DOCTRINA CATÓLICA
La Familia Cristiana - 55 
S. S. Pío XII

   LXIX

LOS AUXILIARES DEL HOGAR
II. Deberes recíprocos

5 de Agosto de 194.2.

(Ecclesia, 22 de Agosto de 1942.).

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   En el último discurso a los recién casados reunidos en nuestro derredor, procuramos iluminar la religiosa belleza de que están revestidas las relaciones entre amos y criados, cuando los unos y los otros están animados por aquel espíritu cristiano que hace a los "domésticos", en cierto modo, miembros de la familia de sus amos. Tan hermosas relaciones familiares, decíamos también, hoy más raras que en el pasado, no han desaparecido, sin embargo completamente; y Nos augurábamos que estas tradiciones, tan santas y antiguas, volviesen a florecer en las nuevas familias que los jóvenes esposos, iniciando su vida común, constituyen y forman. ¿No es éste, acaso, amados hijos e hijas, también vuestro deseo? ¿No ansiáis tan precioso consuelo y sostén para la paz y alegría de la casa? Pero para los hechos no bastan los deseos y ni siquiera una buena voluntad en general o una admiración puramente ideal. Conviene que por ambas parles, quien manda y quien sirve, esté cada uno en su propio sitio y cumpla el propio deber; sitio y deber, en su diversidad, que tiene su fundamento en lo que es como vínculo común entre amos y criados. Lo dice muy bien San Agustín: "La primera y diaria potestad de un hombre sobre un hombre es la del patrón sobre el siervo... Patronos y siervos; he ahí dos diversos apelativos; pero hombres y hombres son dos nombres iguales"[1].

   Penetremos en estas palabras del santo Doctor. Esconden un pensamiento que, echando sus raíces en la unidad de la naturaleza humana, se une con la fe y nos alza hacia Dios; porque hallamos que estos hombres; amo y criado, son los unos y los otros igualmente siervos de Dios; y porque son hijos de Dios, son hermanos; y porque son cristianos, son miembros y órganos, diferentes, sí, pero de un mismo cuerpo, del cuerpo místico de Jesucristo. Esta triple comunidad de dignidad engendra comunidad de relaciones y de deberes recíprocos:

   I. El primero de estos caracteres comunes, que los hace iguales e igualmente servidores de Dios —porque el universal género humano, lo quiera o no lo quiera, no puede sustraerse al servicio y al cumplimiento de los recónditos designios divinos—, si iguala a los amos y a los criados ante Dios, no borra en ellos aquellas diferencias sociales de condición, de fortuna y de necesidades, que Él dispone y regula o el libre querer humano elige y actúa.

   De donde, con el ser servidores de Dios, ha de componerse y acordarse el vínculo de las relaciones entre amos y criados en la justicia y en la humanidad. No lo dudéis, hasta entre Dios y sus servidores triunfan la justicia y la humanidad; aquella justicia suprema, que se lo debe todo a sí misma y nada a nadie, porque no tiene iguales, y corona la sede de Dios, justo juez de los méritos y de los deméritos de sus siervos en la observancia de sus mandamientos y de su ley; aquella humanidad, que en su corazón toma el nombre de misericordia, que llena la tierra y se eleva sobre todas las obras divinas. Por la sabiduría de Dios, que es fuente de la justicia, reinan los reyes[2]; por la misma sabiduría Él somete los pueblos a los reyes[3]. Así también en la familia ha de reproducir el gobierno divino de justicia y de humanidad, con el que Dios reduce a su servicio a todo el género humano. Bastante se habla de justicia, y con razón, porque el dar a cada uno lo suyo interesa a todos y a cada uno; pero con demasiada frecuencia tal justicia queda reducida al rigor de una fórmula, al hecho de que uno dé, estrictamente, el trabajo a que se ha comprometido y el otro pague, puntualmente, el salario que ha prometido.

   En cambio, es más alto el concepto de justicia y de equidad para quien considere o medite cómo bajo la diferencia de los nombres de amo y criado está la idéntica realidad del nombre de hombres, las dos criaturas de Dios, los dos elevados sobre la materia y la naturaleza; de modo que estos dos hombres son, el uno y el otro, por el mismo título, siervos del mismo único y eterno Amo y Señor, que es Dios. Hombres el uno y el otro, poseen el uno y el otro —además de los bienes, de los derechos y los intereses materiales— los bienes, los derechos y los intereses más sagrados de su cuerpo y de su mente, de su corazón y de su alma.

   Por lo tanto, no se trata de puras relaciones mutuas de simple justicia, restringida, en el frío sentido de la palabra, al solo dar y tener, y ni siquiera de simple equidad, sino que conviene juntar con la justicia la "humanidad", aquella humanidad que se parece a la misericordia y a la bondad divina y que sublima la justicia humana por encima de la materia en un aura espiritual.

