los hijos y de su educación. En la vida de la familia unos son los deberes propios del varón, y otros los de la mujer y la madre; pero ni la mujer puede permanecer enteramente extraña al trabajo del marido, ni el marido a la preocupación de la mujer. Todo lo que se hace en la familia debe ser de algún modo fruto de colaboración, obra común, en cierto grado, de los dos esposos. ¿Qué quiere decir colaborar? ¿Significa, tal vez, la simple suma de dos fuerzas, operante cada una por su cuenta, como cuando a un tren demasiado pesado se le enganchan dos locomotoras que reúnen su energía para arrastrarlo? Ésta no es una colaboración verdadera; en cambio, sobre cada una de las máquinas, el maquinista y el fogonero —o el maquinista y su ayudante en las modernas locomotoras de tracción eléctrica— colaboran en sentido propio, material y conscientemente para asegurar la buena marcha. Cada uno de ellos hace su trabajo peculiar; pero no sin preocuparse de su compañero, sino acompasando fu acción con la del otro, según lo que éste necesita y puede esperar de él. La colaboración humana tiene que hacerse con la mente, con la voluntad y con la acción. Con la mente, porque en realidad solamente las criaturas inteligentes pueden colaborar entre sí uniendo en libre actividad. El que colabora no añade solamente sus esfuerzos por su cuenta, sino que los adapta a los de los otros para secundarlos y fundirlos en un afecto común. La colaboración consistirá, por lo tanto, en subordinar orgánicamente la obra de cada uno a un pensamiento común, hacia un fin común que ordenará y proporcionará jerárquicamente todo en sí, y cuyo común deseo aproximará a todas las inteligencias en un mismo interés y estrechará los ánimos en una afección recíproca, moviéndolos a aceptar la renuncia a la propia independencia para plegarlos a todas las necesidades que demande la consecución de aquel fin. En un pensamiento, en una fe y en una voluntad común, la raíz de cualquier colaboración verdadera, la cual será tanto más estrecha y fecunda cuanto más intensamente obren el pensamiento, la fe y el amor, y persistan más vivamente en la acción. Comprenderéis por esto que la colaboración, empeñando la mente, la voluntad y la obra, no es siempre cosa fácil de realizar perfectamente. Junto a esta gran idea de la unión y de la cooperación de las fuerzas, con esta íntima convicción del fin que hay que conseguir, con esta ansia ardiente de conseguirlo a toda costa, la colaboración supone también la mutua comprensión, la estima sincera y el sentido del concurso necesario de lo que los otros hacen y deben hacer al mismo fin, una amplia y juiciosa condescendencia para considerar y admitir las diversidades inevitables entre los colaboradores, no para enojarse con ellas, sino para aprovecharlas. Y para esto hace falta también que aquella abnegación personal que debe vencerse y ceder, en lugar de querer hacer prevalecer en todo el parecer propio y reservarse los, trabajos que agradan y complacen más, no negándose incluso, a veces, a desaparecer y ver cómo el fruto del trabajo de uno se pierde, por así decirlo, en el anónimo, en el incógnito indistinto del provecho común. Y, sin embargo, por difícil que parezca una colaboración tan íntima y concorde, es indispensable que sea así para el bien ordenado por Dios en la familia. Son dos personas el hombre y la mujer, que caminan juntos y se dan la mano y se ligan con el vínculo de un anillo; nudo amoroso que el mismo paganismo no dudó llamar "vinculum iugale"[3]. ¿Pues qué otra cosa es la mujer sino la ayuda del hombre, aquella a la que Dios concedió el don sagrado de hacer nacer al hombre al mundo, aquella cuya hermana mayor "umile ed alta piú che creatura, termine fisso d'eterno consiglio", debía darnos al Redentor del género humano y regocijar, con el primer milagro de Él, el nudo conyugal de las bodas de Cana? Dios ha establecido que en el fin esencial y primario del vínculo conyugal, que es la generación de los hijos, cooperasen el padre y la madre con una colaboración libremente aceptada y querida, sometiéndose a todo lo que pueda suponer en sacrificios un fin tan magnífico, por el cual el Creador hace a los progenitores casi partícipes de aquella potencia suprema con la que creó del barro al primer hombre, reservándose para sí la infusión del "spiraculum vitce", el soplo de la vida inmortal, como haciéndose Sumo Colaborador en la obra del padre y de la madre, ya que Él es la causa del obrar, y obra en todos los que obran[4]. Por eso es suya vuestra alegría, oh madres, cuando olvidáis todas las penas para exclamar al nacimiento de un niño "Natus est homo in mundum". Ha nacido un hombre para el mundo[5]. Se ha cumplido en vosotros aquella bendición que Dios dio primeramente en el Paraíso terrenal a nuestros progenitores, y repitió después del Diluvio al segundo padre del género humano, Noé: "Creced y multiplicaos y llenad la tierra"[6]. Pero, además de la vida física del niño y de su salud, vosotros debéis colaborar a su educación en la vida espiritual, porque en aquella alma tierna dejan huellas poderosas las primeras impresiones, y el fin principal del matrimonio es no sólo procrear a los hijos, sino también educarlos[7] y hacerlos crecer en el temor de Dios y en la fe, para que en la colaboración que ha de penetrar y animar enteramente la vida conyugal encontréis y gustéis aquella felicidad de que la Divina Providencia ha preparado tantos gérmenes, fecundándolos con su gracia en la familia cristiana. Pero tampoco el pensamiento y el cuidado de un niño, cuyo nacimiento ha coronado y consagrado la unión de los dos esposos, bastaría para hacerlos colaborar toda la vida de un modo automático y espontáneo, si faltase o disminuyese la voluntad y el cordial propósito de colaborar. El propósito nace de la voluntad; el propósito debe estar precedido de la convicción de la necesidad de la colaboración. ¿Acaso comprende bien esta necesidad el que entra en la vida conyugal pretendiendo llevar a ella y conservar celosamente su propia libertad y no sacrificar nada de su independencia personal? ¿No es esto, más bien, ir en busca de los peores conflictos, soñar y arrogarse una situación imposible y quimérica en la realidad de la vida común? Conviene comprender y aceptar a su tiempo sincera y plenamente, con amor y condescendencia y no solamente con resignación, esta condición capital de la vida elegida; luego hay que abrazar generosamente, con valentía y con alegría, cuanto haga posible, concorde y cortés esta colaboración, incluso el sacrificio de gustos, preferencias, deseos o costumbres personales, incluso la monotonía cotidiana de trabajos humildes, oscuros y penosos. Voluntad de colaborar. ¿Qué es lo que hay que querer? Hay que querer y buscar esta colaboración; hay que amar el trabajar juntos, sin esperar a que os sea ofrecido, pedido o impuesto; hay que echarse adelante, saber dar los primeros pasos, poner principio de hecho; hay que desear vivamente la prosecución de estos primeros pasos, cuando sea necesario, y perseverar, con atención intensa y vigilante, para encontrar el modo de anudar realmente vuestras dos actividades, sin decaimientos ni impaciencias si el concurso o la ayuda de la otra parte pudiera parecer insuficiente o no proporcionada ni correspondiente a los esfuerzos propios, animados siempre por la resolución de no considerar nunca demasiado alto cualquier precio que sirva para proporcionaros una concordia tan indispensable, deseable y provechosa para cooperar y tender al bien de la familia. Propósito cordial de colaborar. Es decir, aquel propósito que no se aprende en los libros, sino que es enseñado por el corazón, que ama el acuerdo y el concierto activo en el gobierno y en la marcha del hogar doméstico; aquel propósito que es afección recíproca, mutua atención y solicitud por el nido común; aquel propósito que observa para aprender, que aprende para hacer, que hace para echar una mano al otro o a la otra; aquel propósito, en fin, que es un lenta y mutua educación y formación conyugal, necesaria para dos almas que se amaestran recíprocamente para llegar a la consecución de una verdadera e íntima colaboración. Si antes de vivir juntas, bajo el mismo techo, cada una de las dos almas ha vivido sus días y se ha formado por cuenta propia; si una y otra proceden de dos familias que, aunque sean semejantes, no serán nunca idénticas; si cada una lleva, por lo tanto, a la morada común, maneras de pensar, de sentir, de obrar y de tratar que nunca se encontrarán, de primera intención, en plena y total armonía entre sí, bien veis vosotros que será necesario, antes que nada, para ponerse de acuerdo al obrar/ conocerse mutuamente más a fondo de lo que haya sido posible durante el tiempo del noviazgo, investigar y discernir, de circunstancia en circunstancia, las virtudes y los defectos, las capacidades y las deficiencias, no ya para promover críticas y disputas o preferirse a sí mismo, no viendo más que los lunares en aquél o en aquélla con quien se ha ligado vuestra propia vida, sino para darse cuenta de lo que se puede esperar, de lo que habrá tal vez que compensar o que suplir.
Una vez conocidos los pasos con los que habrá que concertar los vuestros, vendrá la voluntariosa tarea de modificar, acomodar y armonizar los pensamientos y las costumbres; tarea que el afecto recíproco hará marchar insensiblemente, y no será turbada por transformaciones, cambios y sacrificios que no deben recaer exclusivamente sobre una de las partes, sino que cada una de ellas tomará su porción con mucho amor y confianza, pensando en el próximo amanecer del día en que el gozo del completo acuerdo entre las dos almas en la mente, en la voluntad y en la acción, alegrará y aliviará el fruto pleno y suave de la colaboración en la prosperidad y felicidad de la familia. Todos los hombres son aquí abajo peregrinos de Dios[8], dirigidos hacia Él por el camino de los vivientes; pero sobre el trillado sendero de la vida conyugal, más de una vez, la diferencia de caracteres de los dos caminantes transforma el viaje de uno de ellos en un ejercicio de virtud tan grande, que se levanta a las luces de la santidad. El que lee la vida de la Beata Ana María Taigi, se queda asombrado ante la diferencia de origen, temperamento, educación, inclinaciones y gustos que existía entre ella y su marido, el mozo de servicio Domingo. Y, sin embargo, ella se había acomodado maravillosamente a un alma tan diversa de la suya. Ojalá que esta heroica madre de familia os obtenga a cada uno y a cada una de vosotros, queridos recién casados, la abundancia de gracias celestes que hagan en todas vuestras familias conseguir y florecer una colaboración tan exacta y cristiana en el servicio de Dios. Así se lo pedimos a Nuestro Señor y lo invocamos sobre vosotros, mientras con el corazón paternamente afectuoso os damos Nuestra bendición apostólica. KKKKKKKKKKKKKKKKKKKKKK |