   Imaginaos, si os es posible, el aislamiento de una pobre criada, que por la tarde, al acabar una jornada de fatigoso trabajo, se retira a su cuartito acaso oscuro, triste y carente de toda comodidad. Ha trabajado todo el día y sufrido para servir; no le ha faltado, como puede suceder, alguna riña, acaso con tono duro, áspero, altanero; se le han dado órdenes, acaso con aquel ademán que parece traicionar el placer amargo de no mostrarse jamás contentos. Sin llegar a tanto, se le ha mirado como a una de la cual los demás se acuerdan solamente cuando falta o cuando se retrasa, aunque sea breves momentos, algo que se espera; parece tan natural a algunos el quererlo todo perfecto y siempre hasta el último detalle. A nadie se le pasa por la cabeza cuánta fatiga, cuánta dedicación, cuánta sagacidad y cuánta aflicción le ha costado la diligencia que realmente ha puesto en su trabajo; y jamás viene a animarla una palabra dulce, una sonrisa de ánimo a sostenerla y a guiarla, una mirada amable a confortarla. En la soledad de su cuartito, ¿qué recompensa más preciosa que el dinero no sería ahora, no habría sido durante todo el día una palabra, una mirada, una sonrisa verdaderamente humana, que la hiciese sentir aquel vínculo que establece la naturaleza también entre amos y criados? De noche, esperando que los señores vuelvan a casa, la pequeña criada velará junto a los niños que duermen, mientras su pensamiento y su corazón volarán a su pueblo estimando y llamando más afortunados que ella a los criados que trabajan en la choza de su padre[3]. ¡Y si el tiempo y el servicio le han aumentado los años, pensará acaso con nostálgica añoranza en el hogar, que también ella habría pedido fundar, hogar modesto, pero en el que junto a sus cunas, habría alegrado con sus cantos y con sus caricias a sus propios hijos!

   Entrad en el alma de esta criada, en donde, con el cansancio del cuerpo, es compañera de sus recuerdos la angustia del corazón. Los señores de casa, si son gente mundana, raramente caerán en la cuenta; acaso pensarán más en su espíritu. No se atreverán, es de creer, a prohibirle el cumplimiento de sus deberes de cristiana; pero sucede que con frecuencia no se dejan para este fin ni la posibilidad el tiempo,, y menos todavía se le concede atender y proveer a los impulsos de su íntima devoción y a los intereses de su vida moral y espiritual. La dueña de casa, sin duda, no es siempre de índole dura y mala; antes bien, muchas veces es piadosa, es visitadora de los pobres de la ciudad; es favorecedora de los necesitados y de las obras buenas; pero — y no pretendemos ciertamente generalizar— mira la pobreza más fuera que dentro de la casa, ignora que una pobreza más triste, la pobreza del corazón, se alberga bajo su propio techo. Ni siquiera cae en la cuenta, jamás se ha acercado maternalmente a su criada, con corazón de mujer, en las horas de su trabajo o de su retiro. Aquellos quehaceres domésticos, ¿cómo sabría o podría comprenderlos, si en su vida los ha aprendido? ¿Dónde está aquí aquella laudable y cortés dignidad de ama, que no teme perder el propio decoro tratando bien a una joven criada? ¿Por qué no se acerca a aquel pobre corazón, constante en la humildad de su obra, en el trabajo de la vida y en la obediencia más que reverente para con quien no es su madre? Dueña y criada son dos nombres diferentes, pero la naturaleza humana es la misma en las dos, aun cuando una sea en esta tierra, por lo menos aparentemente, más feliz y más afortunada que la otra. Las dos son siervas delante de Dios Criador. ¿Por qué, pues, se olvida el que la menor es sierva de Dios en su espíritu, antes que sierva de los hombres con su trabajo? Gracias a Dios vuestros sentimientos, amados hijos e hijas, son bien diversos; y el cuadro por Nos esbozado no reproduce, creedme, el que habéis tenido bajo vuestros ojos en vuestras propias familias.

   Sin embargo, si la rectitud y la benevolencia deben ser en los amos respeto para con los criados, ¿no tienen acaso éstos, por su parte, deberes propios y especiales para con los amos? ¿No son virtudes también para ellos la justicia y la humanidad? Se portarían acaso justa y humanamente aquellos servidores o aquellas criadas que faltasen a las leyes de la honestidad y defraudasen a sus amos, que manifestasen los secretos de la familia con quien viven, que de la misma familia hablasen mal con peligro de causar daño, que no tuviesen cuidado de las cosas que les confían, de manera que sufriesen perjuicio? ¿O aquellos servidores o criadas que no atendiesen a su trabajo o lo cumpliesen descuidadamente, o que cumpliéndolo, ni más ni menos de lo que el servicio exigía, se apartasen tanto de la convivencia familiar que no sintiesen ni demostrasen un corazón humanamente delicado y propenso a la entrega de sí mismo en las circunstancias y en las horas de enfermedad, de cansancio, de desgracia, de luto de los amos o de sus hijos? Si además de esto fueran irreverentes (no querríamos decir insolentes), fríos en su actitud, indiferentes a todo lo que concierne a la casa; si con palabras, con las murmuraciones, con los modos de tratar viniesen a ser entre los demás criados, o acaso aun entre los hijos, sembradores de descontento, de mal espíritu o (¡lo que Dios no permita!) de escepticismo, de impiedad, de impureza, de malas costumbres, ¿con qué nombre se deberían llamar tales servidores o domésticas, deshonor de su clase, tan benemérita? Dejamos que vosotros mismos lo penséis y lo juzguéis.

   Pero, si por la posesión de la misma naturaleza humana, formada por el Criador en nuestros progenitores, amos y criados tienen un común Señor y Amo, que es Dios; ante Dios los unos y los otros se diferencian por su libre voluntad, que está en la mano del hombre. De esta manera encontráis amos buenos y amos malos, siervos buenos y fieles y siervos inútiles y malvados; pero Dios, justo Juez, juzgará y retribuirá a los unos y a los otros, según sus méritos y sus culpas no sólo en el servirle a Él, sino también en el servir a los hombres. Que los amos no se ensoberbezcan por su autoridad. Y por eso la mirada del cristiano se levanta para contemplar en toda autoridad, en todo superior, aun en el amo, un reflejo de la autoridad divina, la imagen de Cristo, que se humilló desde su forma de Dios, adoptando la forma de siervo, nuestro hermano según la naturaleza humana. Escuchad lo que enseña el Apóstol San Pablo: "Siervos, obedeced a vuestros señores temporales con temor y respeto, con sencillo corazón, como a Cristo, no sirviéndolos solamente cuando tienen puesto el ojo sobre vosotros, como si no pensaseis más que en complacer a los hombres, sino como siervos de Cristo, que hacen de corazón la voluntad de Dios, y servidlos con amor, haciéndoos cargo que servís al Señor, y no a hombres: estando ciertos de que cada uno, de todo el bien que hiciere, recibirá del Señor la paga, ya sea esclavo, ya sea libre.- Y vosotros, amos, haced otro tanto con ellos, excusando las amenazas: considerando que unos y otros tenéis un mismo Señor allá en los cielos: y que no hay en Él acepción de personas"[4]. "Tratad a los siervos, según lo que dictan la justicia y la equidad: sabiendo que también vosotros tenéis un amo en el cielo"[5]. Elevemos, pues, los ojos al cielo; y en la luz de este pensamiento de que amos y criados deben considerarse iguales ante la faz de su común Amo y Señor, miremos allá arriba al extático evangelista Juan, que ante el Cordero, que le ha guiado e instruido, se postra a sus pies para adorarlo. Y, ¿qué le dice el Ángel?: "Guárdate de hacerlo: que yo soy un consiervo tuyo y de tus hermanos los profetas y de los que observan las palabras de la profecía de este libro. Adora a Dios"[6].

   II. Adoremos aquí abajo a Dios también nosotros y superemos la naturaleza, según la cual los ángeles y los hombres son, naturalmente, siervos de Dios; pero en el orden de la gracia están elevados a ser, más que siervos, hijos de Dios. La fe cristiana sube más alto que la naturaleza. "Mirad, exclamaba el mismo Apóstol San Juan, qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos en efecto"[7]. Hijos, por consiguiente, de un mismo Dios, clamamos: Padre nuestro que estás en los cielos: luego el amo y el criado se hallan y son hermanos. Oíd al Apóstol y Doctor de las gentes San Pablo, que recomendando a su amado Filemón un esclavo fugitivo, Onésimo, que al mismo tiempo él había convertido a la fe, le escribía: "Recíbele no ya como siervo, sino como hermano carísimo"[8]. Que entre el amo y el siervo triunfe la dulzura, triunfe la paciencia, triunfe la fraternidad.

   Se dirá que es menester mantener el propio grado, aun delante de los criados. Sí; mantened vuestro grado, pero también vuestro grado de hermanos, como lo mantiene el Hijo de Dios hecho hombre, que nos dio ejemplo de humildad y de mansedumbre y vino a la tierra, no para ser servido, sino para servir[9]. No os maravilléis de ello; en esto no se trata de faltar ni a la dignidad ni a la autoridad de jefe de familia o de amo de casa. De tal santa fraternidad enseña en pocas palabras toda la doctrina San Juan Crisóstomo en el comentario de la carta de San Pablo quo acabamos de citar: "No nos enfurezcamos, avisa, con vehemencia con nuestros siervos, sino aprendamos a perdonar sus faltas; no seamos siempre ásperos; ni nos ruboricemos de vivir con ellos, si son buenos. Si Pablo no tuvo vergüenza de llamar hijo a Onésimo y hermano carísimo, ¿por qué nos debemos ruborizar nosotros? ¿Y qué dijo Pablo? El Señor de Pablo, no se ruborizó de llamar a nuestros siervos sus hermanos; y nosotros, ¿nos ruborizaríamos? Mira más bien qué honor nos hace a nosotros mismos llamando a nuestros siervos sus hermanos, amigos y coherederos"[10].

   III. Pero de una luz pasemos a otra luz. Es honor de nuestra fe el revelarnos misterios cada vez más altos y profundos, cuanto más refulgen de verdades escondidas y divinas. De servidores de Dios, de hijos de Dios por la regeneración del agua y del Espíritu Santo en el Bautismo, de hermanos ante el Padre celestial, como lo somos todos en la comunidad cristiana, el gran Apóstol Pablo se eleva más alto para hacernos contemplar en admirable figura la doctrina de Cristo, afirmando que, como cristianos, somos, más que hermanos, miembros de un mismo cuerpo, el cuerpo místico de Cristo. ¿No concilia acaso esta doctrina luminosamente la diversidad de las condiciones y de los oficios de los hombres con la unión más íntima, más vibrante, más sensible, que es la de los miembros diversos de un mismo cuerpo vivo? ¿No ilumina y hace descollar el servicio de los más nobles y la nobleza de los más humildes? "Porque así como el cuerpo humano es uno —dice él— y tiene muchos miembros, y todos los miembros, con ser muchos, son un solo cuerpo, así también el cuerpo místico de Cristo. A cuyo fin todos nosotros somos bautizados en un mismo espíritu para componer un solo cuerpo... y todos hemos bebido un mismo espíritu. Ni puede decir el ojo a la mano: no he menester tu ayuda; ni la cabeza a los pies: no me sois necesarios... Por donde si un miembro padece, todos los miembros se compadecen: y si un miembro es honrado, todos los miembros gozan con él"[11].

   La imagen es tan transparente que no tiene necesidad de comentario y explicación, y se puede útilmente aplicar a las relaciones entre amos y criados. Quien se precia de la dignidad y del nombre de amo verdaderamente cristiano, no puede, si su corazón está movido por el espíritu de Cristo, dejar de sentir los sufrimientos y las necesidades de sus trabajos; no sólo temporales y materiales, sino también los del alma, frecuentemente ignorados o incomprendidos por ellos. Elevándose sobre el bajo mundo del interés, procurará promover y favorecer en sus dependientes y servidores su vida cristiana; procurará que en las instituciones creadas para provecho de los criados y criadas encuentren un refugio en las horas peligrosas del tiempo libre una sólida educación e instrucción sobrenatural de sus mentes y de su espíritu. Por su parte, el buen servidor, la fiel criada, sentirá redundar sobre sí lo que es honor de la familia en la cual vive, habiendo cooperado con su humilde trabajo, con su amor, con su virtud, al decoro, al esplendor, a la santidad de la casa.

   Tal espectáculo familiar nos recuerda las alabanzas con las cuales la reina de Sabá, por lo que había visto en el palacio de Salomón, exclamó en su presencia: "Bienaventurados tus hombres y bienaventurados tus siervos, que están siempre en tu presencia"[12].

   Y para que estas Nuestras paternales palabras, amados recién casados, con el favor de la gracia divina, sean para vosotros fecundos augurios de felicidad y de buen gobierno en las familias cristianas que habéis fundado, con toda la efusión de Nuestra alma os damos la bendición apostólica.

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NOTAS
  • [1] Enarr. in Psalm. 127, n. 7—Migne PL., t. 37, col. 1.653.  

  • [2] Cfr. Prov., VIII, 15.

  • [3] Cfr. Ps., CXLIII, 2. 

  • [4] Cfr. Luc., XV, 17. 

  • [5] Eph., VI, 5-9. 

  • [6] Colos., IV, 1. 

  • [7] Apoc., XXII, 8-9.

  • [8] I. loan, III, 1. 

  • [9] Phil., 16.

  • [10] Matth., XX, 28.  

  • [11] In. Ep. ad Philem. Hom. 2 n. 3; Migne PG., t. 62, col. 711.

  • [12] I. Cor., XII, 12-13, 21, 26.